Hemos reunido en un mismo libro a cuatro de los más destacados e influyentes escritores vivos contemporáneos: Paul Auster, Enrique Vila—Matas, Barry Gifford y Jean Echenoz. ¿Y sobre qué trata este libro? Sobre el placer de la impostura, el difícil arte de la imitación o la sana reinvención del «plagio». En otras palabras, sobre el escritor y su sombra: el impostor.
Enrique Vila—Matas y Jean Echenoz intercambian suculentas opiniones sobre el papel de la impostura en sus respectivas obras, en una concepción cruzada de la literatura que no elude el juego, la apropiación, la autoficción, la cita…
El escritor norteamericano Barry Gifford se hace pasar por el pintor alemán August Macke. En abril de 1914, los artistas Paul Klee y August Macke viajaron a Túnez y allí escribió Klee un breve diario que publicó poco después. Pero según todos los indicios, el diario de Klee no reflejó lo que verdaderamente ocurrió aquellos días, sino lo que Klee querría que hubiera ocurrido… Tras la traducción de las páginas de este diario al castellano, el lector encontrará un relato de Barry Gifford que recrea el supuesto diario de esos mismos días de August Macke (que el artista nunca escribió), en el que volvemos a leer la misma historia que nos relata Klee… con algunas diferencias significativas.
Paul Auster se apropió en su día de diversos episodios de la vida de la artista francesa Sophie Calle para crear el personaje de María en su libro Leviatán. A raíz de este hecho, Calle le propuso a Auster que repitieran el juego, pero invirtiéndolo: le propuso que creara un nuevo «personaje» al que ella misma se acomodaría durante un periodo de su vida. La creación por parte de Auster de este personaje y la crónica de la vida real de ese ser de ficción encarnado por Calle dieron lugar al libro Gotham Handbook. Nueva York: instrucciones de uso, que presentamos por primera vez en castellano dentro de este volumen.
AA. VV.
El juego del otro
Título original: El juego del otro
Enrique Vila-Matas, 2008
Jean Echenoz, 2008
Paul Klee
Barry Gifford, 1991
Paul Auster, 1992
Sophie Calle, 1998
de la traducción de esta conversación, Guadalupe Nettel
de la traducción del texto de Paul Klee, Ismael Gómez, 2010
de la traducción del texto de Barry Gifford, Bernardo Moreno, 2010
de la traducción del texto de Paul Auster, Maribel de juan, 1993
de la traducción del texto de Sophie Calle, Sara Álvarez Pérez, 2010
Revisión: 1.0
01/05/2019
Notas
[1] «¡Ah! ¡No se les debe dar pan!» / «Disculpe, señor, pero es queso» (N. del T.).
[2] «¡Traes a gente, maldito cerdo, que sólo viene a reírse ante mi puerta!» (N. del T.).
[3] Así en el original (N. de la T.).
[4] En Estados Unidos las teclas *69 permiten marcar automáticamente el número de la persona que acaba de llamar (N. de la T.).
[5] En castellano en el original (N. de la T.).
Nota de los editores
ENCIENDO EL TELEVISOR. Antes de que termine el corte publicitario, recibo al menos media docena de exhortaciones dirigidas a un mismo fin: ser yo, ser yo mismo, en definitiva: ser alguien y no otro. Me lo sugieren grandes empresarios del calzado deportivo, del sector del automóvil, de la seductora industria del perfume. Pero ya llevo años persiguiéndome y, con sinceridad, me estoy cansando de correr, ¿no te pasa a ti? Cuantos más esfuerzos hago para llegar a ser yo, mayor es la nada con la que me topo. Diría que, más que ser yo, a lo sumo consigo representarme a mí mismo de modo que todo siga girando. Y para acompañar el giro escribo una nueva entrada en mi blog, completo mi perfil de Facebook, añado alguna tontería en mi Twitter, compro un nuevo detalle para la decoración de mi apartamento, continúo con la personalización de mi coche, sigo buscando editor para mis relatos, vuelvo a tatuarme. Y sin embargo…
Los grandes empresarios del calzado deportivo, del sector del automóvil y de la seductora industria del perfume se reúnen hoy de nuevo con los más acreditados publicistas y, entre otros logros, apuntalan la tonta y cruel fe en un yo que continúa afilando nuestra doliente inconsistencia. Y en ocasiones, se me ocurre pensar, de forma trágica. El lector recordará probablemente la historia, aún reciente, de Alicia Esteve. Alicia recorrió durante meses los platos televisivos y las redacciones de los periódicos, de un extremo a otro del planeta, relatando su historia como superviviente de los atentados del 11—S. Llegó a presidir incluso la asociación de víctimas que se creó en Nueva York a raíz de los ataques. Pero el 11 de septiembre de 2001 Alicia Esteve no estaba en el World Trade Center. Ni siquiera estaba en Nueva York, ni había estado nunca. En 2003 se supo que ese día Alicia asistió en Barcelona a una nueva y aburrida sesión del curso de marketing y publicidad que seguía desde hacía meses. Alicia se suicidó en 2008 y, tras leer sus entrevistas y ver sus declaraciones, no puedo evitar pensar que aquella inmensa impostura fue el último intento de Alicia por abandonar una vida gris y anónima que se consumía en la tiránica ausencia de un supuesto y verdadero yo: un yo que no poseyó Alicia ni poseemos ninguno. Creo que Alicia quiso desesperadamente ser alguien y, a través de su impostura, optó, no sin sentido, por identificarse con la gran tragedia de su tiempo, crear su identidad en relación al gran evento, al acontecimiento sin par.
En oposición a la tiránica consigna de los grandes empresarios del calzado deportivo, del sector del automóvil y de la seductora industria del perfume, buena parte de la literatura y el arte de nuestro tiempo ahonda en el misterio de una identidad personal necesariamente fragmentada, siempre en devenir, gozosa en su propia escala de variaciones. Se olvidan del rentable yo requerido por los anuncios comerciales y deciden recrearse (en el doble sentido del término) en el juego del otro. De esta tendencia —si acaso puede ser definida así— dan prueba y testimonio destacados autores que han elaborado maravillosos artefactos, más o menos literarios o metaliterarios, que juegan con las posibilidades combinatorias ofrecidas por las nociones de «autor», «narrador» o «personaje»; o que nos han presentado rigurosas propuestas narrativas en torno a las ideas del imposible original, el placer de la impostura, la primacía irreductible de la copia, el difícil arte de la imitación o la sana reinvención del plagio. Todos ellos son impostores, pero, a diferencia de Alicia Esteve, en el mejor sentido de la palabra: creadores de la irrestricta pluralidad de todo pretendido yo. La historia de la literatura, por supuesto, está preñada de este tipo de divertimentos, premodernos, modernos y postmodernos.
Ajeno a cualquier propósito antológico, el objeto de este volumen es ofrecer al lector algunas de las aportaciones que nos han resultado más interesantes y sugerentes sobre este tema en el contexto de la literatura reciente. Son propuestas firmadas por cuatro de los escritores referenciales de nuestro tiempo, escritores que nos apasionan. Cuatro autores que pertenecen a una misma generación y ostentan vínculos evidentes, ligados a espacios físicos reales que a través de sus obras se han convertido en lugares míticos para sus lectores: Paul Auster (1947), Jean Echenoz (1947), Barry Gifford (1946) y Enrique Vila—Matas (1948). Y que estarán acompañados para la ocasión por dos grandes artistas de la primera y la segunda mitad del siglo XX: Paul Klee (1879) y Sophie Calle (1953). Con todos ellos podemos iniciar una nueva partida de ese juego tan literario como vital que anticipara el poeta—traficante Arthur Rimbaud: