Prólogo
En el prefacio al vigésimo sexto volumen de sus obras completas, Notas para Sílvia, Josep Pla expresa la esperanza de ver un día reunido en un solo volumen ese libro con El cuaderno gris y Notas dispersas. Con una sorna muy característica, asegura que sería un tomo muy voluminoso, de cuya importancia no se atrevería a responder, pero que tal vez ayudaría a sobrellevar alguna convalecencia complicada.
El presente volumen, más grueso de lo que preveía Pla, que desea a la imaginaria Sílvia a la que dirige el prefacio citado que no le caiga nunca a la cabeza «porque le haría daño», responde, con dos variaciones, a esta aspiración. La primera es que incluye un cuarto volumen de notas publicado por Pla en las postrimerías de su vida, Notas del crepúsculo, que guarda una estrecha semejanza con los otros tres. La segunda es que, con el fin de mantener la homogeneidad del texto, se han excluido tres partes de Notas para Sílvia que difieren claramente del conjunto: las poesías recogidas bajo el título La precaria y habitual poesía, la crónica Madrid. El advenimiento de la República y la guía Grecia. Notas para principiantes escritas por un principiante. En cambio, pese a su aparente heterogeneidad, sí se ha incluido Un infarto de miocardio, por entender que, a diferencia de las poesías, de la crónica y la guía citadas, no rompe la unidad del conjunto y supone un valioso complemento a las notas recogidas en los cuatro libros indicados.
Pla fue un escritor extraordinariamente prolífico. Escribir no le resultaba tan fácil como podría creerse. La precisión y la sencillez a las que aspiraba le exigían gran esfuerzo. En las notas que integran este volumen, se extiende sobre ello en más de una ocasión. Como Samuel Johnson, al que cita a menudo, estaba persuadido de que lo que se escribe sin dificultad se lee sin placer. Pero fue uno de esos raros hombres de los que hablaba Aldous Huxley; alguien que quiso algo intensamente —escribir— y, dentro de ese reducido grupo, de la ínfima minoría capaz de combinar la fuerza de voluntad con una continuidad invariable. El resultado es una obra imponente, cerca de treinta mil páginas de una calidad media indiscutible, en las que conviven dietarios, libros de viajes, biografías, retratos de personajes de la época, artículos, crónicas políticas, tres novelas y algunas narraciones y poesías. Raro es el escritor de relieve, el pintor interesante o el político notable de su tiempo que no comparezcan en un momento u otro en sus libros. Pocas son las capitales europeas y americanas que no visita. Escasos los acontecimientos de su época de los que no da cumplida noticia.
Las notas recogidas en este volumen constituyen el alcaloide de esta vasta obra, su nervio secreto. En él hallamos al Pla más personal, más fiel a sí mismo. Sin las ataduras formales del artículo o del reportaje, libre para ir de un tema al otro a su antojo, sin imposiciones de ninguna índole, Pla se abandona a su curiosidad insaciable, y su pluma, conducida por una pasión voraz por la aventura humana, captura lo que ve con tal precisión que hoy, cuarenta, sesenta, ochenta años después, sigue palpitando llena de vida ante los ojos del lector.
Son notas —nos dice en el prefacio a Notas dispersas— escritas al azar, a veces sobre la marcha, otras veces a largos años de distancia, notas de recuerdos, de reminiscencias, de lecturas, de cosas vistas, de impresiones mantenidas en la memoria durante mucho tiempo. Las recogidas en El cuaderno gris, que se presenta como dietario, están fechadas. Pero en los volúmenes posteriores Pla abandona lo que llama el dogal de la cronología y las imprime «sin ningún orden visible, tal como aparecieron con el paso de los días y de los años», advirtiendo al lector de que fueron escritas muchos años atrás pero sin decir cuándo, salvo en casos muy concretos en los que quiere dejar constancia de la fecha de redacción. Nietzsche prometió no leer a más autores que hubiesen escrito libros de manera intencionada; en cambio, apreciaba a aquellos cuyas ideas habían acabado formando uno impensadamente. Las notas reunidas en este volumen responden plenamente a este ideal.
En ellas vemos al estudiante de derecho que se ve obligado a permanecer en su Palafrugell natal a causa de la epidemia de gripe que asola Barcelona en el año 1921 y al anciano que, en el Mas Pla, la vieja vivienda familiar de Palafrugell, sufre un infarto y ve cómo sus fuerzas van menguando. Al aprendiz de escritor que emprende sus primeras tentativas con un lápiz y un cuaderno sentado sobre una piedra en el camino al faro de Sant Sebastià, buscando el adjetivo preciso a cada pinar, cada sembrado, cada fragmento de mar, y al maestro que juzga las obras de los autores más diversos y que nos ilustra sobre el oficio de escribir o sobre las dificultades de la adjetivación. Al autor localista, amigo de campesinos y pescadores de la comarca, y al corresponsal cosmopolita que ha recorrido Europa y América durante décadas y que es capaz de evocar con la misma precisión el Berlín de entreguerras, el Moscú en los primeros años de la revolución, la Nueva York de los cincuenta y el Buenos Aires del fin del primer período peronista. Vemos al periodista y al lector infatigable, al humorista y al gastrónomo, al retratista y al hombre de ideas, al polemista y al agudo observador de la naturaleza humana.
En su mayoría, son notas escritas de madrugada, en la cama, al hilo de sus lecturas y recuerdos. Habla de las cosas que detesta, de las que le dejan perplejo, de viejos amigos, de las pensiones de su juventud de estudiante y de los hoteles de sus largos años de corresponsal en el extranjero. Habla de los círculos literarios e intelectuales que frecuentó en la Barcelona de los años veinte, de la tertulia del café Colón, de la peña del Ateneo, en la que trató a algunos de los escritores más notables de la época. A caballo de estas lecturas y recuerdos, desfilan por sus páginas todos los grandes de la literatura catalana desde la Renaixença: los naturalistas Joaquim Ruyra y Narcís Oller, los modernistas Rusiñol y Maragall, los noucentistes Eugeni d’Ors y Josep Carner, los compañeros de generación, Josep María de Sagarra, Francesc Pujols —con quienes comparte peña en el Ateneo—, y Salvador Espriu. Pla desliza comentarios sobre su estilo, nos permite asistir a sus conversaciones, verlos como los veía él, saber cómo eran, qué concepción tenían del oficio de escribir. También comparecen en un momento u otro Miguel de Unamuno, Pío Baroja, que solía asistir a la peña del Ateneo cuando estaba de paso en Barcelona, Azorín, Ortega y Gasset. Nos habla de la tertulia político-literaria del Fornos, en Madrid, a la que asistía durante sus estancias en la capital, de Julio Camba, de los diputados y corresponsales extranjeros que la frecuentaban, de los pintores y escultores de su época, de Casas, Joaquim Mir, Sert, Picasso, Miró, Dalí, Manolo Hugué, de arquitectos, de sus amigos de Palafrugell, del paso de las estaciones —el cambio de color de las espigas de trigo en el momento de madurar, la primera noche del año en que canta el ruiseñor—, de los vientos del Ampurdán y de la influencia del clima sobre los estados de ánimo y sobre los cambios de humor de las personas, influencia que siempre juzgó considerable.