Péter Nádas - Libro del recuerdo
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Libro del recuerdo: resumen, descripción y anotación
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Péter Nádas
Libro del recuerdo
Traducción de Ana María de la Fuente
Es para mí un grato deber manifestar que con este libro no he pretendido escribir mis Memorias. Libro del recuerdo es una novela. Era mi intención relatar historias un poco al modo de Plutarco, evocaciones paralelas de ciertas personas en distintas épocas. Y todas estas distintas personas, naturalmente, podrían ser yo sin serlo realmente.
Todos los personajes, nombres, lugares y hechos que aparecen en este libro no deben, pues, considerarse reales, sino producto novelado de intención y fantasía literarias. Cualquier parecido con personas y situaciones reales sería puramente casual.
P. N.
Pero El hablaba del templo de su Cuerpo.
San Juan, 2, 21
La hermosura de mi anómala condición
La última habitación que tuve en Berlín estaba en casa de los Kühnert, en el primer piso de un chalet cubierto de una enredadera de vid silvestre y situado en las afueras, en Schoneweide.
Las hojas de la vid ya se estaban tornando rojas, los pájaros picoteaban el fruto negro: era otoño.
No es extraño que lo recuerde ahora; tres años han pasado, tres otoños, y ya no he de volver a Berlín, no sabría por quién, ni para qué, por eso digo que fue mi última habitación en Berlín, lo sé.
Yo quería que fuera la última, y lo hubiera sido de todos modos porque así lo dispusieron las circunstancias, o el azar, que es lo mismo, me digo ahora para consolarme, mientras cuido un pesado catarro de otoño y mi cerebro no da para más, pero, aun embotado y moqueando, no para de dar vueltas a las cosas esenciales y me trae el recuerdo de aquellos días de otoño en Berlín
Aunque no es que fuera uno a olvidar algo.
Aunque no sé a quién podría interesar esto, aparte de mí mismo.
Por ejemplo, la habitación de la Steffelbauerstrasse en aquel primer piso.
En cualquier caso, no voy a escribir una crónica de viaje; sólo puedo relatar lo que siento como mío, digamos, la historia de mis relaciones amorosas, quizá ni eso, ya que no tengo la pretensión de hablar de hechos que están fuera de mi ámbito personal, aunque no creo que pueda haber hechos más importantes que los personales, que en sí y por sí pueden ser insignificantes y carecer de interés, mejor dicho, no sé si los hay y de ahí que no lo crea, pero me conformo con que esto sea una especie de memoria, una mirada atrás, un relato cargado del dolor y el placer de la evocación, algo que en realidad escribe uno en su vejez, un anticipo de lo que sentiré dentro de cuarenta años, si llego a los setenta y tres y aún soy capaz de recordar.
El resfriado hace que todo se destaque con nitidez; sería una lástima desperdiciar la ocasión.
Podría contar, por ejemplo, que a casa de los Kühnert, de la Steffelbauerstrasse, en aquel barrio del sur de Berlín llamado Schöneweide, es decir, «Hermosa Pradera», situado a unos treinta minutos del centro, de la Alexanderplatz, que, si pierdes el enlace, que es de una puntualidad rigurosa, y tienes que esperar bajo la lluvia, pueden convertirse en cuarenta o en una hora, decía que a casa de los Kühnert me llevó Thea Sandstuhl, sí, Thea.
Ella me buscó aquel alojamiento, mejor dicho, me lo organizó.
Naturalmente, también su recuerdo ha vuelto a mí estos días de resfriado, aunque, por extraño que pueda parecer, no con aquellas notas estridentes con las que tan provocativamente subrayaba ella su personalidad: el jersey rojo y el abrigo rojo, el sempiterno rojo del que se rodeaba, ni las arruguitas de su cara, aquellos surcos pálidos y trémulos que ella no trataba de disimular, pero que soportaba con una crispación que se manifestaba en la rigidez de la nuca y en su manera de alargar el cuello hacia adelante, como diciendo: mirad mi cara, fijaos en lo vieja y fea que soy, fijaos bien, aunque también he sido joven y bonita, ¡ya podéis reíros!, pero nadie se reía, porque no era fea, ni mucho menos, y quizá precisamente esta obsesión por las arrugas fuera la causa de su amor desgraciado; aunque no era esto lo que ahora me venía a la mente, ni tampoco su figura, sentada en su habitación, con las cortinas de muselina blanca, la alfombra roja y el sillón rojo, sino su risa y su llanto, sus grandes dientes de caballo manchados de nicotina, pero no su risa y su llanto del escenario, que en nada se parecían a los de verdad, y sus momentos de perversidad, en los que burlonamente entornaba los ojos y tensaba la seca piel del mentón; y también me acuerdo del árbol del patio de la sinagoga de la Rykestrasse, porque otro de los elementos de su entorno era aquella escuálida acacia, que tenía un letrero clavado en el tronco en el que se leía que estaba prohibido trepar al árbol, ¿y quién iba a querer, treinta años después de la guerra, subirse a un árbol, un viernes por la tarde, en el patio de una sinagoga del viejo Berlín? ¿A quién podía ocurrírsele idea semejante?, y mientras la luz dorada del templo proyectaba en el patio las sombras alargadas de los judíos reunidos en su interior, yo le dije que tenía fiebre, y ella me pasó la mano por la frente con gesto maternal, pero vi en su cara y noté en la mía que ella quería no tanto comprobar si tenía fiebre como tocar mi piel, que aún era joven y tersa.
Y quizá si al principio digo que esto no puede ni pretende ser una crónica de viaje, es porque no quiero que se me compare ni relacione con Arno Sandstuhl, el marido de Thea, que es una especie de escritor de libros de viaje, aunque soy consciente de que el desdén que manifiesto por la inofensiva afición de Arno a viajar por tierras lejanas y luego escribir sus experiencias debe atribuirse a los celos y está totalmente injustificado; aunque es una afición que me hizo desconfiar, ya que allí son pocos los que pueden hacer tales viajes, allí la llamada fiebre viajera se conoce sólo de oídas, en tanto que él, la eminente excepción, ya había estado, si mal no recuerdo, en el Tíbet y hasta en África, no obstante lo cual debo reconocer que mi infundada antipatía no se debía a esta pasajera desconfianza, ni al desdén, ni siquiera a los celos, sino a la maniobra con que Thea, sin proponérselo, naturalmente, había aludido a un capítulo secreto de mi vida.
La primera vez que los visitamos vivían en otro barrio, también de las afueras, me parece que cerca de Lichtenberg, aunque no lo sé con exactitud, porque, desde que conocía a Melchior, adondequiera que fuéramos me dejaba llevar por él, no veía nada más que su cara, su cara que llevaba grabada en la mía, y mi atención no reparaba en cosas secundarias como, por ejemplo, la dirección que llevábamos -mientras viajábamos él me miraba a mí y yo a él-, pero después, cuando Melchior ya había desaparecido de Berlín y también Thea estaba sola, porque Arno se había ido de casa, la encontré por casualidad en el S-Bahn, nos tropezamos en la parada final de Friedrichstrasse minutos antes de la medianoche, «tengo otra vez el coche descacharrado», dijo, como para justificarse; yo salía del teatro y no nos separamos hasta Ostkreuz, donde yo hice transbordo para ir a Schoneweide, porque seguía viviendo con los Kühnert, y ella continuó, de lo que deduzco que debían de vivir por Lichtenberg aquel domingo por la tarde en que los visitamos por primera vez y yo estuve conversando con Arno, como conversan dos escritores, con ponderación, seriedad y aburrimiento.
Esto teníamos que agradecer a una de las manipulaciones de Thea: por su culpa fue tan rígida y ceremoniosa la escena, porque cuando Arno, que llegó con retraso, entró en la habitación y yo me levanté de la butaca para saludarle, ella nos asió a cada uno por un codo, impidiendo con ello que nos estrecháramos la mano, como si quisiera darnos a entender que ella era el nexo entre nosotros, y no contenta con eso, quiso demostrar que teníamos otras cosas en común y dijo: «dos escritores en crisis creativa», aludiendo a un comentario que yo le había hecho en confianza; le parecía tan importante establecer este paralelismo que no tenía reparo en impedir que nos diéramos la mano, porque esta frase me revelaba a mí las tribulaciones de Arno, y a él, las mías, aunque en realidad, con esta descarada doble traición, pretendía ayudar a Arno sirviéndose de mí y, de paso, sellar la unión entre los tres, metiéndonos a él y a mí en el mismo saco; Arno y yo no nos miramos a los ojos, porque a nadie le gusta que le pongan en evidencia, aunque sea con la mejor intención, ni que le muestren un reflejo de sí mismo al que no se parece ni quiere parecerse.
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