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Сергей Пясецкий - El enamorado de la Osa Mayor

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Novela pura de acción, El enamorado de la Osa Mayor ha despertado en sus lectores una pasión y un entusiasmo que aún hoy siguen vivos en todos los rincones del mundo. En parte autobiográfico, y escrito en la cárcel por un bandolero que no tenía la más mínima preparación literaria y a quien se había conmutado la pena de muerte por una de quince años de reclusión, el libro llegó a provocar en la Polonia de 1937 un deslumbramiento tal que incluso llegó a promoverse una suerte de plebiscito para obtener la liberación de su autor. Ha conocido numerosas traducciones —esta es la primera vez que se vierte al español directamente de la lengua polaca—, y en todas partes se recuerda con la coloración del mito. Vista hoy, vigorosa y directa, El enamorado de la Osa Mayor es un libro de lectura tan absorbente como la del mejor Conrad, y deja en el lector el recuerdo de la mejor literatura de aventuras.

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Sergiusz Piasecki

El enamorado

de la

Osa Mayor

Traducción de

J. Sawomirski y A. Rubió

Narrativa del Acantilado 102 EL ENAMORADO DE LA OSA MAYOR TÍTULO ORIGINAL - photo 1

Narrativa del Acantilado, 102

EL ENAMORADO DE LA OSA MAYOR

TÍTULO ORIGINAL: Kochanek Wielkiej Niedwiedzicy

PRIMERA EDICIÓN: julio de 2006

Publicado por:

ACANTILADO

Quaderns Crema, S. A., Sociedad Unipersonal

Muntaner, 462 - 08006 Barcelona

© 1964 by Richard Demel, Trustee Sergiusz Piasecki dec'd Trust

© de la traducción, 2006 by Jerzy Sawomirski y Anna Rubió

© de esta edición, 2006 by Quaderns Crema, S.A.

Derechos exclusivos de edición:

Quaderns Crema, S. A.

ISBN: 84-96489-58-2

DEPÓSITO LEGAL: B. 33.726 - 2006

AIGUADEVIDRE Gráfica

QUADERNS CREMA Composición

ROMANYÀ-VALLS Impresión y encuadernación

Introducción Vivíamos a cuerpo de rey Bebíamos como cosacos Nos amaban - photo 2

Introducción

Vivíamos a cuerpo de rey. Bebíamos como cosacos. Nos amaban mujeres de bandera. Gastábamos a espuertas. Pagábamos con oro, plata y dólares. Lo pagábamos todo: el vodka y la música. El amor lo pagábamos con amor, el odio con odio.

Me gustaban mis compañeros porque nunca me habían defraudado. Era gente sencilla, sin formación. Pero, a ratos, me dejaba boquiabierto lo extraordinarios que podrían llegar a ser. Y, en aquellos momentos, le daba las gracias a la Naturaleza por haberme hecho un ser humano.

Me gustaban los maravillosos amaneceres de primavera, cuando el sol retozaba como un chiquillo, derramando por el cielo colores y centelleos. Me gustaban los cachazudos ocasos de verano, cuando la tierra exhalaba chicharrina y el viento acariciaba con ternura los campos olorosos para refrescarlos.

Me gustaba también el otoño abigarrado, embelesador, cuando el oro y la púrpura caían de los árboles y tejían tapices floreados sobre las veredas, mientras unas neblinas canosas se columpiaban, colgadas del ramaje de los abetos.

Me gustaban también las gélidas noches de invierno, cuando el silencio convertía el aire en una masa pegajosa y la luna meditabunda adornaba la blancura de la nieve con diamantes.

Y vivíamos entre aquellos tesoros y aquellas maravillas, envueltos en colores y centelleos, como niños extraviados que de pronto despiertan en un cuento de hadas. Vivíamos y luchábamos, pero no por unos despojos de existencia, sino por la libertad de ir de un sitio a otro y trabar amistades... En nuestras cabezas bramaban los vendavales, en nuestros ojos jugueteaban los relámpagos, bailaban las nubes y se reían las estrellas. Salvas de carabinas nos daban la bienvenida y nos despedían, muchas veces anunciando una muerte que bailaba impotente a nuestro alrededor sin saber a quién raptar primero.

A menudo, el placer de vivir me dejaba sin aliento. De vez en cuando, los ojos se me empañaban sin que viniera a cuento. De vez en cuando, alguien soltaba una imprecación soez y, al mismo tiempo, me obsequiaba con una sonrisa infantil y me tendía una mano callosa y fiel.

Se pronunciaban pocas palabras. Pero eran palabras de verdad, que yo podía entender fácilmente a sabiendas de que no eran juramentos ni palabras de honor y, por tanto, podían darse por seguras...

Así los días estúpidos y las noches alocadas, que Alguien nos había regalado en recompensa de algo, galopaban entre serpenteos de colorines.

Y, por encima de todo aquello, por encima de nosotros, de la tierra y de las nubes, en la zona norte del cielo, corría el extraño Carro..., reinaba la magnífica, la única, la embrujada Osa Mayor.

De ella, de nosotros, los contrabandistas, y de la frontera habla esta novela, que ha nacido entre el dolor y la añoranza de la belleza que se esconde en la Verdad, en la Naturaleza y en el Hombre.

1946

PRIMERA PARTE

BAJO LAS RUEDAS DEL CARRO

La lluvia nos baña en la frontera,

el astro rey nos seca y da calor;

el bosque del disparo atrinchera,

el viento ensordece el rumor.

(fragmento de una canciónde contrabandistas)

I

Fue mi primera ruta. Éramos doce: yo, nueve contrabandistas más, el «maquinista» Józef Trofida, un guía viejo y fogueado que iba a la cabeza de la cuadrilla, y un judío, Lowa Cylinder, que tenía a su cargo la mercancía. Las portaderas no pesaban mucho, treinta libras cada una, pero hacían bulto. Matuteábamos mercancía cara: medias, bufandas, guantes, corbatas, peines, tirantes...

Sumidos en la oscuridad, nos acurrucamos en un desagüe largo, estrecho y húmedo que corría por debajo de un alto terraplén. Por encima, un camino unía Raków con el sureste. Detrás, titilaban los fuegos de Pomorszczyzna. Enfrente, la frontera. Reposamos un rato. Los muchachos, agazapados dentro del desagüe, fumaban el último cigarrillo antes de ponerse en marcha, escondiendo el ascua en la manga del chaquetón. Fumábamos sin prisas, aspirando el humo con avidez. Algunos ya habían atacado precipitadamente el segundo cigarrillo. Estábamos en cuclillas, con la espalda apoyada contra la pared húmeda del desagüe y llevábamos a cuestas grandes portaderas atadas con correas a modo de mochilas.

Yo estaba sentado en un extremo. A mi lado, cerca de la boca del canal, se vislumbraba sobre el fondo oscuro del cielo la silueta borrosa de Trofida. Volvió hacia mí la mancha blanquecina de su rostro y me susurró con voz ronca, como si estuviese acatarrado:

—No te apartes de mí... ¿Entendido?... Y otra cosa importante... Aunque nos obliguen a correr, pies para qué os quiero..., ¡no sueltes la portadera por nada del mundo!... ¡Pon los pies en polvorosa con la portadera a cuestas!... Si los bolcheviques te trincan sin portadera, te endiñarán espionaje...; y entonces, ¡se acabó la fiesta!... ¡Te mandarán al otro barrio!...

Asentí con un gesto de la cabeza, dándole a entender que lo había comprendido.

Pocos minutos después, retomamos el camino. En fila india, cruzamos a hurtadillas un pequeño prado contiguo al cauce de un arroyo seco. A la cabeza caminaba Trofida. De vez en cuando se detenía. Entonces, nosotros nos deteníamos también y, aguzando el oído y la vista, examinábamos la oscuridad que nos rodeaba.

El atardecer era caluroso. Las estrellas brillaban encapotadas sobre el fondo negro del cielo. Yo cuidaba de mantenerme muy cerca del guía. Nada distraía mi atención. Como no era capaz de distinguir gran cosa, lo único que me importaba era no perder de vista la mancha gris de la portadera que colgaba de los hombros de Trofida... Clavaba en ella la mirada, pero, en la oscuridad, más de una vez no calculé bien las distancias y me di con ella en el pecho.

Enfrente, a lo lejos, divisé un fuego. Trofida se detuvo; me encontré a su vera.

—¿Qué es esto? —le pregunté por lo bajinis.

—La frontera... está ahí mismo... —susurró.

Se nos acercaron algunos de los muchachos. Yo no lograba distinguir el resto de la partida. Nos sentamos sobre la hierba húmeda. Trofida desapareció en la oscuridad: había ido a reconocer el paso fronterizo. Al volver, dijo a media voz y —así me lo pareció— con alegría:

—¡Venga muchachos, moved el culo!... Los militronchos duermen como ceporros...

Proseguimos la marcha. Caminábamos bastante de prisa. Yo estaba algo nervioso, pero no tenía ni pizca de miedo, tal vez por no ser consciente de los peligros que corríamos. Aun así, el silencio, aquel séquito misterioso y la mera palabra «frontera» me excitaban.

De repente, Trofida se detuvo. Me paré a su lado. Durante unos minutos permanecimos inmóviles. Después, el guía hizo un ademán amplio como si cortara el aire de norte a sur y soltó en voz baja: «¡La frontera!». Y, a continuación, se puso en camino. Le seguí sin acusar el peso de la portadera. Me concentraba en no perder de vista el rectángulo gris de la portadera que se dibujaba delante de mí. Volvimos a reducir la velocidad de la marcha. Olí el peligro, pero no supe adivinar cuál. El guía se detuvo. Aguzó las orejas un largo rato. Después, retrocedió, esquivándome. Quise seguirlo, pero me dijo: «¡Espera!» Volvió enseguida. Le acompañaba el Rata, un contrabandista de estatura mediana, flacucho, muy atrevido y avispado. Venía sin la portadera, porque uno de los compañeros se la había cogido por un rato. Se detuvo a mi lado.

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