Michel Onfray - Teoría del cuerpo enamorado
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- Libro:Teoría del cuerpo enamorado
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2000
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Teoría del cuerpo enamorado: resumen, descripción y anotación
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Dejad que el gran viento en donde tiemblo se una a la tierra donde crezco.
René Char, El desnudo perdido.
En el fondo de este libro subyace no tanto una teoría sobre el sexo propiamente dicho cuanto una apuesta por una disposición sexual libre, centrada en la acción y, por tanto, con implicaciones éticas y políticas. Michel Onfray no ha tratado el erotismo con la penetración literaria de Bataille, ni ha reseñado las formas de la sexualidad como Foucault, pero ha aprovechado las lecciones de ambos. Su intención ha ido dirigida a promover un tipo social de eros que se desprenda de las múltiples trabas a las que el cristianismo y la sociedad normalizada lo tienen sometido.
De Bataille ha aprendido la experiencia del exceso y del gasto que nos saca del mundo instrumental y nos arroja, desnudos y a la intemperie, al ámbito sagrado de la intimidad. En la experiencia íntima del eros, los cuerpos enamorados descubren su inmanencia más radical y propia. Ese descubrimiento es desgarrador y negativo porque no hay comunicación ni intercambio plenos de la intimidad de cada cuerpo; sin embargo, de ese desgarro que indica el exceso propio de cada cuerpo y al que cada cuerpo enamorado se entrega, puede nacer una afirmación. Esa afirmación es el amor, «experiencia de la condición misma de la inmanencia como imposibilidad radical de la plenitud» (Savater) —o sea, de la ilusión de cualquier trascendencia, moral o metafísica—; experiencia que en el goce de ese desgarro imposible de ser convertido en algo útil nos devuelve la soberanía de la que podemos gozar los hombres y las mujeres, es decir, la libertad de no verse reducidos a la mera funcionalidad del cálculo, las identidades, las cosas.
De Foucault y sus tres volúmenes sobre la Historia de la sexualidad, Onfray se ha servido para rastrear sin complejos académicos la cuestión del eros en la Antigüedad clásica. De hecho, la práctica totalidad de autores que propone como modelos de una sexualidad libre pertenece al mundo grecorromano: Demócrito, Diógenes, Aristipo, Epicuro, Lucrecio, Horacio, Ovidio. Dice Foucault, en La voluntad de saber, primer tomo de su historia de la sexualidad: «En Grecia la verdad y el sexo se ligaban en la forma de la pedagogía, por la transmisión, cuerpo a cuerpo, de un saber precioso; el sexo servía de soporte a las iniciaciones del conocimiento». Este saber precioso era un saber magistral que se enseñaba a través de la experiencia y no del mecanismo torturador de la confesión: allí donde el secreto era el placer, la culpabilización hizo público el secreto y lo mutiló. Así se pasó, con el cristianismo, de la ars erótica a la scientia sexualis que modernamente no ha dejado de proseguir su tarea fiscalizadora hasta el punto de que «los nuevos procedimientos de poder funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control, y que se ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y sus aparatos». Lo que Foucault intenta criticar no es tanto la consabida represión del sexo cuanto la producción social de una determinada disposición sexual, controlable y económica: creo que contra este dispositivo dirige Michel Onfray su erótica solar y trágica, su propuesta de celebrar los placeres inútiles contra el trabajo obligatorio. Es a lo que se refiere Foucault cuando acaba señalando: «Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres».
Hasta aquí los antecedentes inmediatos al libro de Michel Onfray. ¿Dónde reside la novedad de su trabajo, qué es lo que aporta de nuevo esta Teoría del cuerpo enamorado? La propuesta de Michel Onfray consiste en haber recuperado el bagaje intelectual aquilatado por autores modernos como Bataille y Foucault, insertándolo en una perspectiva materialista y atea que se sirve del bestiario fabuloso de la Antigüedad para escenificarla y desarrollarla. Sobre todo hay una reivindicación del epicureísmo como casi la única tradición de pensamiento y acción que podemos oponer al platonismo y su versión popularizada: el cristianismo. Pero Onfray, que conoce bien estas tradiciones, ha querido aumentar la potencia subversiva y gozosa del epicureísmo, fecundándolo con las ideas anticonvencionales de un Diógenes, el hedonismo de un Aristipo de Cirene o el arte de vivir de los poetas elegíacos romanos. Todo ello desemboca en una apuesta por el libertinaje como uso más amplio y más intenso de la libertad de goce sexual y, por extensión, de libertad política: ya en otro de sus libros (Politique du rebelle) Onfray se servía de un antiguo apotegma del siglo XVII para definir al libertino como «aquel hombre de bien que no sabría arrodillarse y que es enemigo de todo lo que se llama servidumbre».
En cuanto al uso del bestiario filosófico, los dardos incendiarios del autor de esta Teoría del cuerpo enamorado se dirigen a la ostra celestial y perfectamente acabada, al elefante monógamo y a la abeja gregaria. En oposición a estos animales del sexo reproductor y socialmente útil, Onfray elige al pez masturbador, al cerdo regocijado y al erizo solitario como emblemas del eros ligero que propone. Como se ve, la disposición del libro es triple: por una parte, hay una genealogía del deseo, en la que primero se critica la noción de falta que nos somete a la avidez de encontrar nuestra media naranja, y en la que, más adelante, se incide positivamente en la idea del exceso como verdadero paradigma del deseo que nos constituye y que pide ser dilapidado. Aquí se enfrenta el pez cínico a la ostra platónica. Luego hay una lógica del placer en la que primero se destripa el concepto del ahorro que codifica el sexo en formas ascéticas y cristianas y en la que, más adelante, se le opone la idea de gasto como auténtico motivo del placer sexual, lúcidamente vinculado a la pura inmanencia de los cuerpos. Aquí la manada de los cerdos borra jubilosamente las tristes huellas de la pareja paquidérmica. Finalmente hay una teoría de las disposiciones, en la que Onfray ataca en primer lugar al gregarismo social basado en el instinto familiarista y comunitario para elegir, inmediatamente después, el contrato libertario que une a cuerpos voluntariamente dispuestos al disfrute sin cálculo de sus respectivos deseos desbordantes. Aquí el pequeño erizo soltero se alía con otros erizos en círculos invisibles a la ceguera instintiva de la colmena donde trabaja y se organiza la abeja.
Michel Onfray es hoy en día uno de los pocos intelectuales franceses que esquiva prudentemente la pedantería al uso de los cenáculos parisinos que siguen vendiendo pastiches urdidos con todos los tópicos de las últimas décadas. En su variopinta obra hay una apuesta personal por la filosofía que devuelve su sabor y su entraña a esos manoseados tópicos. Y cuando digo apuesta personal por la filosofía me refiero a la voluntad deliberada del autor de inscribir sus ideas en su existencia, de convertir la filosofía en una manera de vivir. Michel Onfray es un «filósofo original» en un sentido antihegeliano no porque su aportación intelectual sea especialmente novedosa, o heterodoxa o se centre en cuestiones específicas que vienen a desmontar el entramado bendecido del acontecer diario (aunque, desde luego, su aportación no se inscribe en ninguna teodicea), sino porque lleva a cabo su tarea de la forma apasionada y comprometida que define a aquellos que en su día tomaron la decisión de transformar su vida en una vida de actividad filosófica, más allá del ejercicio profesoral. Insisto en que Onfray no es ajeno a la moda remendadora que recorre a la intelectualidad actual francesa, pero a diferencia de tantos otros figurines, el autor de este libro pretende hablar en serio sin perder el humor.
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