SINOPSIS
Crónica de un profesor en secundaria es exactamente lo que indica su título: el relato de los hechos que, a lo largo de un curso, llenan la vida laboral de una persona que trabaja enseñando en un instituto. Este relato, pues, nos ofrece un testimonio de primera mano de lo que supone para un profesor (de lengua y literatura castellanas, por ejemplo) ejercer su oficio en un centro público de enseñanza secundaria. El trato con los alumnos y con los colegas; las decisiones personales y las reuniones de claustro; los problemas de método y de disciplina y las deficiencias manifiestas del sistema; las clases, las salidas, los exámenes, las evaluaciones, todo esto y mucho más queda reflejado en este libro necesario. La descripción del transcurso de cada trimestre, la narración de las anécdotas del día a día y los momentos de reflexión se acompasan, en esta crónica, para articular una visión personal, compleja y significativa de un mundo que nos interesa y nos afecta a todos.
Toni Sala
Crónica de un profesor en secundaria
El mundo de la enseñanza desde dentro
Traducción de Eva Muñoz
ediciones península
Ser profesor de instituto desimprime carácter. No sé si por el trato pedagógico con la adolescencia, la edad en que el mundo y las acciones se suponen divididas en buenas y malas, o por una propensión previa que inclina a ciertas personas moralmente poco desarrolladas hacia la docencia juvenil...
xavier bru de sala , «Primarios morales»
( El País , de julio de 1999 )
A los profesores
aviso . Los nombres de alumnos y profesores son inventados y las anécdotas han sido reelaboradas.
PRIMER TRIMESTRE
Te destinan a una población donde nunca antes habías puesto los pies. Aterrizas en el corazón de una ciudadanía, en el tuétano de la parte sensible: la juventud en formación.
Éste será mi sexto año como profesor de Lengua y Literatura de secundaria en la enseñanza pública.
Hasta finales de agosto no he sabido a dónde se me destinaba.
El día de septiembre, los profesores hacemos acto de presencia en los institutos. Dedicaremos las dos semanas que faltan para que empiece el curso a prepararlo, pero nos tendremos que mover en una cierta provisionalidad hasta que no estemos todos. Faltan por llegar los profesores interinos—profesores sin oposiciones—, que no sabrán a dónde se les destina hasta alrededor del día de septiembre. Algunos conocerán el destino veinticuatro horas antes del inicio del curso o incluso después, una vez comenzado.
En Cataluña hay cerca de cuarenta mil profesores, unos tres mil de Lengua Castellana. Hay más de quinientos centros públicos de enseñanza secundaria. Me han enviado a este pueblo de la costa porque está lejos de las capitales y el tren no llega aquí. En relación con otros emplazamientos, no hay demasiadas peleas para venir a trabajar a este instituto.
El instituto está delante de una plaza dura que cubre un parking. En un ángulo de la plaza hay un gran carrusel que gira sobre sí mismo, lentamente. Septiembre. Los turistas se pasean por las calles en pantalón corto. La realidad del instituto se superpone a la realidad de las vacaciones, como si una de las dos funcionase a destiempo. Hay grupos de extranjeros en las aceras. Algunos se sientan encima de las maletas. Esperan a que vengan a recogerles para reexpedirles hacia sus países. Van pasando autocares.
El primer día de presentarme a un equipo directivo y unos profesores desconocidos es muy parecido al primer día de dar clase a un alumnado nuevo. ¿Cómo me irá con esta gente? ¿Saldré adelante? ¿Estaré a la altura? Es el primer contacto con una serie de personas con las que trataré a diario, durante diez meses. No será extraño que alguna de estas personas que aún no conozco haya de recordarla después toda la vida, tampoco vivimos tantos años.
Los flujos, meandros, remolinos y saltos de agua, el discurrir del curso, dependerá principalmente de cómo encaje entre unos determinados profesores y alumnos. Trabajo sobre personas, como los médicos, como los jueces, como los guías turísticos o el personal de las prisiones...
Llego al centro con la sangre removida por el miedo y la ilusión. La noche antes, me ha costado dormirme. Se me han abierto los ojos de madrugada, he empezado a revolverme en la cama, me he enredado con las sábanas y he quedado preso y angustiado como una momia viva. Me he levantado, he ido al lavabo y entonces he recordado qué me sucedía: al día siguiente empezaba. Cada año es igual. La noche antes de la primera clase volverá a pasarme lo mismo.
El instituto ocupa unos locales del ayuntamiento que han sido habilitados para dar clases. En la secretaría se hacen las primeras presentaciones. Apretón de manos con los hombres, besos en las mejillas con las mujeres. La administrativa del centro me pide que le rellene un impreso. El conserje me da la llave de las aulas.
—Cuando los alumnos no están, las aulas tienen que estar siempre cerradas con llave—me dice.
Constantemente entran y salen personas de secretaría. En un determinado momento, aparece el director del centro. La administrativa nos presenta. Le doy la mano.
El director es profesor de Lengua y Literatura Castellanas, como yo. Es un hombre corpulento, que impone. Un aspecto muy adecuado para un director de instituto, pienso, siempre que sólo sea eso: el aspecto. Tengo mis ideas sobre las virtudes de un director.
—Algún día nos construirán el instituto—me comenta—. De momento, hay lo que hay. Si me acompañas, haremos una visita guiada.
Le sigo. Me enseña los departamentos, la sala de profesores, los lavabos y las aulas. Son unas aulas desiguales, irregulares, de techo alto, distribuidas en dos pisos, con pasillos laberínticos, o me lo parece.
El hombre tras la mesa llena de papeles escritos, concentrado en la pantalla del ordenador, con el índice sobre un impreso al que de vez en cuando echa un vistazo, es el jefe de estudios. En seguida me hace notar algo que yo ya había descubierto por mi cuenta:
—Este instituto es de los pequeños.
Estamos solos en el despacho de dirección.
—Menos mal que sólo damos ESO y bachillerato y no tenemos ningún ciclo formativo: no cabría.
Me mira, abre una carpeta azul y empieza a revolver los papeles que hay dentro.
—¿Cuántos profesores somos?—le pregunto.
—Si no hay cambios de última hora, treinta y dos. Treinta y dos profesores para unos trescientos alumnos. Tenemos dos grupos-clase para cada uno de los cuatro cursos de ESO, y después, en bachillerato, un grupo-clase en primero y otro en segundo.
—Ya me va bien. Prefiero los institutos pequeños.
Levanta la mirada y asiente con la cabeza:
—Dímelo a mí, que soy el jefe de estudios. En un centro pequeño, el alumnado es más controlable. Son más conscientes de ellos mismos... El descontrol tiene un crecimiento exponencial. Pero el gran problema de este instituto es el espacio. Es un instituto pequeño.
—Por lo menos no son barracones.
—De acuerdo. Pero no tenemos patio, ni ningún tipo de instalación deportiva—dice, mientras vuelve a hurgar en la carpeta—. Los chavales tienen que hacer gimnasia en el pabellón municipal, en la otra punta del pueblo. No hay derecho. El día que falta el profesor de Educación Física los alumnos no pueden ir al pabellón, y entonces no sabemos dónde meterlos, porque aquí no nos queda ni una sola aula disponible para un caso de necesidad. ¡No me digas que esto es normal! Tenemos todas las aulas ocupadas, todas las horas. De hecho es un milagro que podamos funcionar. Te lo digo yo, que me ocupo de la distribución de las aulas.
—Y entonces, ¿qué se hace si un día falta el profesor de Gimnasia?
—Les hacemos pasar la hora en el patio.
—Pero ¿no me has dicho que no hay patio?