LAS CLASES DE HEBE UHART
LILIANA VILLANUEVA
14. LA CRÓNICA DE LA INFANCIA
Temas para los que empiezan a escribir. Desarrollar la tensión interna del que escribe. Guiar un recuerdo. En la infancia todo se da por primera vez. La resonancia de las palabras. La óptica de los niños. No aferrarse a un recuerdo. No contar todo. La adherencia a lo real. Los suburbios del texto. Situarse en una edad y quedarse ahí. Los personajes de Chéjov hablan por él. Se escribe con una carga atrás. Primeros recuerdos de infancia. La inoperancia de los padres. Repercusiones de los actos de los adultos en los niños.
La crónica de la infancia es un buen tema para el que comienza a escribir. Uno es su propio personaje pero no es el mismo, porque se ubica en otro tiempo y en una edad determinada. Como tema, la infancia sirve para desarrollar la tensión interna del que escribe. Estoy atenta a un recuerdo y lo guío. Para esto, el que escribe debe involucrarse en la historia y mantener el asombro de los niños: en la infancia todo se da por primera vez.
Para el niño es importante la resonancia que tienen las palabras de los adultos. Si la madre dice “noche trágica”, esto va a tener un impacto fuerte y con consecuencias que más tarde habrá que elaborar. Los hechos, como la muerte de un familiar, un casamiento, un nacimiento, tienen diferentes repercusiones y significados distintos en los chicos que en los mayores. La óptica de los niños es muy diferente y hay que escribir desde ahí. Tampoco hay que aferrarse al recuerdo y querer contar todo. La adherencia a lo real no es buena. Hay cosas que uno piensa pero no escribe, son los suburbios del texto.
La crónica de la infancia debe situarse en una edad determinada y sólo ahí. Los chicos quieren asombrar y alegrar a los adultos y agrandan todo. Los juegos también van cambiando, el juego que antes se hacía con seriedad y con concentración a los 6 años, ya no tiene el mismo sentido a los 12. No debo moverme de la edad que elegí para contar un recuerdo, propio o ajeno. En “Vanka”, Anton Chéjov se queda en la mentalidad de un chico de nueve años que le escribe a su abuelo. En esas cartas, el chico le cuenta de su vida como aprendiz de zapatero y cuando al final quiere enviar la carta, escribe en el sobre: “Al abuelo, en el pueblo”. Es un final terrible, porque sólo el lector sabe que esa carta nunca podrá llegar a destino. Chéjov no abusa del dramatismo y deja que sus personajes hablen por él.
Cuando escribo, no lo hago sola, sino con una carga atrás. Mi experiencia y mi herencia familiar me descargan del narcisismo y del ego: yo soy parte de ellos. No hay que escribir pensando que los familiares se reconozcan ni en “manchar la memoria” de la familia, porque esos miedos perturbarán la armonía que tengo cuando recurro a una idea o a un recuerdo. La persona, el personaje, aparecen bajo otro aspecto. Si lo cierro, lo niego o lo neutralizo, debo preguntarme al servicio de qué lo hago. Seguramente, sólo se trata de preconceptos: si me protejo mucho no puedo escribir.
No hay una realidad, todo es una perspectiva. Quien trató muy bien ese tema sin privarse de nada fue Alicia Steimberg en Músicos y relojeros: “cuando la abuela migró de Kiev a Buenos Aires tenía once años. La mandaron a la escuela y aprendió muy bien el castellano. Cantaba tangos como un pájaro enfermo: Cicatriiiiiiices (trino) Imborrables de una heriiiiiiida (trino). Nunca hablaba de cómo llegó a casarse con el abuelo. Una a una fue pariendo a sus hijas, con toda facilidad”.
Los primeros recuerdos de la infancia, hasta los cuatro o cinco años, son interesantes para escribir. También es interesante cuando los niños toman conciencia de la inoperancia de sus padres como, por ejemplo, si son incapaces de dosificar un medicamento. Las desatenciones, los descuidos, las actitudes infantiles en los mayores son también objeto a observar. Los niños no entienden por qué los grandes están siempre apurados o cómo saben lo que saben. ¿De dónde le sale el conocimiento al adulto?, se pregunta el chico. No puede imaginarse. En la crónica de la infancia hay que observar las posibles repercusiones de los actos de los adultos en los niños.
15. LA CRÓNICA DE VIAJE
Una experiencia común. Un género muy libre. Lo que uno ve y lo que piensa. Lo que habla del lugar. Cada lugar configura un lenguaje. Percibir en la lengua otra forma de pensar. Vaciarse de sí mismo. Observar con calma, a media rienda. Pueblos o ciudades. Los cambios a diferentes horas del día. La tónica de los barrios. La especialización de las calles. Lo particular de un lugar. Viajeros del siglo XIX. La digresión de la crónica. Viajar me obliga a escribir. Qué me lleva a un lugar. Viajando se ven las diferencias. Incas, aymarás, huichís y mapuches. Pastorear por América Latina. Lo que a uno le queda de los viajes. No es necesario verlo todo. El mito del turista y el viajero. Rescatar el lenguaje. Observar costumbres raras.
Lo interesante en los viajes es que el tiempo es otro y también nosotros somos otros. El viaje es una experiencia común, todos hemos viajado, más cerca o más lejos, y siempre tenemos algo para contar. En la escritura, la crónica de viaje es un género muy libre porque se puede mezclar la ficción con el ensayo, decir lo que uno ve y lo que piensa. No tiene las leyes más estrictas del cuento o la novela. En la crónica de viaje se combina todo: las reflexiones, los sentimientos, la observación o la declaración. Se puede pasar de la información general a la información precisa.
Hay personas que se interesan por las piedras o las montañas; otros, por la historia o por determinados saberes. Los viajeros del siglo XIX, como Alexander von Humboldt o Sarmiento ponían de todo: botánica, zoología, tradición, la temperatura, el precio del trigo. Eran omnipresentes y omniscientes. Había en ese siglo un afán didáctico, pero uno puede poner sólo lo que le interesa y nada más.
A mí me llaman las personas, la forma en que hablan, las expresiones de la lengua, los letreros, todo lo que me dice cómo es un lugar. Con el tiempo y con los viajes uno va generando una intuición, sabe que va a cierto lugar porque hay algo que le va interesar. Entonces desarrolla una observación especial para saber lo que va a sacar de ahí, qué va a escribir y dónde se va a sentir cómodo. Yo, por ejemplo, sé que los lugares muy grandes me abruman. Me gustan los pueblos chicos, de campo. La gente de campo tiene un saber que yo no tengo. Cada lugar configura un lenguaje y lo interesante es percibir en la lengua una forma de pensar. Uno aprende mucho hablando con la gente del lugar. Hay que ver cómo es el sistema de pensamiento y de sentimientos y cómo cambia por zonas. Un serrano no piensa como un porteño. Las ciudades grandes engendran deseos: quiero ir a comer, al cine… en un pueblo te hacés bicho bolita: no se puede hacer nada. En un pueblo la gente vive con una economía de subsistencia.
El trabajo mayor para poder ponerme en el lugar del otro es vaciarme de mí mismo. No es fácil vaciarse de uno mismo, siempre estamos con sensaciones de amor u odio por algo, con preconceptos y prejuicios. Todo eso obtura la posibilidad de mirar y escuchar. El trabajo consiste en observar con calma, hay que estar a media rienda, ni deprimido ni exaltado. La crónica de un lugar o de viaje consiste básicamente en saber ver y escuchar. El primer día es todo nuevo y hay que observar con atención la relación de la persona que viaja con el lugar. Un pueblo pequeño se capta en un solo golpe de vista; las ciudades requieren de otro tiempo y otros conocimientos.
Gógol escribe sobre la Avenida Nevsky de San Petersburgo y observa los cambios que se dan en las diferentes horas del día. Los ruidos y los movimientos son distintos según en qué hora uno visite el lugar. Una calle se transforma cuando los primeros negocios abren. En primavera la gente está más contenta y lo manifiesta haciendo más ruido, se da una expansión. De la avenida Nevsky, Gógol decía: “Es el único lugar adonde la gente va porque así se le antoja, no por necesidad”.