Publicado por HarperCollins Español® en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.
HarperCollins Español es una marca registrada de HarperCollins Christian Publishing.
© 2014 por W. Garth Callaghan
Publicado por HarperCollins Publishers.
Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro—, excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.
C uando mi hija era bebé, solía ponerla a dormir meciéndola en la cuna que con todo nuestro amor habíamos instalado en su cuarto. Mi esposa, Lissa, pasaba muchas horas alimentándola, de modo que yo pensaba que lo menos que podía hacer era mecerla para que se durmiera. Para ser sincero, aquellos minutos para mí eran preciosos. Los pequeños sonidos que hacía cuando estaba entregándose al sueño, la forma en que me maravillaba observando sus deditos tan bien formados, esas pestañas milagrosas cubriendo sus ojos, el coqueto pliegue de sus labios. Ese era mi tiempo. Mecerla, pensar, disfrutar.
Lucy, la perra de la familia, acostumbraba a acurrucarse en la alfombra junto a nosotros. Quería mucho a Emma y buscaba estar en la habitación donde su «hermana» se encontrara.
Una vez, cuando Emma se acercaba a su primer cumpleaños y todavía me permitía que la meciera, miré a Lucy. No sé lo que me hizo pensar en eso, pero de alguna manera me di cuenta de que un día tendría que explicarle a Emma que Lucy había muerto. En ese momento, Lucy tenía tres años de edad y dada la longevidad de los perros, pensé que en su octavo cumpleaños tendría que romperle el corazón a Emma con la noticia. De alguna manera habría de encontrar las palabras para explicarle por qué Lucy ya no estaba con nosotros.
El pensamiento me hizo llorar. En ese momento no tenía ni idea de cómo manejaría la situación cuando se presentara. Aunque me sentía el hombre más feliz por compartir con ella las alegrías de la vida, el solo pensamiento de abrirle los ojos a lo trágico… No, gracias.
Nunca pensé que llegaría el día cuando tendría que sentarme con ella cuatro veces para decirle que su papá tenía cáncer. ¿Mentirle por cuatro veces tratando de prometerle que sobreviviría? No. Ahora sé que este cáncer me va a matar. Que es solo cuestión de tiempo. Por supuesto, quiero vivir mucho más, pero hace poco los médicos me han dicho que tengo un ocho por ciento de probabilidad de sobrevivir cinco años.
Emma tiene ahora catorce años. Tengo un ocho por ciento de probabilidad de verla graduarse de la secundaria.
Me resulta casi imposible escribir estas palabras. Hay momentos en que no puedo enfrentar la realidad del final de mi vida. No temo a la muerte. Si no tuviera a Emma, podría decir tranquilamente: «Bueno, ha sido una buena aventura». Pero no puedo soportar la idea de dejar a mi niña, de no estar para verla crecer, para darle orientación y consejo, risas y chistes. Para ser su papá.
Por lo tanto, he tenido que encontrar otra manera. No sé cuánto tiempo me queda. Pero he descubierto la forma de comunicarle todos los días lo cariñosa que es, lo mucho que la apoyo y cuánto me preocupo por cómo se está desarrollando. Le escribo en servilletas sus «Notas de amor», las que deposito cada mañana en su lonchera.
Comparto este libro porque ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo nos queda. Sí, nos paseamos por este planeta con la idea de que somos invencibles, pero todos sabemos que la vida se nos puede ir en cualquier momento. Tengo el «don» de darme cuenta de que, para mí, el fin está llegando. Puedo tomarme el tiempo para examinar mi vida y decirles a las personas que quiero lo mucho que las aprecio. Es lo único que importa. La casa, la cuenta bancaria, las habilidades, la profesión, nada de eso es importante. Lo que vale son las relaciones duraderas que construimos. Eso es todo.
Este libro es un llamado. Un llamado a despertar. A conectarse. A compartir sus sentimientos. A hacer esa llamada telefónica. A escribir esa nota. Porque soy muy consciente de la fragilidad de la vida y de lo importante que es dedicar tiempo para conectarse con aquellos a quienes amamos cuando todavía estamos presentes, cuando todavía podemos hacerlo.
Querida Emma: no puedes robarte la segunda base si todavía tienes el pie en la primera. Te amo. Papá.
CAPÍTULO 1
Todo comenzó con una servilleta
D oblé lentamente la servilleta y la coloqué en la lonchera de Emma. Mis notas se han inclinado últimamente hacia temas relacionados con el béisbol. Emma se ha convertido en una ávida jugadora de sóftbol y me encanta usar estas analogías. Me considero un ladrón de bases, siempre en busca de una nueva oportunidad, listo para ver qué nuevas direcciones podría tomar la vida. Pero hubo una ocasión cuando arrastré los pies. No estaba listo para correr a la segunda base, a pesar de que eso era lo que mi equipo necesitaba.
Mi esposa, Lissa, es cinco años mayor que yo. Siempre me he considerado afortunado de que se hubiese fijado en mí, un mozalbete, para que fuera su compañero de vida. (Curiosamente, mi mamá es cinco años mayor que mi papá). Uno de los retos de estar casado con alguien que es mayor es que uno tiene que madurar con más rapidez. Por ejemplo, fui el primero entre mis amigos en tener mi propia casa. Me casé bastante antes que cualquiera de ellos. El ser un espécimen todavía en proceso de crecimiento era una lesión que no dejaba de punzarme.
A principios de 1999 Lissa se me acercó y me dijo, sin ambages: «¡Ya es hora!». Estoy seguro de que hubo más reflexión y análisis para llegar a esta declaración, pero esas tres palabras lo resumían todo. Era hora de que tuviéramos hijos. Yo solo tenía veintinueve años, pero ella tenía treinta y cuatro. Y no se podía esperar más. Habíamos estado casados solo un par de años y yo no estaba seguro de que estuviera preparado para el siguiente paso. Había orado mucho por una hija, pero pensando en más adelante, cuando estuviera listo.
Yo sabía que Lissa estaba hablando en serio. Para ser sincero, tengo que reconocer que entrar en esta aventura me depararía no pocas satisfacciones. Por otra parte, me daba la impresión que, que hoy en día, todo el mundo necesita algún tipo de asesoramiento sobre la fertilidad, por lo que probablemente no habría un embarazo inmediato. Tendría tiempo para prepararme.
Aunque así ocurrió, no pasó mucho tiempo antes que Lissa quedara embarazada. El comienzo de la aventura había terminado más rápido de lo que yo esperaba. Estaba enfrentando mi condición de padre.
Los siguientes ocho meses y medio fueron una ráfaga de actividades y de preparación. Asistimos a todo tipo de cursos. Buscamos un pediatra. Pasamos innumerables horas en las tiendas mirando todo lo que tuviera que ver con bebés. Acondicionamos la casa y le preparamos su cuarto. (Un consejo para los futuros papás novatos: Si van a construir una cuna, háganlo dentro del cuarto del bebé. A mí me fue tan bien ¡que tuve que hacerla dos veces!).
Y, por supuesto, hemos leído todos los libros de nombres de bebés publicados en Estados Unidos. A mi me encantaban los nombres Isabel y Mateo). Aunque, para ser sincero, sentía inclinación por el de Matías, la versión alemana de Mateo pero sabía que sería una batalla perdida. Así que ni siquiera lo intenté. Lissa no tardó un segundo en rechazar el nombre de Isabel porque le recordaba a una compañera con la que no se había llevado muy bien. Le gustaban Benjamín o Cloe. Por desgracia, teníamos un gato, Ben, de modo que ponerle a nuestro hijo Ben resultaría extraño. Me opuse al nombre de Cloe porque me imaginé las burlas que se escucharían en el parque infantil con eso de «Cloe la ventosa» («