Carme Martí - Cenizas en el cielo
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- Libro:Cenizas en el cielo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
- Índice:4 / 5
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Cenizas en el cielo: resumen, descripción y anotación
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Cenizas en el cielo — leer online gratis el libro completo
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A Neus, por su confianza, su amistad y los buenos ratos compartidos.
A la Fundación Lluís Carulla y el Museu de la Vida Rural, porque trabajar para preservar y difundir el legado y los anhelos de nuestro mundo rural es lo que me llevó a conocer a Neus.
A Margarita Català, por su apoyo constante y por ayudarme a llegar adonde la memoria de su madre ya no llega. Y también a Ludi Català, Rosanna Català y Mariona Castellví, que a su vez ayudaron a Margarita.
A Margarita por acompañarme a visitar Auschwitz, considerando que me acercaría más a la realidad de los campos que Ravensbrück. Por el viaje a Cracovia, gracias también a la historiadora Elisenda Belenguer, Chantal Brun y Anna Bochnak, hija de deportada que nos acogió magníficamente en su mesa en una velada memorable.
A la agente literaria Anna Soler-Pont, por creer en el proyecto y por su implicación. «Se lo debemos a Neus», me dijo en la primera conversación que mantuvimos. Sentí que, más allá de su profesión, debido a su sensibilidad también se comprometía con Neus y su lucha. Su apoyo ha sido muy importante para sacar adelante la novela.
A las editoriales Ara Llibres y Roca Editorial, y a las editoras Marina Penalva, Eva Mariscal y Patricia Escalona, por creer en la novela antes de que estuviese acabada. Gracias por vuestra confianza y vuestro apoyo.
A Montse Bosch, Quim Jubert, Anna Sans y Ricard Domingo, por su lectura atenta y sus consejos.
A Jordi Llavina, por su lectura y por ayudarme a resolver dudas lingüísticas.
A Jordi Puig, por su gran ayuda como lector de confianza en el trabajo de investigación y en la revisión de los textos finales.
Al historiador Andreu Mayayo, por revisar la novela y por sus consejos. Escucharlo también es un privilegio.
A Albert Carreras y Lourdes Rué, por las fotografías.
A Olga Aran, Sonia Gomà-Camps y Perico Pastor, por su generosidad.
A mi madre, por ayudarme más de lo habitual con Martí e Irene.
A Pep, por todo.
Vivir, al cabo, es buscar consuelo.
Buscarlo en el dolor de las palabras.
En la gris melodía de la lluvia.
En ese tedio militar del viento.
En el de ayer, un cielo sin oxígeno.
JOAN MARGARIT , El origen de la tragedia
E s raro, pero los recuerdos del campo, una vez fuimos liberadas, son difusos. Cuando volví al barracón me sobrevino una pena muy grande, y me eché a llorar. No lloraba de alegría ni de rabia. Lloraba porque fue entonces cuando pensé en Albert, en la posibilidad real de que estuviese muerto. Me había desprendido del miedo que había sufrido durante todo el tiempo de cautiverio y solo podía pensar en él, en el momento de volver a encontrarme con él y en el miedo a que eso ya no fuera posible.
En vez de sentirme liberada se me cayó todo encima, como una losa. Lloré hasta el agotamiento. Después salí sola afuera.
En el campo había una cierta poética… era un lugar inhóspito en un entorno bello. Mientras iba y volvía del campo al taller, día tras día, mes tras mes, me decía que llegaría el día en que sería libre y me dejaría querer por aquella naturaleza crucificada.
Fui más allá de donde habían fusilado al comandante. Me detuve en un prado verde donde había comido grama, y allí me descalcé. Grama y un caracol, había comido. No se lo conté a nadie; me daba asco y vergüenza solo de pensarlo. Desesperada, me dejé ganar por mi hambre, y reconocí que comerme un caracol había sido un acto de indignidad.
El contacto de los pies con la hierba fue glorioso. Anduve descalza, despacio. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y me desbloqueó algo. Emocionada, me revolqué en la hierba como si fuese una jovencita, hasta la mordí y todo. Era un prado inclinado, iba rodando por él, me cogía a la hierba, la olía y me apretaba fuerte contra el suelo, hasta que unos matojos me pararon y evitaron que cayera al río.
De esa manera fue como me liberé de mi primera ira. Quizá no sabía muy bien lo que hacía, porque lo recuerdo como un momento bello y excitante, y también un poco salvaje. No sé qué había de la joven Neus Català bajo aquellos andrajos que se revolcaban por el suelo, y qué de víctima de los nazis. La mezcla de ambas cosas era lo que tendría que aceptar el resto de mi vida, que acababa de empezar.
Algunas de las presas rusas y polacas marcharon con los partisanos hacia los maquis de la montaña. Temían que todavía hubiese nazis por los alrededores y volviesen al campo. A pesar de la alegría inmensa de sabernos libres y vivas, la confusión nos dominaba, y todo me parecía mal.
Al campo iba llegando gente de todas partes y unos prisioneros franceses que estaban mejor que nosotras fueron los que se encargaron de la cocina y nos ayudaron en todo lo que pudieron.
Detrás de la alambrada yo esperaba a los soldados comunistas, y la espera se hacía muy larga. Tres días después oímos unos motores. Salimos fuera de los barracones y vimos a unos americanos bajando de sus jeeps. Nos contaron que les habían alertado unos partisanos, que ellos no tenían conocimiento de aquel campo. Eran jóvenes y no sabían disimular su asombro ante nuestros cuerpos de ancianas demacradas.
—¿Lo que lleváis es el traje típico de la zona? —preguntó uno de los soldados.
—¿Habéis oído lo que dice? ¡Con la pinta que tenemos!
—¡Qué idiota!
—No, señor, llevamos el traje de presas —le contestó una de las compañeras.
El joven se excusó y nos trataron bien, pero yo necesitaba a los comunistas.
Un soldado de Texas, hijo de madre española, preguntó si había españolas, y Sabina, Lola y yo nos presentamos y estuvimos un rato con él.
—¿Qué ha pasado en España? —le pregunté con el corazón en un puño.
Me miró fijamente y tardó en hablar.
—En España no ha pasado nada. Continúa la dictadura de Franco —contestó con un tono pausado.
Sentí una sacudida, como una puñalada en la espalda. Las compañeras y yo nos miramos profundamente decepcionadas. Nos temíamos que fuera así, pero saberlo con certeza nos deprimió. No podíamos volver a casa.
El soldado se quedó sin palabras y nos animó a volver a unirnos a todo el grupo.
Descargaron cajas con comida y sacaron muchas latas. En silencio, cogimos nuestra cuchara y nos abalanzamos sobre aquel banquete. Recuerdo que tenía el plato lleno y lo miraba, admirada, masticando, engullendo no sé qué, porque la lechuga con vinagre se sobrepone a este recuerdo.
Después de vernos comer descargaron todas las latas que llevaban y nos las dieron.
—Estos americanos…
—¡Los americanos de las latas! —dijo alguien, y así los bautizamos entre risas.
Al pasar los días fueron llegando misiones sanitarias americanas. Deambulamos, intentamos ayudarnos las unas a las otras, pero no éramos más que mujeres perdidas y enfermas tratando de coger un poco de aire que no sabíamos cómo aceptar.
La gente de los pueblos de alrededor montó una especie de mercadillos con ropa que nos regalaron. Iban hombres y mujeres, elegían cualquier cosa y se libraban del maldito uniforme de presos. Yo, como algunas compañeras, solo miraba. No sé muy bien por qué, pero decidí volver a Francia con el traje de presa, que es lo que había sido.
Blanca, que era otra loca, y yo decidimos ir al bar de un pueblo que estaba al lado del campo. Nos recibieron muy bien y nos invitaron a una cerveza Pilsen y a mecaros, una especie de gachas con leche y azúcar. ¡Cómo nos emocionó comer y beber algo que, además de alimentarnos, nos hacía recuperar el sentido del gusto y nos llegaba sin remedio hasta la médula!
Hasta el 18 de mayo no empezó la repatriación. Salir del barracón para no volver fue un momento de gran trascendencia, y no estábamos todas en él. Teníamos que irnos y decir adiós a aquel espacio horroroso que era, a la vez, nuestra casa. Solo tenía que recoger de allí el libro de recetas, no me quedaba ninguna pieza de aquella vajilla porque siempre las regalaba. El resto era lo que llevaba encima. Metí el libro en una especie de saco que me había hecho y lo llevé colgado como había hecho antes con la cuchara, el plato y la taza.
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