Anna Gavalda
La sal de la vida
Ni siquiera me había dado tiempo a sentarme, aún tenía medio cuerpo fuera del coche y la mano en la puerta, y ya se estaba metiendo conmigo mi cuñada:
– Pero bueno… ¿es que no nos has oído tocar la bocina? ¡Llevamos aquí diez minutos por lo menos!
– Buenos días -le contesté.
Mi hermano se dio la vuelta y me guiñó el ojo.
– ¿Qué tal, guapa?
– Bien.
– ¿Quieres que ponga tus cosas en el maletero?
– No, gracias. Sólo traigo este bolso, y el vestido… Lo voy a dejar aquí detrás, en la bandeja.
– ¿Eso de ahí es tu vestido? -me preguntó mi cuñada con el ceño fruncido al ver el trapo arrugado sobre mi regazo.
– Sí.
– ¿Y… qué es?
– Un sari.
– Ah… Ya… Ya veo…
– No, no lo ves -le repliqué, muy amable-, lo verás cuando me lo ponga.
Muequita por su parte.
– Qué, ¿nos vamos? -dijo mi hermano.
– Sí. Bueno, no… ¿Te importa parar un momento en la tienda de los chinos que hay al final de la calle? Tengo que comprar una cosa…
Mi cuñada suspiró.
– ¿Se puede saber qué necesitas ahora?
– Crema para depilarme.
– ¿Y la compras en los chinos?
– ¡Huy, pero si yo lo compro todo en el bazar chino! ¡Todo, todito, todo!
No me creyó.
– Bueno, qué, ¿ahora ya sí podemos irnos? -Sí.
– ¿No te pones el cinturón?
– NO.
– ¿Por qué no?
– Me agobia -le contesté.
Y antes de que empezara a darme la vara con sus historias de accidentes gravísimos y hospitales para tetrapléjicos, añadí:
– Voy a dormir un poco. Estoy molida.
Mi hermano sonrió.
– ¿Te acabas de levantar?
– Ni siquiera me he acostado -precisé en mitad de un bostezo.
Lo cual no era verdad, por supuesto. Había dormido unas horas. Pero lo dije para chinchar a mi cuñada. Y de hecho lo conseguí, es que no falla, oye. Me encanta: con ella este tipo de cosas no fallan nunca.
– ¿Dónde estabas esta vez? -refunfuñó, levantando los ojos al cielo. -En mi casa. -¿Dabas una fiesta? -No, estaba jugando á las cartas. -¡¿A las cartas?!
– Sí. Al póquer.
Sacudió la cabeza de lado a lado. Pero sin pasarse. Había ido a la pelu.
– ¿Cuánto has perdido? -preguntó mi hermano, divertido.
– Nada. Esta vez he ganado. Silencio ensordecedor.
– ¿Y se puede saber cuánto? -preguntó por fin mi cuñada (que ya no aguantaba más), ajustándose sus carísimas gafas de sol sobre la nariz.
– Tres mil.
– ¡Tres mil! Tres mil ¿qué?
– Pues… euros, ¿qué va a ser? -le contesté, haciéndome la tonta-. No querrás que apostemos rublos, sería un pelín complicado…
Me reía para mis adentros, acurrucándome en el asiento. Acababa de proporcionarle a mi querida Carine un motivo para darle al coco en lo que quedaba de trayecto…
Hasta mí llegaba el sonido de los engranajes de su cerebro poniéndose en movimiento:
Tres mil euros… Tactactactactac… ¿Cuántos champús y cuántas aspirinas tenía que vender ella para sacarse tres mil euros?… Tactactactactac… Más los impuestos de esto y lo otro, más el alquiler del local y menos el IVA… ¿Cuántas veces tenía ella que ponerse la bata blanca para ganar tres mil euros netos? Y la seguridad social de sus empleados… Suman ocho y me llevo dos… Y las pagas extra… Hacen diez, multiplicado por tres… Tactactactactac…
Sí. Me reía para mis adentros. Acunada por el ronroneo de su berlina, acurrucada en el asiento. Estaba bastante satisfecha, porque mi cuñada se las trae.
Mi cuñada Carine estudió Farmacia, pero prefiere que se diga que estudió Medicina; vamos, que es farmacéutica, pero prefiere que se diga farmacéutico; vamos, que tiene una farmacia, pero prefiere que se diga…
En nuestras conversaciones de sobremesa le encanta quejarse de su contabilidad y lleva una bata de cirujano abrochada hasta la barbilla con una etiqueta adhesiva con su nombre escrito entre dos caduceos azules. Actualmente vende sobre todo cremas reafirmantes para los glúteos y cápsulas de caroteno porque con eso se gana más, pero ella prefiere decir que ha optimizado el sector de la parafarmacia.
Mi cuñada Carine es de lo más previsible.
Cuando nos enteramos del chollazo de tener en la familia una proveedora de cremas antiarrugas, una distribuidora de Clinique, una representante de Guerlain, mi hermana Lola y yo nos tiramos a su cuello locas de alegría. ¡Menuda acogida le dimos aquel día! Le prometimos que desde ese mismo momento siempre iríamos a su farmacia a comprar, y hasta estábamos dispuestas a llamarla doctora y lo que hiciera falta con tal de hacerle la pelota.
¡Estábamos dispuestas a cruzarnos París de un extremo a otro en el tren de cercanías para ir a su farmacia! Y eso que no es moco de pavo para Lola y para mí cogernos el tren hasta su barrio, que está en el quinto pino.
Nosotras que sufrimos sólo de tener que alejarnos tres metros del centro.
Pero no fue necesario ir de excursión hasta allí porque nos cogió del brazo al final de ese primer almuerzo dominical y nos confió, bajando la mirada:
– Mirad, es queeeee… estooooooo… no podré haceros descuento porqueeeee… si empiezo a hacerlo con vosotras, luego… o sea, tenéis que entenderlo… luego ya… luego ya no sabes decir «hasta aquí»…
– ¿Ni siquiera un descuentito de nada? -replicó Lola, riéndose-. ¿Ni siquiera nos vas a regalar muestras?
– Ah, sí… -contestó ella, suspirando aliviada-. Sí, muestras sí, no hay problema.
Y cuando se marchó, sujetando con fuerza la mano de nuestro hermano para que no se lo quitara nadie, Lola rezongó, mientras les mandaba besos desde el balcón: «¿Sabes lo que te digo? Que las muestras se las puede meter donde le quepan…»
Yo le di la razón y, sin más, cambiamos de tema y nos pusimos a sacudir las migas del mantel.
Ahora nos encanta tomarle el pelo. Cada vez que la veo le hablo de mi amiga Sandrine, que es azafata, y le cuento los descuentos que nos consigue en las tiendas duty-free de los aeropuertos.
Un ejemplo:
– Eh, Carine… adivina cuánto cuesta el Exfoliante doble regenerador de perlas de oxígeno con vitamina B12 de Estée Lauder.
En estos casos, nuestra querida Carine se pone a pensar y a pensar. Se concentra, cierra los ojos, revisa mentalmente su inventario, calcula su margen, le resta los impuestos y por fin suelta:
– ¿Cuarenta y cinco?
Me vuelvo hacia Lola:
– ¿Recuerdas cuánto te costó?
– ¿El qué, perdona? ¿De qué estáis hablando?
– Del Exfoliante doble regenerador de perlas de oxígeno con vitamina B12 de Estée Lauder que te trajo Sandrine el otro día.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Cuánto te costó?
– Huy… Me vienes con unas preguntas así de repente… Pues unos veinte euros, creo…
Carine repite, atragantándose:
– ¡Veinte euros! ¡El doble regenerador con vitamina B12 de Estée Lauder! ¿Estás segura?
– Sí, me parece que me costó eso, veinte euros…
– ¡Buff, a ese precio sólo puede ser una imitación! Lo siento mucho, chicas, pero os han dado gato por liebre… Os han metido crema Nivea en un frasco falso y, hala, a correr. Siento mucho decíroslo -añade, triunfante-, ¡pero es un timo lo que os han vendido! ¡Un timo como una casa!
Lola se hace la muy abatida:
– ¿Estás segura?
– Totaaaaaalllllmente, vamos. ¡Cómo si no supiera yo los costes de fabricación! La casa Estée Lauder sólo emplea aceites esencia…
Ése es justo el momento que elijo para volverme hacia mi hermana y preguntarle:
– ¿La llevas en el bolso?
– ¿El qué?
– Pues qué va a ser, la crema esta…
– No, no creo… ¡Ah, sí, a lo mejor sí…! Espera, que voy a mirar.
Vuelve con su frasco y se lo tiende a la experta.
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