Ronald A. Knox
Retiro para gente joven
INTRODUCCIÓN
¿Sabéis lo que dijo una niña, hace algún tiempo, al oír por primera vez un sermón? Había asistido ya alguna vez a misa, en capillas privadas, cuando el sacerdote celebraba el Santo Sacrificio de espaldas a los fieles; pero, un día –un domingo–, se dio media vuelta y empezó a hablar. Entonces, la niña tiró de la manga a su madre y le preguntó: «¿A quién habla, mamá...?». Su sorpresa estaba justificada, ya que un hombre que se pone a perorar de pronto ante una serie de personas, sin dirigirse a ninguna en concreto, siempre llama la atención. Pues bien, si a ti te ocurre lo mismo que a aquella niña, te responderé: Te estoy hablando a ti. No a vosotros, en plural. Me dirijo a cada uno de vosotros, a ti en singular. Por lo tanto, no me veas como alguien que aparece en la pantalla de televisión y suelta el rollo que incita a desconectar el receptor. Piensa en mí como un amigo que está sentado a tu lado y conversa contigo en la intimidad. O, a lo sumo, como alguien que te ha llamado por teléfono y se ha dado a conocer. A lo mejor, te sientes inclinado a exclamar: «¡Ah, es usted!». Pues si, soy yo. Y ahora te pregunto a mi vez: «¿Eres tú?». Es decir: «¿Estás dispuesto a hablar sinceramente conmigo, sin poner ningún obstáculo entre los dos, o piensas, por el contrario, que como soy sacerdote no voy a decirte más que esas cosas que suelen decir los curas y tú no quieres escuchar...?».
I. PARA QUÉ SIRVE UN RETIRO
¿Cuál es la finalidad de unos días de retiro espiritual?... Yo diría que fundamentalmente no es otra cosa que dejar que Dios actúe en tu alma. Puede ser una acción en apariencia pequeña –probablemente lo será–, pero tal vez signifique el comienzo de algo. Dios quiere lavar tu alma, iluminar tu vida; tal vez te haga ver algún pecado oculto, algún hábito malo que desconoces, una amistad peligrosa... Quizá te ilumine de tal forma que descubras cómo quiere que le sirvas. A lo mejor algo de lo que yo diga sea la señal –sólo la señal– para que empieces a pensar por tu cuenta sin que tú mismo lo adviertas.
Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que no hay nada más insustancial que la conversación de los que viajan juntos en un tren, en el mismo compartimento. A veces, alguien dice algo divertido que guardas en el recuerdo para contarlo luego a los amigos, pero, en general, la conversación suele ser intrascendente. No hace mucho, oí una historieta de esas, que procuré no olvidar para contarla en ocasiones como ésta. Es una tontería: había un mozo de estación que iba golpeando las ruedas de los vagones con un martillo, como suele ocurrir a veces cuando el tren se para en algunas estaciones. Un pasajero, al verle, se asomó a la ventanilla y gritó: «¿Desde cuándo viene haciendo eso?». «Desde hace veinte años, señor», contestó el mozo. «¿Y para qué lo hace?», volvió a preguntar el viajero. «No tengo ni idea»...
Muchos de vosotros tal vez responderíais lo mismo si os preguntaran para qué hacéis lo que estáis haciendo en el colegio. Cuando yo estudiaba el bachillerato tuve que hacer un montón de ecuaciones de segundo grado que no sé si se siguen haciendo. Lo cierto es que nunca me he encontrado con una en la vida y que no tengo ni idea de para qué demonios sirven, aunque no dudo de que sirvan para algo.
Probablemente, a vosotros os ocurrirá lo mismo, con el latín o con cualquier otra asignatura. Os preguntáis para qué demonios sirve, pero no osáis preguntarlo para no poneros en evidencia o despertar las iras del profesor. Así, optáis por callaros.
Cuando uno es pequeño, pregunta muchas cosas. Luego, en el colegio, solemos perder ese hábito, tal vez porque consideramos que puede ser «peligroso». Pero lo peligroso es callarse, sobre todo en temas religiosos.
Mirad: en la escuela o en el colegio es fácil caer en la rutina. Puedes rezar, confesar, comulgar, ir a misa sólo porque los demás lo hacen; y es una pena. Si te preguntas cuántas veces haces esas mismas cosas durante las vacaciones, y la respuesta es negativa, te darás cuenta de lo que quiero decirte. Y lo mismo puede ocurrir con los cursos de retiro. ¿Los haces sólo porque los hacen todos? Sería absurdo. Tan absurdo como la respuesta del mozo de estación que llevaba haciendo veinte años lo mismo.
Cuando era pequeño, a mí también me gustaba hacer preguntas. Y, por supuesto, la primera vez que monté en un tren, pregunté a mi padre qué es lo que hacía el hombre del martillo golpeando las ruedas. Me dijo que lo hacían para asegurarse de que no había ninguna rota, pues cuando el metal se quiebra suena distinto. No sé si su explicación fue muy exacta y completa, pero en cualquier caso sirve para nuestras vidas y para explicar lo que un curso de retiro significa en ellas.
Corremos como el tren a lo largo de la vida y los años pasan sin que nos demos cuenta, como esas estaciones en que el tren no para. Pero, poco a poco, nos vamos desgastando, como las ruedas del tren se desgastan con el tiempo. Nos vamos acostumbrando al movimiento y al ruido hasta que terminamos por no notarlos y nos quedamos dormidos. Pero las ruedas siguen dando vueltas y vueltas, desgastándose por el paso del convoy y el roce sobre los raíles. ¿Qué de extraño tiene que de vez en cuando se agriete o se deforme alguna de ellas? Es preciso, pues, revisarlas con frecuencia para evitar un mortal accidente y, de tiempo en tiempo, colocar el vagón en vía muerta para efectuar una revisión más completa.
Pues bien, a esto venimos a un retiro: a ver cómo están nuestras ruedas. La misión del sacerdote que lo dirige consiste en ir de aquí para allá, como el mozo de estación, golpeándolas con el martillo, no tanto para arreglarlas como para que te cerciores de que no están rotas, de que en tu vida no hay nada que suene a falso, a deforme, a gastado...
Tu fe, por ejemplo. Quizás no haya nada raro en ella, pero conviene asegurarse. Sabes el Catecismo porque lo aprendiste de pequeño y en el colegio te han dado clases de religión, por lo que no es fácil que hayas caído en la herejía; pero es posible que te hayan asaltado dudas, que algún amigo te haya desorientado, que el ambiente o los libros que has leído te hayan influido y, sin darte cuenta, tu fe vacila. No es preciso que te diga la importancia que tiene una buena formación doctrinal para un católico. Un error en un punto, aunque parezca de poca importancia, y todo empieza a venirse abajo; es como si una rueda del tren ya no fuera redonda. Todo el convoy empezaría a bambolearse.
A lo largo de estos breves días, hablaré de teología, aunque de la forma más clara y sencilla posible. Sobre Dios y tu alma, sobre la Encarnación y sobre la Pasión... Si algo de lo que diga te suena raro, distinto de lo que has aprendido, no te lo guardes. Dímelo enseguida. Pudiera ser que yo me hubiese expresado mal, pero también que tú andas descaminado. Sería una pena que, por no hablar, una sombra de herejía anidase en tu alma. Saca a la luz tus pensamientos, discútelos conmigo, porque, si no, ese nido puede convertirse en un avispero. Muchas tragedias que se dan en la vida de algunos cristianos podrían haberse evitado si sus protagonistas se hubiesen tomado la molestia de hablar francamente con un sacerdote docto de sus dudas de fe cuando eran jóvenes. Cuando yo era profesor de un colegio solía, por ejemplo, traducir un texto latino en la pizarra e introducir en él varias equivocaciones deliberadas. Si nadie las señalaba, malo: es que los alumnos no las habían advertido o que no se atrevían a «denunciarme». Pienso, a veces, que sería interesante hacer algo parecido en un curso de retiro: soltar unas cuantas herejías y esperar a que alguien protestase... No voy a hacerlo ahora, podéis estar tranquilos; si digo alguna herejía, será inconscientemente...
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