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ISBN: 978-958-735-187-3
Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio.
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I ntroducción
n 1980 apareció el folleto “Leer la Palabra” que, reformado en algunos aspectos y aligerado en otros, ha legado a la cuarta edición, y sigue pretendiendo ser una invitación insistente para la lectura de las Sagradas Escrituras.
Las siete reflexiones que en estas páginas se presentan pueden servir de enseñanza en siete reuniones de los grupos de oración, como si fueran los temas de un seminario de crecimiento espiritual.
En las reflexiones se citan pasajes bíblicos, que recomendamos se comenten, al menos algunos, en pequeños grupos, y se lean de modo individual después de cada enseñanza.
En el cancionero “Gozaos en el Señor” se pueden encontrar muchos cánticos que reproducen textualmente pasajes de la Biblia o que se inspiran de cerca en ella. Recomendamos aprenderlos, identificar las citas de la Sagrada Escritura a que hacen referencia, y entonarlos con frecuencia.
Transcribimos al final algunos de esos himnos que aluden directamente a la lectura bíblica y que pueden servir para orar y para profundizar la enseñanza impartida.
L a Biblia en la biblioteca
l primer libro impreso por Gutenberg en 1456 fue la Biblia. Desde entonces se sigue editando con frecuencia el texto de las Sagradas Escrituras. Cada día se lo traduce a nuevos idiomas o se reimprimen las traducciones más célebres. Las estadísticas de la Unesco certifican que los libros sagrados suelen ocupar cada año los primeros lugares en cuanto al número de ediciones y en cuanto a los tirajes de impresión. Actualmente se han traducido a más de 2.000 idiomas o dialectos. Son el “best-seller” universal.
Pero el hecho de que se edite copiosamente la Biblia y de que se venda no significa necesariamente que se la lea o que se la viva. Pudiera ser que muchos la compren para adornar la biblioteca o para salir de apuros cuando deben hacer un regalo elegante y menos caro que una porcelana oriental o una copa de plata.
Con frecuencia la Biblia queda en un anaquel, alineada entre otros libros y llenándose de polvo, arrumada entre los papeles de un escritorio, o puesta bajo una montaña de revistas de moda y de tiras cómicas en la mesa de noche. Por eso se dice que los apóstoles proclamaron la Palabra de Dios y la escribieron; los primeros cristianos la oyeron, la aprendieron y la predicaron; los monjes de la edad media la copiaron en códices espléndidos y la estudiaron, y los cristianos modernos la editan, la venden o la compran y la archivan.
Recuerdo un episodio que me sucedió hace algún tiempo: estaba visitando a un amigo y él, con mucha deferencia, me mostró unas bellas ediciones de las Sagradas Escrituras: papel blanco muy fino, impresión nítida, reproducciones policromadas de las más célebres obras de arte, espléndidas encuadernaciones en cuero, cantos dorados...
Dos días más tarde, en el programa “El Minuto de Dios”, de la televisión, hablé de la Biblia y cometí la imprudencia de decir que muchas personas guardaban en su hogar bellas ediciones de las Sagradas Escrituras, que describí según los modelos que había visto, pero añadí que lo importante no era tenerlas, sino leerlas.
Al día siguiente recibí un llamado telefónico de mi amigo. Apenas escuché su voz, pensé que me iba a hacer un reclamo por mi intervención y me hice el propósito de desviar su atención hacia otros temas, pero él no se dejó distraer y, tras el saludo, aludió a mis palabras en la televisión y, para demostrar que no estaba fastidiado por ellas, me invitó a tomar un café en las horas de la tarde.
Fue la ocasión para compartir largo rato acerca de la Palabra de Dios. Al despedirme me obsequió una bella Biblia, en recuerdo de su amistad y de mis palabras en la televisión. Pero agregó una frase que todavía me arde en los oídos: “Padre, quiero decirle que estoy seguro de que usted tampoco la va a leer”.
Esa frase tan corta y tan cortante ha sido la mejor invitación que he recibido en la vida para leer la Biblia. Me ha hecho reflexionar mucho, y cuando invito a alguien a que lea la Palabra de Dios, me pregunto: ¿La he leído yo? ¿Hace cuánto no lo hago? ¿No será bueno que abra de nuevo el libro inspirado y recomience el diálogo con Dios?
Ojalá nuestra Biblia no se quede por años en la biblioteca, hasta que la taladre el comején o algún desconocido se la lleve. Nos puede suceder como a los esenios, judíos del siglo primero, que guardaron sus libros sagrados en las cuevas de Qumram, cercanas al Mar Muerto, en donde permanecieron ocultos durante diecinueve siglos. Así están quedando las Biblias de muchos cristianos, más ocultas, más intactas, más ignoradas que los manuscritos del Mar Muerto.
U N L IBRO E XCEPCIONAL
La palabra “libro” se deriva del latín “liber”, nombre dado a la parte de los tallos, formada por fibras y elementos que ayudan a sostener las plantas.
La palabra “papel” se deriva de “papiro”, vegetal que abundaba en Egipto. Según el escritor Plinio, del papiro se extraían fibras que se extendían en sentido vertical y sobre ellas se colocaban otras en sentido horizontal, se humedecían y prensaban. Cuando estaban secas, se convertían en un excelente material para escribir. Aunque esas páginas no se podían doblar sino enrollar, eran bastante resistentes, de modo que conservadas en condiciones normales, podían durar sin deshacerse unos 200 años. Algunos papiros guardados en condiciones de sequedad excepcional han llegado hasta nuestros días.
Los papiros se comercializaban sobre todo en el puerto Gebal del Mediterráneo, en la costa fenicia, al norte de Tiro y de Sidón (en el actual Líbano, a unos 40 km de Beirut). A ese puerto se le cambió el nombre por el de Biblos, que en idioma griego traduce “libro”.
Cuando las Sagradas Escrituras se editan en un solo tomo, se llaman “La Biblia”, nombre que equivale a “La Libros”. El artículo singular indica la unidad de esa divina biblioteca, y el nombre plural recuerda que se trata de una colección de escritos diversos. Quizá fue san Clemente quien dio por vez primera el nombre de Biblia a los libros sagrados, tal vez basándose en 2 Mac 8, 23.
No sólo los vegetales, sino también los minerales proporcionaron materiales para la escritura. Todavía se ven dibujos en las paredes de las cuevas y jeroglíficos en obeliscos y en lajas de piedra (cf Éx 24, 12; 34, 28). Lápidas de mármol o bronce recuerdan personas y acontecimientos. En la antigüedad se usaron tabletas de cerámica endurecidas al sol o al fuego, después de ser escritas, y pedazos de jarrones y conchas marinas. Precisamente la palabra ostracismo indica que la pena del exilio se decretaba mediante
votos escritos en la valva de una concha (“ostracon”, en griego). Se emplearon también láminas de madera o de metal, recubiertas con cera, en las que se escribía con un punzón (cf Is 8, 1; Hab 2, 2).
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