A Keith Prince, como siempre, por su inestimable y entusiasta ayuda con nuestra investigación, especialmente por su contribución sobre los paralelismos entre las historias de Jesús y Nerón.
Jeffrey Simmons, nuestro agente y amigo, que siempre está dispuesto a ayudarnos.
En Little, Brown: Sarah Rustin y su equipo: Zoë Gullen, Richard Dawes y Linda Silverman.
Vida Adamoli; David Bell; Ashley Brown; Jenny Boll; Robert y Lyndsey Brydon; Deborah y Yvan Cartwright; Michele Cascarano; Bert de Wit; Carina Fearnley; el doctor Robert Feather; Stewart y Katia Ferris; Andrew Gough; William Kirchen; Vera Koutou; Sarah Litvinoff; Jane Lyle; Lisa Mead; John y Joy Millar; Sharmaine Misson; Sally Morgan; Paul Nemeth; Craig y Rachel Oakley; Graham Phillips; Phyllis Pointer; Trevor Poots; Lily y David Prince; Francesca Prior; Nathan Renard; Rat Scabies; Javier Sierra; Mick Staley; Sheila y Eric Taylor; Mike Wallington, y Caroline Wise.
Gracias también al personal de la Biblioteca Británica.
INTRODUCCIÓN
Aunque hoy en día parezca inconcebible, en la Gran Bretaña del siglo XIX era ilegal no creer que Jesús era el hijo de Dios. El cristianismo era obligatorio: no creer, o al menos de un modo que fuera adecuadamente visible a tus criados, iguales, y especialmente, a tus mayores y superiores, no era una opción. Todo el mundo, fuera cual fuera su condición social, no sólo tenía que creer en privado, también tenía que rezar en público. Por ejemplo, la jornada laboral en los hospitales no empezaba hasta que los médicos y las enfermeras se reunían para rezar. El legado de esta imposición religiosa pudo apreciarse hasta bien entrado el siglo XX , cuando declararse agnóstico suscitaba espanto, especialmente entre las generaciones de edad avanzada, para quienes profesar la fe cristiana era sinónimo de ser una persona decente y un buen ciudadano.
Pero las cosas son muy distintas hoy en día. A principios del siglo XXI , Gran Bretaña tiene fama de ser una de las naciones más laicas del mundo desarrollado, y no pasa nada por considerar (al menos en este país) que el cristianismo es en gran medida un factor irrelevante. Pero las raíces del cristianismo antiguo han calado hondo, y se respiran aires nuevos en el seno de la comunidad anglicana, con un enérgico y carismático arzobispo de York y un ejército de mujeres valientes y devotas que lucen alzacuellos. Sin embargo, es posible que sea demasiado tarde para las iglesias oficiales: para la amplia mayoría de británicos son cada vez más irrelevantes, mientras que las series de televisión suelen representar a los devotos cristianos como personas ligeramente siniestras, siempre al borde de un ataque de nervios, o incluso como seres extraños y cómicos.
Pero el fracaso de las iglesias para inspirar y exaltar a las masas no ha generado, por lo que parece, una apatía total hacia el cristianismo en su conjunto. Ha resurgido un inusitado interés por la religión a una escala sin precedentes, y lo ha hecho, curiosamente, no a partir de una cruzada evangélica o una revelación mística, sino de una novela de misterio superventas. Nos referimos, por supuesto, al fenómeno de El código Da Vinci de Dan Brown, un libro que en los últimos años ha causado estragos en todo el planeta, inspirando un nuevo anhelo por conocer la verdad que se esconde detrás de las mentiras, la ocultación y las tapaderas descaradas que han convertido al cristianismo en lo que es hoy en día.
No obstante, como nosotros mismos somos los primeros en reconocer, este furor no empezó y acabó con El código Da Vinci. En los últimos años, los medios de comunicación se han hecho abundante eco de ciertos descubrimientos que se han planteado como desafíos a la imagen convencional de Jesús. Hallamos buen ejemplo de ello en la supuesta revelación del director de Hollywood James Cameron sobre la «tumba familiar de Jesús» y la publicidad en torno al descubrimiento del evangelio perdido de Judas. Pero lo que más nos sorprende de estas dos supuestas revelaciones es el entusiasmo, cercano en ocasiones a la histeria, con el que fueron recibidas, los debates improvisados de comentaristas de opinión, y el revuelo en los corazones cristianos. Evidentemente, Jesús sigue siendo un tema candente, pero conviene recordar que la intervención de los medios rozó la superficie de un mar de fondo de interés; no lo creó. Seguirá desatando pasiones.
Nunca desperdiciamos una oportunidad de mencionar que el propio Dan Brown señaló que nuestro libro La revelación de los templarios (2005) fue una de las fuentes principales de inspiración para su novela. Nuestro libro no se avergüenza de formar parte de un género de historia alternativa que el mundo académico consideraría inaceptable: personas que, tras varios intentos por deshacer las distintas capas de propaganda eclesiástica, edición y revisión canónicas, se plantean preguntas fundamentales sobre el cristianismo e intentan ofrecer algunas respuestas, especialmente sobre sus verdaderos orígenes.
Dos tipos de reacciones a La revelación de los templarios nos hicieron pensar que era necesario escribir un libro como Las máscaras de Cristo. Muchos siguieron la línea, tal como hicieron con otros libros que proponían visiones alternativas de los orígenes del cristianismo, de intentar demostrar que nuestra hipótesis era incorrecta, ya que entonces probarían que la idea convencional de Jesús, la única que aparecía en los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento y que la Iglesia impuso sobre sus seguidores hace dos mil años, sigue siendo incontestable.
Pero esta idea no se sostiene en absoluto. Lo único que está fuera de toda duda es que, desde una perspectiva histórica, la idea convencional de Jesús es incorrecta. Una serie de descubrimientos en los últimos dos siglos han demostrado que muchos de los episodios de los Evangelios son inexactos o están distorsionados, motivo por el cual los investigadores como nosotros sienten la necesidad de tratar de descubrir lo que realmente ocurrió. Ofrecen alternativas simplemente porque hay demasiados huecos molestos e incongruencias en la narrativa convencional.