J OHN D OMINIC C ROSSAN
C ÓMO LEER LA B IBLIA
Y SEGUIR SIENDO CRISTIANO
LUCHANDO CON LA VIOLENCIA DIVINA
DESDE EL GÉNESIS HASTA EL APOCALIPSIS
Para Anne K. Perry y Alan W. Perry
PARTE I
EL DESAFÍO
F INAL:
¿UN HIMNO A UN D IOS SALVAJE?
Habíamos alimentado el corazón de fantasías,
el corazón ha crecido brutal desde el gozo.
W ILLIAM B UTLER Y EATS,
El nido de estornino junto a mi ventana (1922)
El título de este libro – Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano – imagina alguna seria tensión en la Biblia cristiana entre ser un lector fiel y ser un fiel cristiano. Pero, en cuanto vi cómo, cuándo y dónde incidía este problema, vi también cómo, cuándo y dónde estaba la solución.
Para empezar, aquí hay algunos detalles autobiográficos como plena revelación de lo que me juego en el problema que estoy proponiendo y la solución que ofrezco en este libro.
Una revelación ya está implícita en mi triple nombre sobre la cubierta de este libro. «John Crossan» es el nombre que figura en mi carné de conducir, pasaporte y tarjetas de embarque. Pero en 1950, a los 16 años, entré en un monasterio católico-romano del siglo XIII y me convertí en «Brother Dominic» (Hermano Dominic). Se asumía que mi nueva vocación barría, por así decir, mi identidad pasada y me daba un único destino; como en la tradición bíblica, así también en la monacal.
Diecinueve años más tarde, habiendo caído por fin en la cuenta de que el celibato estaba muy sobrevalorado, dejé el monasterio y el sacerdocio para casarme. Pero, aunque las normas hubieran cambiado y se hubiera permitido un sacerdocio casado, yo lo habría dejado en 1969. ¿Cuál era mi problema?
Mis superiores del monasterio habían reconocido que cinco años de griego y latín en un internado irlandés no podían desperdiciarse, así que decidieron que yo tendría que ser profesor de estudios bíblicos después de mi ordenación en 1957. No fui consultado sobre ninguno de esos planes ni se esperaba que lo fuera. Sometido al voto de obediencia, yo hacía lo que me decían, aunque, para ser honrado, me gustó la decisión.
En la tradición católica-romana se exigía, con buen criterio, que había que tener un grado en teología antes del grado en estudios bíblicos. Por eso me enviaron a Irlanda para sacar un doctorado en teología, luego dos años al Pontificio Instituto Bíblico de Roma y, por último, otros dos años a la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa en Jerusalén. Con toda sinceridad fue una formación magnífica.
Lo que habría que tener presente es que yo era cristiano antes que académico, y también teólogo antes que historiador. Con otras palabras, siempre he entendido la Biblia cristiana desde esas múltiples ópticas, pero siempre podía hablar o escribir mientras veía a través de las lentes específicas que una audiencia determinada esperaba o pedía una determinada situación. También tendría que admitir que nunca encontraba que esos divergentes puntos de vista me confundieran o alarmaran, en razón del único convencimiento fundamental que he tenido durante mucho tiempo: que razón y revelación, o historia y teología, o investigación y fe –con diferentes nombres– no pueden contradecirse mutuamente, a menos que una de ellas, o las dos, estén equivocadas.
No estoy seguro de dónde procede la serenidad de esta seguridad, pero nunca me ha abandonado. Mis cursos de teología estaban profundamente impregnados por la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino, y eso ha sido, igual que el nombre «Dominic» (Domingo), otro regalo del siglo XIII . Mis superiores monásticos insistían en que el Aquinate nos enseñaba qué pensar, pero yo también absorbía ávidamente sus escritos para saber cómo pensar. Si Tomás de Aquino empleaba la mañana en leer al pagano Aristóteles y la tarde escribiendo teología cristiana, y nunca encontró un conflicto entre razón y fe que le amargara la comida o le perturbara la siesta, no debe haber ningún conflicto entre razón y revelación o cualquier otra disyuntiva. Esa, al menos, ha sido mi convicción desde entonces.
Tal como fueron las cosas, mi abandono del monasterio y del sacerdocio no tuvo nada que ver con la historia ni con la Biblia, pero todo que ver con la teología que la encíclica Humanae vitae estaba equivocada sobre el control de la natalidad. Ello llevó a una inmediata condena del cardenal arzobispo de Chicago. Cuando las aguas se calmaron unos seis meses después, el cardenal Cody seguía siendo arzobispo, pero el Padre Dominic ya era un exmonje y un exsacerdote.
Cuando pasé del seminario a la universidad en otoño de 1969, mi punto central de investigación ya estaba puesto en el Jesús histórico, es decir, en aquel judío del siglo I , vivo y que respiraba, proclamado como Mesías-Cristo e Hijo de Dios por algunos de sus contemporáneos, pero crucificado como rebelde y supuesto «Rey de los judíos» por el poder oficial romano. El interés había empezado realmente ya en septiembre de 1960, cuando mis superiores religiosos me enviaron de capellán con un grupo de norteamericanos en una peregrinación católica por Europa. Visitamos Castelgandolfo por Juan XXIII, Fátima y Lourdes por María, Lisieux por santa Teresa del Niño Jesús y Mónaco por Grace (dicho con toda honradez). Y, puesto que era 1960, pasamos un día en la Pasión de Oberammergau, representada cada diez años a los pies de los Alpes bávaros.
En 1634 y cada década desde entonces, los aldeanos han cumplido su promesa de hacer una representación de la Pasión durante un día en acción de gracias por la liberación de una epidemia. Algo me sucedió ese día cuando vi como drama una narración que conocía muy bien como texto . La representación me hizo plantearme nuevas cuestiones. ¿Cómo podía la misma multitud que había llenado un enorme escenario para saludar a Jesús el Domingo de Ramos por la mañana cambiar tanto por la tarde para pedir a gritos su crucifixión el Viernes Santo? Fue para mí una tranquila, pero clara, epifanía de que algo faltaba en la narración de la pasión de Jesús, que algo estaba mal cuando la aclamación se convierte en condena sin ninguna explicación.
La obra que vi en 1960 era la misma versión que había visto Adolf Hitler en 1930 y 1934 (el tricentésimo aniversario), es decir, antes y después de que se convirtiera en canciller de Alemania. Su opinión: «Nunca ha sido tan convincentemente retratada la amenaza del judaísmo como en esta presentación de lo que sucedió en tiempos de los romanos. En ella se ve en Poncio Pilato un romano racial e intelectualmente tan superior que emerge como una firme y límpida roca en medio de todo el fango y estiércol del judaísmo».
Mi interés por el Jesús histórico comenzó aquel día en Oberammergau. Pero su recuerdo significaba que, para mí, la historia siempre estaría entrelazada con la teología, y que yo nunca podría reconstruir el Jesús histórico tan desapasionadamente como podría hacerlo, por ejemplo, con el Alejandro Magno histórico. Solo una historia buena, honrada y exacta puede salvar a la fe cristiana de un antijudaísmo teológico como continuo semillero del antisemitismo racial. Por ese motivo, después de mi vuelta a Chicago en 1961, estuve con el rabino Shaalman en un programa televisivo el domingo por la mañana llamado –por lo que recuerdo– «¿Deicidio o genocidio?». Y por eso mismo mi primer artículo científico se titulaba «Anti-Semitism and the New Testament» («Antisemitismo y Nuevo Testamento») (Theological Studies [1965]).
Empezando en 1973 con mi libro In Parables. The Challenge of the Historical Jesus (En parábolas. El reto del Jesús histórico), y durante los siguiente veinte años en la Universidad DePaul en Chicago, ese subtítulo fue el centro de mi investigación científica y mi vida profesional. Durante esos años, mi acento siempre ha estado en la historia más que en la teología, y las cuestiones de la fe personal eran puestas entre paréntesis como irrelevantes para el discurso académico. Sin embargo, yo siempre era consciente de ellas. Todo comenzó a cambiar en 1991.