Anestesia
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417813192
ISBN eBook: 9788417813703
© del texto:
Viveka Redmond
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
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Impreso en España – Printed in Spain
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A mi madre, por su luz;
a mi padre, por sus sombras;
a mis hermanos, por ser hermanos.
A mi inseparable amiga del alma, por estar;
a mi fiel confidente, por ayudarme a florecer.
Al destino, por ponerme en tu camino.
A mi familia. A mis amigos. Al amor verdadero.
Introducción
Anestesia (nombre fe menino)
1. Ausencia temporal de la sensibilidad de una parte del cuerpo o de su totalidad provocada por la administración de una sustancia química, por la hipnosis o como causa de una enfermedad.
• Anestesia general
Pérdida o ausencia temporal de la sensibilidad de todo el cuerpo que suele ir acompañada de pérdida del conocimiento.
• Anestesia local
Pérdida o ausencia temporal de la sensibilidad de una zona limitada del cuerpo.
2. Sustancia química que produce esta pérdida o ausencia temporal de la sensibilidad y que se utiliza en cirugía.
«Le aplicaron anestesia local para sacarle la muela».
Para lograr transmitir una historia personal de manera adecuada se necesita, fundamentalmente, tiempo. Únicamente, a través de la distancia, somos capaces de otorgar su justo lugar, no solo a los diferentes sucesos, sino a las personas que han formado parte de ellos. Solo con perspectiva podemos trasladar el mensaje que deseamos transmitir con equidad, para que cada circunstancia pueda ser entendida desde el respeto más absoluto.
Los acontecimientos que no han podido resolverse de manera correcta se ven, inevitablemente, alterados por la interferencia que provocan las heridas en nuestro sentir y obrar.
En ocasiones pasamos a ser esclavos de un pesar al que nos mantenemos aferrados de por vida. Un dolor que permanece anclado en el alma y que termina por convertirse en ese etéreo lastre que nos impide avanzar con éxito.
Reconocer el daño, tanto el recibido como el causado, es un ejercicio tan sumamente profundo que cualquier otra alternativa nos parece menos intimidante.
Anestesia es un canto a la esperanza, entonado a partir de las lecturas extraídas de una honda y reveladora experiencia personal. Pretende mostrar la reacción de diferentes personas frente a un mismo e inesperado suceso. Un viaje a través de los sentimientos que refleja determinadas alternativas con las que, en ocasiones, tratamos de confrontar el sufrimiento.
Capítulo 1
Cordón umbilical
«Los ángeles son el cordón umbilical que nos mantiene unidos a Dios».
Unidas de la mano. Sujetas la una a la otra. La perfecta definición visual de madre e hija. Paseábamos, como tantas otras tardes, con intención de coger algunas moras. Contentas, sin más preocupación que arañarnos con las zarzas.
De pronto, sirenas. Luces intensas que no cesaban de girar y provocar ese terrible ruido. Se metían en lo más profundo de los ojos hasta convertir en color azul cualquier cosa que pasaba por la retina. Policías y ambulancias por todas partes. El desconcierto era enorme.
Aquella brisa de verano traía consigo un soplo indescriptible de miedo y certeza. Casi podía palparse.
Nuestras manos seguían fundidas. Mi madre, sin soltarme, corrió hacia la carretera contigua. Mis piernecitas apenas podían seguir sus adultas zancadas. Preguntó por el número de matrícula en varias ocasiones. Cuestionaba con afirmaciones, como si buscara una confirmación más que una respuesta. Las dos respirábamos ese mismo aire.
Había una moto tumbada en el asfalto junto a dos pequeñas, pero consistentes, gotas de sangre y un casco. La carretera había sido cortada y ligeramente acordonada.
Confirmaron la matrícula y el modelo. Era la Kawasaki de mi padre. Conducía mi hermano Jota.
Fue en ese mismo instante, a mis seis años de edad, mediante un cordón umbilical formado por aquella fusión de manos, cuando sentí, en lo más recóndito de mi ser, lo que significaba, verdaderamente, ser madre. Transfusión de sentimientos. Mutación de roles. Inocencia interrumpida.
Preocupación a raudales, desconcierto extremo, rabia desmedida, angustia incontrolable, impotencia asfixiante, desesperación abrumadora. Nunca olvidaré ese semblante en su cara. Pude sentir cómo su alma desgarrada alcanzaba cotas de dolor inexplicables. Cuánto sufrimiento. Incalculable. Pero ella no soltaba mi mano.
Subí a un coche de policía, aunque guardo imágenes difusas. Una serie de fotogramas sueltos y desordenados. No recuerdo cómo y cuándo me separé de mi madre.
Esa noche dormí en casa de una de mis tías paternas. Tenía una casa muy cerca de la carretera donde había sido el accidente. Estuve despierta hasta que se hizo de día. Con los ojos muy abiertos y tapada solo con la sábana. Los focos del jardín se reflejaban en el agua de la piscina y hacían rebotar unos hermosos destellos en el techo de la habitación. Parecían estrellas. Eran como luces celestiales. Luces de paz. No de confusión como las de las sirenas.
Por la mañana llegó mi madre. Yo estaba fuera, en el jardín. Se acercó y me abrazó. Me llevó a unas escaleras que había junto a la puerta principal de la casa y me dijo que mi hermano se había ido al cielo. Tenía solo quince años.
Le pregunté si iba a volver. Me dijo que, a partir de entonces, iba a cuidarnos desde allí. Qué complicado explicar algo así a un niño.
Parecía agotada. Su rostro reflejaba los signos de haber tocado con sus propias manos la desgracia más grande que jamás nadie puede palpar. Perder un hijo es dejar marchar un pedazo de tu alma. Y digo «dejar marchar» porque creo que es el ejercicio más difícil que existe ante una situación semejante. Aceptar. Soltar la mano. No desde la razón sino desde el corazón. La cabeza se alimenta del castigo, los reproches y la culpa mientras que el corazón es centro y equilibrio. Trabaja lento pero seguro. Transforma el dolor en perdón. Las heridas en cicatrices.
Mis padres debían enfrentarse a este terrible e inexplicable contratiempo juntos. Despedirse de un hijo y hacerse cargo de otros cuatro. No existía prueba de amor más contundente. En la prosperidad y en la adversidad. En la salud y en la enfermedad. En la riqueza y en la pobreza.
Dos personas diferentes frente a una misma situación. El peor de los escenarios. Ese que nunca imaginas.
Capítulo 2
Los dones
«La adversidad tiene el don de despertar talentos que en la comodidad habrían permanecido dormidos».
Horacio (65 a. C.-8 a. C.)
Siempre he pensado que el grueso de los acontecimientos que suceden a lo largo de nuestra existencia está escrito. No tenemos control sobre los asuntos verdaderamente relevantes. Nuestra capacidad de abarcar la propia vida queda reducida a una fracción puramente humana: escoger un método de acción ante las diferentes disyuntivas o alternativas con las que nos sorprende el mañana. Somos sujetos activos en el cómo, no en el qué.
Creo que cuando una persona nace, automáticamente recibe una serie de dones acordes al tipo de circunstancias que va a experimentar en su camino. Con ellos podrá, no solo dejar una huella imborrable en aquel que los descubra, sino confrontar los obstáculos de un modo más llevadero. Son regalos excepcionales que poseen un valor incalculable y, llegado el momento, se transforman en herramientas indispensables para encarar situaciones adversas.