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Ana von Rebeur - ¿Quién entiende a los hombres?

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Ana von Rebeur ¿Quién entiende a los hombres?
  • Libro:
    ¿Quién entiende a los hombres?
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2008
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¿Quién entiende a los hombres?: resumen, descripción y anotación

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Si quieres un hombre en tu vida o quieres conservar el que tienes ante todo - photo 1

Si quieres un hombre en tu vida o quieres conservar el que tienes, ante todo debes saber cómo son ellos y entender en qué idioma te hablan (si es que te hablan alguna vez). Si te has hecho alguna de estas preguntas (¿y qué mujer no lo ha hecho?), este libro es para ti.

  • ¿Por qué los hombres no quieren hablar de amor ni quieren compromisos?
  • ¿Por qué siempre tienen sueño?
  • ¿Por qué te dicen que te llamarán y no te llaman?
  • ¿Por qué son tan malos en la cama?
  • ¿Por qué nunca te cuentan lo que sienten?
  • ¿Por qué son tan tacaños?

Ana von Rebeur Quién entiende a los hombres ePub r13 Titivillus 300616 - photo 2

Ana von Rebeur

¿Quién entiende a los hombres?

ePub r1.3

Titivillus 30.06.16

Título original: ¿Quién entiende a los hombres?

Ana von Rebeur, 2008

Ilustraciones: Ana von Rebeur

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Notas 1 Reducción Rápida de Cerebro 2 Esto sucedió porque había - photo 3

Notas

[1] Reducción Rápida de Cerebro.

[2] Esto sucedió porque había superpoblación, así que crear vida como hacían las mujeres era un incordio. La humanidad ya no vivía de la agricultura (donde se necesitan vástagos para levantar las cosechas) sino del comercio. El mayor valor de la sociedad fue el dinero, y por ser los hombres los encargados de ganarlo, ellos pasaron a ser más importantes que las mujeres.

[3] Y por eso Sarkozy la derrotó… por pequeño margen.

[4] Su esposo, el expresidente Bill Clinton dijo al respecto: «Lo dicen porque es mujer, para no dejarla llegar al poder. El electorado norteamericano espera que el hombre, y no la mujer, sea agresivo». Ejem… ¿Sólo el americano?

[5] Por si no lo sabes, es la mujer de un exdictador filipino a la que le encontraron 700 pares de zapatos en su lujosa mansión.

[6] Astuto sistema humano diseñado para que ellos no se marchen con otra dejándonos solas con los críos y sus pañales sucios.

[7] Tamburrini es exarquero de fútbol argentino, doctor de física en la Universidad de Goteborg, Suecia, investigador sobre deportes y autor de la novela autobiográfica Pase Libre, que luego se llevó al cine.

Capítulo 9. Cómo seguir enamorados para siempre

CAPÍTULO 9

Cómo seguir enamorados para siempre

Recetas para tener un hombre todo para ti y disfrutarlo todo lo que puedas

La felicidad está en todas partes.

Lo que hay que saber es cómo extraerla.

—CONFUCIO

Lo que tenemos en común

Veamos finalmente qué espera una mujer de un hombre y qué espera un hombre de una mujer.

¿Qué esperan las mujeres del hombre con quien van a compartir sus días? Que sea seguro de sí mismo, auténtico y generoso. Que sea alegre y optimista. Que la haga sentir única. Que le sea fiel y que no le haga sentir celos. Que tenga planes y proyectos y que la apoye a ella en sus metas. Que sea un buen compañero. Que la escuche con interés y que le demuestre que puede contar con él. Y que la bese seguido.

¿Y qué crees que espera un hombre de la mujer de sus sueños? Que sea segura de sí misma, auténtica y generosa. Que sea alegre y optimista. Que lo haga sentir único. Que le sea fiel y que no le haga sentir celos. Que tenga planes y proyectos, y que lo apoye a él en sus metas. Que sea una buena compañera. Que lo escuche con interés y que le demuestre que puede contar con ella. Y que lo bese seguido.

Como ves, ambos sexos esperamos exactamente lo mismo. Así que los hombres no son tan distintos de las mujeres. A hombres y mujeres nos gustan las personas que nos alientan y no nos critican, que confían en nosotros, y que nos hacen reír. Hombres y mujeres esperamos lo mismo de una pareja.

Eso simplifica mucho las cosas. Te muestra que para estar bien con un hombre solamente debes tratarlo como quisieras que él te trate a ti.

El poder de las palabras de amor

Un señor japonés llamado Masaru Emoto se hizo famoso por una prueba muy extraña. Pegó palabras de amor a ciertos frascos de agua e insultos en otros frascos. Luego congeló ambos frascos y tomó fotografías de los cristales de agua. Así descubrió que el agua de las palabras amorosas se cristalizaba en formas simétricas de estrellas, como copos de nieve, mientras que los cristales del agua insultada tenían formas redondeadas y amorfas, como gelatina. De esto el señor Emoto concluyó que las vibraciones positivas forman cristales bellos, y que si los seres humanos somos un 80% agua, las palabras de amor también nos convierten en estrellados copitos de nieve. No sé si las experiencias del japonés han ayudado a alguien más que a él, ya que lo llevaron a mostrar sus fotografías por todo el mundo. Tampoco entiendo por qué el señor Emoto considera que las formas angulares y simétricas son más bellas que las onduladas y asimétricas. ¿Será un trauma de la infancia porque de niño lo azotaban cuando cortaba el sushi torcido?

Pese a eso, el señor Emoto nos hace reflexionar sobre el poder de las palabras. En eso hay que darle la razón: las palabras dulces que salen del corazón —no las fórmulas de compromiso al estilo «Huele usted maravillosamente, señor Kawasaki. Mis ojos saltan de regocijo al verle»— producen un efecto positivo en quien las oye, que a su vez será amable con quien las dice, lo que lleva a una escalada ilimitada de cortesía que acabará en ápices fastuosos de generosidad, como que alguien erija una pirámide de Keops en tu memoria y vaya a hacer cincuenta abdominales al gimnasio por ti.

No hay duda de que un amor durará más si en la comunicación florecen palabras como «dulce», «cariño», «corazón», «cielo», «mi vida», y si abundan las frases del tipo «Eres lo mejor», «Qué buena idea has tenido», «Me siento tan bien contigo», «Te quiero tanto», «Te amo con todo mi corazón», «Por favor», «Perdón» y «Gracias». Desde ya, es mucho mejor hablarse así que comunicándose con preguntas. Si te fijas, los peores problemas de pareja nacen de comunicarse con preguntas como: «¿Qué hace esto tirado aquí?», «¿Es que no lo entiendes?», «¿No tienes nada mejor que hacer?», «¿Qué tienes en la cabeza?», «¿Qué has dicho?», «¿Eres sordo?», «¿Estás loca?», etc. Cuando hay intenciones de cuidar la relación, no sólo es inteligente decirse cosas agradables sino que es más inteligente contener la tentación de decir la maldad adecuada en el momento en que haga más daño, como cuando estamos muy enojados.

Hay maridos que detestan lo de «amorcito» y «cielito» porque saben que tres palabras después viene el pedido de «necesito que compres…». También hay maridos que no soportan que les digas «Cuchi-cuchi», porque dicen que así le dice Betty Mármol a Pablo, el de Los Picapiedras. Muchos hombres piensan que decirse cosas dulces es cursi y reblandecido. Como él no te las dice a ti, tú no se las dices a él… y así ambos cada vez se alejan más del trato amoroso.

Aunque tampoco creo que la profusión de lisonjas sea la medida del amor, si los hombres supieran cuánto mejor se siente una mujer cuando le dicen cosas dulces, y cuán dispuestas estamos a perdonar que se sienten toda la tarde a mirar fútbol, dirían muchísimas más cosas dulces.

Yo se lo he dicho a mi marido, y tres días después —ellos necesitan tiempo para comprender lo que les has dicho—, me despertó diciéndome: «Preciosa…». Yo abrí los ojos como platos, y entusiasmadísima le dije: «¿Qué? ¿Dijiste “preciosa”? ¡Dime más!». Y se cerró como una ostra diciendo: «Ah, no… ¡No me presiones!». Esperé dos días más y no volvió a decirme nada lindo. Entonces le expliqué que el motor de las mujeres son las palabras de amor. Me dijo: «Es verdad, pero no se me ocurre qué decirte que no sean obviedades. Es obvio que me gustas, es obvio que te quiero, es obvio que me alegra estar contigo… ¿Qué más quieres que te diga?». Y le dije que, como es hombre, comprendo que no se le ocurra ninguna palabra bonita, por lo cual le aconsejé que fuera a una tienda de venta de tarjetas de días especiales —del tipo Hallmark de las que hablábamos al principio—, que buscara entre las que llevan corazones impresos, que apuntara disimuladamente todas las frases de las tarjetas y que pegara el listado de frases amorosas en la mesilla de luz para recitármelas cada mañana. Me hizo caso, y a la mañana siguiente me despertó, amorosamente, y me dijo: «¡Buen viaje, amigo!», «Mucha suerte en tu nuevo trabajo», «¡Felicidades, es una niña!», «¡Feliz cumpleaños, abuelita!», y «Esperamos que te repongas pronto».

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