Uniendo el punto de vista científico, psicológico y humano, la autora nos ofrece una reflexión profunda, salpicada de útiles consejos y con vocación eminentemente didáctica, acerca de la aplicación de nuestras propias capacidades al empeño de procurarnos una existencia plena y feliz: conocer y optimizar determinadas zonas del cerebro, fijar metas y objetivos en la vida, ejercitar la voluntad, poner en marcha la inteligencia emocional, desarrollar la asertividad, evitar el exceso de autocrítica y autoexigencia, reivindicar el papel del optimismo…
A mis seis hombres.
U N VIAJE QUE EMPIEZA…
Un viaje de mil millas comienza con el primer paso.
L AO- T SÉ
Los aviones, los trenes y, en general, los medios de transporte son lugares maravillosos para que sucedan cosas sorprendentes. Únicamente hay que dejarse llevar, observar e intervenir si surge una buena oportunidad. Las mejores historias de mi vida han surgido en situaciones de ese tipo.
Hace unos años, en un vuelo Nueva York-Londres, viajaba sentada en el asiento de la ventanilla. Siempre elijo ese lugar porque disfruto observando el cielo, las nubes, el mar y sobre todo porque me gusta recordar la insignificancia del ser humano ante la inmensidad de la naturaleza, relativizando así lo que nos pasa en la tierra. Siempre presto atención al pasajero que se sienta junto a mí. Tras tantas horas de vuelo uno conecta de cierta manera con su vecino. Analiza lo que lee; lo que ve en la pantalla…, si come, si duerme…; involuntariamente uno no puede evitar conjeturar sobre sus circunstancias y los motivos de su viaje. ¿Tendrá familia? ¿Viajará por trabajo? No faltan momentos en que uno se levante, y por educación se cruzan unas palabras sencillas. Generalmente, al final del vuelo, uno se despide cordialmente.
Siempre he pensado aquello de que «basta mirar a alguien con atención, para que se convierta en alguien interesante».Es normal que haya una conversación en algún momento del vuelo. Gracias a esas interacciones he conocido a personas de lo más fascinantes y me han sucedido historias que han marcado mi vida en muchos aspectos.
En este vuelo en concreto, despegando desde Nueva York, me senté al lado de un señor mayor. Leía el periódico y yo saqué de mi bolso unos apuntes de la carrera. Era anatomía, mis dibujos tomados en clase no tenían calidad —siempre he dibujado mal— y mientras intentaba memorizar los cientos de nombres noté la mirada del tipo sobre mis hojas. Le sonreí:
— I study Medicine.
Me contestó:
—M y father is a doctor .
Analicé rápidamente al tipo —me encanta hacerlo desde joven—, pero mantenía, a pesar de la cordialidad, una mirada fría e infranqueable. Me curioseó y añadí,
—¿Ha heredado usted la profesión de su padre?
—No. Siempre me ha gustado más la investigación.
—¿De qué tipo?
—Investigo terrorismo.
Cerré los apuntes. Se me planteaba una conversación que pintaba muy interesante. Mi colección de músculos y extraños huesecillos seguiría ahí al llegar a Madrid. Mi interlocutor me confesó que acababa de jubilarse después de más de treinta años en la CIA. Desde hacía un tiempo estaba permitido hablar más «libremente» de su trabajo y durante el resto del vuelo me explicó la guerra de Irak y las tensiones geopolíticas en la zona, las pugnas por el petróleo y los gaseoductos, los intereses de los distintos países occidentales… Todo ello sobre un improvisado mapa de Oriente Medio con flechas hacia todos lados.
Soy una apasionada de la historia y las relaciones internacionales, y reconozco que no paraba de tomar notas. En un instante de la conversación, le comenté que estudiaba para ser psiquiatra. Me escudriñó con atención y mantuvo un silencio durante unos instantes antes de hacerme preguntas de lo más peculiares sobre mis gustos y mi forma de ser. No estoy acostumbrada a que me pregunten con tanta intensidad sobre mí, ya que suelo ser yo la que hago esas preguntas, pero intentaba responder lo más sinceramente posible.
Tras una pausa, me propuso hacer una estancia en la CIA cuando terminara mi especialidad y realizar algún tipo de trabajo como psiquiatra forense o de investigación. En ese momento se me iluminaron los ojos. Me parecía un mundo apasionante. Sonreí y añadí:
—Siempre y cuando no tenga que ir al terreno, tiendo a ser un poco miedosa.
Me dejó su contacto y nos despedimos. Le escribí varias veces y mantuvimos correspondencia vía mail durante varios años.
Desgraciadamente para el lector, nunca llegué a trabajar ahí, ya que la vida me ha llevado por otros derroteros, pero llevo en mi cartera la tarjeta de mi «amigo analista» que me recuerda que las oportunidades están cerca, pero hay que salir a buscarlas.
En mi opinión pocas frases han hecho más daño que la de «vendrá cuando menos te lo esperas». Nadie va a venir a buscarnos a casa para proponernos el proyecto de nuestra vida. Hay que ir a su encuentro.
Una de las cosas que genera más angustia es la incapacidad de saber qué es aquello a lo que debo dedicarme o dónde elegir. Decidir se plantea como un reto imposible. Vivimos en un mundo lleno de oportunidades; nunca hemos tenido tanto al alcance con tan poco. Nos encontramos en el momento de mayor estimulación de la historia; hoy en día, cualquier niño de siete años ha recibido más información y estímulos —música, sonido, comidas, sabores, imágenes, vídeos…— que cualquier otro ser humano que haya poblado antes la Tierra.
Esa sobreestimulación dificulta la toma de decisiones. La juventud de hoy —los famosos millennials, entre los que tengo un pie puesto— se encuentra aturdida sin saber qué decidir y hacia dónde dirigirse. En lo profesional, los distintos lugares donde uno cursa los estudios y, concluidos estos, las salidas profesionales son incontables y se plantean como algo imposible de elegir. De golpe surgen multitud de posibilidades y uno no sabe hacia dónde dirigir su vida. Es la sociedad de la confusión y de la dificultad de compromiso. Veo cada vez más chicos «bloqueados» sin saber, porque para decidirse necesitan sentir.
Los millennials viven empapados de emociones y sentimientos que les llevan a necesitar una gratificación constante para avanzar. Hablaremos más adelante de esto para comprender mejor qué está sucediendo en la mente de muchos jóvenes. Existe una brecha clara entre dos generaciones que conviven: los nacidos antes de los ochenta y los nacidos después de los noventa. Los que nos encontramos entre los ochenta y los noventa hemos vivido en una época de transición importante.
Los anteriores a los ochenta, generalmente han luchado bastante; muchos vienen de hijos de las guerras, han sacado a familiares adelante; y lo más importante: el mundo digital, internet y las redes sociales les ha pillado después de la adolescencia. Esto es clave. Sus relaciones personales, su manera de trabajar y enfrentarse a la vida, así como sus creencias están basadas en otros conceptos —no me refiero a ideologías concretas, sino a la manera en que están constituidas—.
Después de los noventa acontece algo decisivo: nace internet. En este libro entenderemos qué impacto posee el bombardeo de estímulos al que están sometidos desde que nacen los más pequeños en nuestra sociedad actual, así como el efecto de las redes sociales en el sistema de gratificación del cerebro, razón por la cual nos encontramos ante una generación profundamente insatisfecha. Para motivarles —en lo educativo, emocional, afectivo, profesional y económico— con frecuencia se precisan estímulos cada vez más fuertes, más intensos.
Cómo hacer que te pasen cosas buenas requiere de varios elementos. En la vida hay instantes muy duros donde lo importante es sobrevivir y encontrar algún apoyo donde sostenerse. El resto del tiempo, tenemos que luchar por sacar TMV — Tu Mejor Versión—. Hablaremos de la actitud y del optimismo; la forma con la que nos enfrentamos a la vida tiene un gran impacto en lo que nos sucede. La predisposición, la actitud previa ante cualquier situación determina cómo respondemos a ella.