R. J. Palacio - Wonder - El juego de Christopher
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- Libro:Wonder - El juego de Christopher
- Autor:
- Editor:Nube de Tinta
- Genre:
- Año:2015
- Índice:4 / 5
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Wonder - El juego de Christopher: resumen, descripción y anotación
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R. J. PALACIO
Traducción de Diego de los Santos
www.megustaleerebooks.com
Las recientes observaciones están cambiando nuestra manera de entender los sistemas planetarios, y es importante que la nomenclatura de los objetos refleje nuestra manera de entenderlos en la actualidad. Esto hay que aplicarlo, en particular, a la denominación «planetas». En su origen, la palabra «planeta» significaba «errante» y se refería a los cuerpos conocidos únicamente como luces en movimiento en el cielo. Los últimos descubrimientos nos obligan a elaborar una nueva definición, para lo que podemos servirnos de la información científica disponible en la actualidad.
U NIÓN A STRONÓMICA I NTERNACIONAL (UAI),
extracto de la Resolución B5
Supongo que nadie tiene la culpa.
Vamos a despegar.
¿Volverán las cosas a ser como antes?
E UROPE , «The Final Countdown»
Es tan misterioso el país de las lágrimas…
A NTOINE DE S AINT- E XUPÉRY ,
El Principito
Yo solo tenía dos días de vida la primera vez que vi a Auggie Pullman. Yo no me acuerdo, claro, pero me lo contó mi madre. Mis padres acababan de llevarme a casa del hospital y los padres de Auggie también acababan de llevarlo a casa por primera vez. Pero Auggie ya tenía tres meses. Había tenido que quedarse todo ese tiempo en el hospital porque necesitaba que lo operasen para que pudiera respirar y tragar. Respirar y tragar son cosas que la mayoría de nosotros hacemos sin pensar, porque las hacemos de manera automática. Pero Auggie, cuando nació, no las hacía de manera automática.
Mis padres me llevaron a su casa para hacer las presentaciones. Auggie estaba en el salón, conectado a un montón de aparatos médicos. Mi madre me cogió y me acercó para que lo viese de cerca.
—August Matthew Pullman —anunció—, te presento a Christopher Angus Blake, tu primer amigo.
Nuestros padres aplaudieron y brindaron por la feliz ocasión.
Mi madre y la madre de Auggie, Isabel, se habían hecho amigas antes de que nosotros naciéramos. Se conocieron en el supermercado de la avenida Amesfort al poco de que se instalaran mis padres en el barrio. Como las dos estaban a punto de dar a luz y vivían la una enfrente de la otra, mi madre e Isabel decidieron formar un grupo de madres. Un grupo de madres es cuando unas cuantas madres se reúnen y quedan para que sus hijos jueguen juntos. Al principio, en el grupo de madres había unas seis o siete madres más. Quedaron un par de veces antes de que naciera ninguno de nosotros. Pero cuando nació Auggie, solo se quedaron en el grupo otras dos madres: la de Zachary y la de Alex. No sé qué pasó con las demás.
Durante los dos primeros años, las cuatro madres del grupo —con nosotros, que éramos bebés— quedaban casi a diario. Las madres salían a correr por el parque con nosotros acomodados en los carritos, daban largos paseos por la orilla del río con nosotros embutidos en mochilas portabebés y comían en el Heights Lounge con nosotros sentados en tronas.
Las únicas ocasiones en las que Auggie y su madre no quedaban con el grupo era cuando Auggie estaba ingresado en el hospital. Tenían que hacerle un montón de operaciones, porque, igual que con lo de respirar y tragar, había otras cosas que no hacía de manera automática. Por ejemplo, no podía comer. Ni hablar. Ni siquiera podía cerrar del todo la boca. Los médicos tuvieron que operarlo para que pudiera hacer todas esas cosas. Pero, incluso después de las operaciones, Auggie no podía comer, ni hablar, ni cerrar la boca del todo como lo hacíamos Zack, Alex y yo. Incluso después de todas aquellas operaciones, Auggie era muy distinto a nosotros.
Creo que no entendí del todo lo distinto que era Auggie hasta que tuve cuatro años. Era invierno y Auggie y yo llevábamos puestas las parkas y las bufandas mientras jugábamos en el parque. En un momento dado, subimos por la escalera hasta la rampa que había en lo alto de la estructura de juegos y nos pusimos a la cola para tirarnos por el tobogán más alto. Cuando estaba a punto de tocarnos, a la niña que teníamos delante le dio miedo tirarse por el tobogán y se dio media vuelta para dejarnos pasar. Entonces vio a Auggie. Abrió los ojos de par en par, se quedó boquiabierta y se puso a gritar y a llorar como una histérica. Estaba tan alterada que no pudo bajar siquiera por la escalera y su madre tuvo que subir por la rampa para cogerla. Entonces Auggie también se echó a llorar, porque sabía que la niña lloraba por su culpa. Se tapó la cara con la bufanda para que no lo viese nadie y su madre también tuvo que subir por la rampa para cogerlo. No me acuerdo de todos los detalles, pero recuerdo que se montó un buen jaleo. Se formó un corrillo de gente alrededor del tobogán y todos se pusieron a hablar en susurros. Recuerdo que nos dimos mucha prisa en abandonar el parque. Recuerdo también que Isabel estaba llorando mientras se llevaba a Auggie a casa.
Esa fue la primera vez que me di cuenta de lo distinto que era Auggie. Pero no fue la última. Igual que con lo de respirar y tragar, llorar es algo que casi todos los niños hacen de manera automática.
No sé por qué me dio por pensar en Auggie nada más levantarme. Hacía tres años que nos habíamos mudado aquí y no lo había visto desde octubre, cuando celebró su fiesta de cumpleaños en la bolera. A lo mejor había soñado con él. No sé. El caso es que estaba pensando en Auggie cuando mi madre entró en mi cuarto unos minutos después de apagar el despertador.
—¿Estás despierto, cielo? —preguntó en voz baja.
Por toda respuesta, me tapé la cabeza con la almohada.
—Ya es hora de levantarse, Chris —añadió alegremente mientras descorría las cortinas.
Hasta con la cabeza debajo de la almohada y los ojos cerrados había demasiada luz en la habitación.
—¡Corre las cortinas! —protesté.
—Parece que se va a pasar todo el día lloviendo —comentó suspirando, sin correr las cortinas—. Venga, no querrás volver a llegar tarde. Además, hoy tienes que ducharte.
—Pero si me duché hace un par de días.
—¡Precisamente!
—¡Uf!
—Vamos, cielo —susurró dando un golpecito en la almohada.
—¡Vale! ¡Ya me levanto! —grité al apartarme la almohada de la cara—. ¿Ya estás contenta?
—Estás hecho un cascarrabias de buena mañana —afirmó mientras negaba con la cabeza—. ¿Qué ha sido del dulce niño que el año pasado estudiaba cuarto de primaria?
—¡Lisa! —protesté.
Mi madre no soportaba que la llamase por su nombre. Pensé que si lo hacía saldría de mi habitación, pero se puso a recoger la ropa del suelo y la metió en el cesto de la ropa sucia.
—Oye, ¿anoche pasó algo? —pregunté, aún con los ojos cerrados—. Te oí hablar por teléfono con Isabel justo cuando iba a acostarme. Era como si hubiera pasado algo malo…
Mamá se sentó en el borde de la cama mientras yo me frotaba los ojos para espabilarme.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Tan malo es? Creo que esta noche he soñado con Auggie.
—No, Auggie está bien —contestó torciendo ligeramente el gesto. Luego me apartó el pelo de los ojos—. Iba a esperar un poco para…
—¿Qué? —la interrumpí.
—Cariño, anoche murió Daisy.
—¿Cómo?
—Lo siento, cielo.
—¡Daisy!
Me tapé la cara con las manos.
—Lo siento, cariño. Ya sé lo mucho que la querías.
Recuerdo el día que el padre de Auggie llevó a Daisy a su casa por primera vez. Auggie y yo estábamos jugando al Trouble en su habitación cuando, de repente, oímos unos gritos agudos que provenían de la puerta de entrada. La que gritaba era Via, la hermana mayor de Auggie. También oímos a Isabel y a Lourdes, mi canguro, hablando animadamente. Bajamos corriendo por la escalera para ver a qué se debía tanto revuelo.
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