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Søren Kierkegaard - La enfermedad mortal

Aquí puedes leer online Søren Kierkegaard - La enfermedad mortal texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1849, Editor: ePubLibre, Género: Religión. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Søren Kierkegaard La enfermedad mortal
  • Libro:
    La enfermedad mortal
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1849
  • Índice:
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La enfermedad mortal: resumen, descripción y anotación

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Luz

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EXORDIO

Esta enfermedad no es de muerte (Juan, XI, 4) y, sin embargo, Lázaro murió; pero como los discípulos no comprendían la continuación: Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido, pero yo voy a despertarlo de su sueño, el Cristo les dijo sin ambigüedad: Lázaro está muerto, (XI, 14). Por lo tanto, Lázaro está muerto y, no obstante, no se trata de una enfermedad mortal; es un hecho que está muerto, sin haber estado, sin embargo, enfermo de muerte.

Evidentemente el Cristo pensaba aquí en aquel milagro que mostraría a sus contemporáneos, es decir a quienes pueden creer, la gloria de Dios, en ese milagro que despertó a Lázaro de entre los muertos; de modo que esa enfermedad no sólo no era de muerte, sino que la predijo, a la gloria de Dios, a fin de que el hijo de Dios fuera glorificado por ella.

¡Pero incluso si el Cristo no hubiera despertado a Lázaro, no sería menos cierto que esa enfermedad, la muerte misma, no es la muerte!

A partir del momento en que el Cristo se aproxima a la tumba exclamando: ¡Lázaro, levántate y anda! (XI, 43), estamos seguros de que esa enfermedad no es de muerte. Pero incluso sin esas palabras, nada más que acercándose a la tumba, Él, que es la Resurrección y la Vida (XI, 25), ¿no indica que esa enfermedad no es de muerte? ¿Y por la existencia misma del Cristo no es evidente? ¡Qué beneficio para Lázaro es ser resucitado para tener que morir finalmente! ¿Qué beneficio sin la existencia de Aquel que es la Resurrección y la Vida para cualquier hombre que crea en Él? No, no es por la resurrección de Lázaro que esa enfermedad no es de muerte, sino porque Él es, por Él. Pues en el lenguaje de los hombres, la muerte es el fin de todo y como ellos dicen, mientras dura la vida, dura la esperanza. Pero para el cristianismo, de ningún modo la muerte es el fin de todo, ni un simple episodio perdido en la única realidad que es la vida eterna; y ella implica infinitamente más esperanza de la que comporta para nosotros la vida, incluso desbordante de salud y de fuerza.

Así, para el cristianismo, ni la misma muerte es la enfermedad mortal, y aun menos todo lo que surge de los sufrimientos temporales: penas, enfermedades, miserias, aflicción, adversidades, torturas del cuerpo y del alma, pesares y quebrantos. Y de todo este fardo, por pesado y duro que sea para los hombres, al menos para quienes lo sufren, aun cuando anden diciendo: la muerte no es peor, de todo este fardo semejante a las enfermedades, aun cuando no sea una de ellas, nada es para el cristianismo la enfermedad mortal.

Tal es el modo magnánimo con que el cristianismo enseña al cristiano a pensar acerca de todas las cosas de aquí abajo, comprendida entre ellas la muerte. Casi resulta como si tuviera que enorgullecerse de estar con altanería por encima de los que de ordinario se trata como desgracia, por encima de lo que de ordinario se considera el peor de los males… Pero, en cambio, el cristianismo ha descubierto una miseria cuya existencia ignora el hombre, como hombre; y es ella la enfermedad mortal. El hombre natural podrá enumerar todo lo horrible… y agotarlo todo; el cristiano se ríe del balance. Esta distancia del hombre natural al cristiano es como la del niño al adulto: no es nada para el adulto. El niño no sabe qué es lo horrible, pero el hombre lo sabe y tiembla. El defecto de la infancia es, en primer término, no conocer lo horrible y, en segundo término, temblar de aquello que no es de temer, lo mismo le sucede al hombre natural; ignora dónde se halla realmente el horror, lo que no le exime de temblar, pero tiembla de lo que no es lo horrible. De igual modo, el pagano en su relación con la divinidad; no sólo desconoce al verdadero Dios, sino también adora como dios a un ídolo.

El cristiano en el único en saber qué es la enfermedad mortal. El cristianismo le da un coraje que desconoce el hombre natural, un coraje que recibe con el temor a un grado más de lo horrible. Ciertamente, siempre nos es dado el coraje; y el pavor a un peligro mayor nos da ánimo para afrontar no menos; y el temor infinito a un único peligro, nos hace inexistentes todos los demás. Pero la horrible lección del cristiano es haber aprendido a conocer la Enfermedad mortal.

LIBRO QUINTO

LA CONTINUACIÓN DEL PECADO

El estado continuo del pecado es un pecado más; o para usar una expresión más precisa, y como se desarrollara luego, permanecer en el pecado es renovarlo, es pecar. Quizá le resulte esto exagerado al pecador, a él, que reconoce apenas otro pecado actual como pecado nuevo. Pero la eternidad, su contador, está obligada a registrar el estado que se queda en el pecado, en el pasivo de nuevos pecados. Su libro no tiene más que dos columnas y todo lo que no proviene de la fe es pecado (Epístola a los romanos, XIV, 23); la falta de arrepentimiento después de cada pecado es otro pecado; incluso cada uno de los instantes en que permanece ese pecado sin arrepentimiento, es un pecado nuevo. ¡Pero cuán raros son los hombres cuya conciencia íntima guarda una continuidad! Generalmente sus conciencias no son más que una intermitencia, que no se manifiestan más que en las decisiones graves y permanecen cerradas a lo cotidiano; el hombre no existe un poco como espíritu, más de una hora por semana… evidentemente un modo bastante animal de existencia espiritual. La esencia misma de la eternidad es, sin embargo, continuidad, y exige del hombre, es decir que quiere que tenga conciencia de ser espíritu y lo crea. El pecador, por el contrario, está tan en poder del pecado, que no suponiendo su alcance, incluso ni sabe que toda su vida se encuentra en el camino de la perdición. No registra más que cada nuevo pecado, que le da como un nuevo impulso sobre el mismo camino, como si en el instante anterior no fuera hacia él con toda la rapidez de los pecados anteriores. El pecado se le ha hecho tan natural o tan una segunda naturaleza, que no percibe nada anormal en la marcha de cada día, y no realiza un breve retroceso más que en el momento de recibir de cada nuevo pecado como un nuevo impulso. En esta perdición, en lugar de la continuidad verdadera de la eternidad, la del creyente que se sabe en presencia de Dios, no ve la de su propia vida… la continuidad del pecado.

¿La continuidad del pecado? ¿Pero el pecado no es precisamente discontinuidad? Henos de nuevo ante la teoría de que el pecado no es más que una negación, de la cual ninguna prescripción podrá hacer nunca una propiedad, así como tampoco una prescripción no da nunca derechos sobre un bien robado; que no es más que una negación, un impotente ensayo de constituirse, destinado a través de todos los suplicios de la impotencia, en un desesperado desafío, a no lograrlo jamás. Sí, es ésta la teoría de los filósofos; pero para el cristiano, el pecado (y esto debe ser creído, siendo la paradoja, lo ininteligible) es una posición que se desenvuelve por sí misma, una continuidad cada vez más positiva.

Y la ley de crecimiento de esta continuidad no es tampoco la misma que la que rige una deuda, o una negación. Pues una deuda no crece por el hecho de no ser pagada, sino sólo cada vez que se le agrega una nueva. El pecado, por su parte, crece a cada instante que se permanece en él. El pecador tiene tan poca razón en no ver acrecentamiento del pecado más que en cada nuevo pecado que, en el fondo, para los cristianos, el estado que resta en el pecado es su acrecentamiento, el nuevo pecado. Incluso existe un dicho para expresar que es humano pecar, pero satánico perseverar en el pecado; sin embargo, el cristiano está obligado a entenderlo un poco diferentemente. No tener más que una visión discontinua, no registrar más que los pecados nuevos y saltar los intervalos, el intermedio de un pecado a otro, no es menos superficial que creer, por ejemplo, de que un tren no avanza más que cada vez que se oye jadear la locomotora. Empero, ni el silbido, ni el impulso que le sigue, es lo que en realidad hay que ver, sino la rapidez continua con que avanza la locomotora y produce ese jadeo. Igual sucede con el pecado. El estado de permanecer en el pecado es su fondo mismo; los pecados singulares no son su continuación, sino que, únicamente, la traducen; cada pecado nuevo no hace más que hacernos sensible la rapidez.

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