Mark Twain - Cartas de amor
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- Libro:Cartas de amor
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1949
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Cartas de amor: resumen, descripción y anotación
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[ELMIRA] LUNES, 12 DE LA NOCHE
[7 DE SEPTIEMBRE DE 1868]
Mi Honorable «Hermana», me siento fuertemente impulsado a decirte lo mucho que te agradezco, a ti y a todos vosotros, la paciencia, la consideración y la incondicional amabilidad que me habéis demostrado desde que vuestro techo me cobijó, y que han hecho que estas dos últimas semanas sean el único periodo perfecto de mi vida, excepto por un detalle. Perfecto, excepto por un detalle. Lo digo deliberadamente. Porque no me arrepiento de haberte querido, de seguir queriéndote y de quererte siempre. Acepto la situación con resignación, por muy dura que sea. Los años me han hecho conocer el dolor, el desastre y la decepción, y he soportado estas dificultades hasta convertirme en un hombre. Así pues, también soportaré esta última, la más amarga, aunque me rompa el corazón. No deshonraría este amor tan digno que ha nacido en mi interior con ningún pensamiento pueril, ni ninguna palabra, ni ningún hecho. Prefiero haberte querido y haberte perdido a que mi vida hubiese seguido siendo ese vacío que era antes. Al menos por una vez en los años desaprovechados que se me han escapado, he visto toda la belleza del mundo y he conocido la esperanza. Por una vez he sabido lo que era sentir mi lento pulso acelerarse por una viva ambición. El mundo que tan bello era se ha oscurecido de nuevo; la esperanza que brilló como el sol se ha ido; la intrépida ambición ha muerto. A pesar de esto, lo repito, prefiero haberte querido y quererte, adorarte con una devoción más que oriental, depositar toda mi vida, que vale la pena vivir, sobre este altar sin esperanza, que ninguna llama de amor conseguirá prender. Si tan sólo pudieras…
Pero ya basta. Lo he dicho únicamente empujado por el impulso que conduce a los hombres a hablar de grandes calamidades que les han sucedido para, de esta forma, aliviarse. No lo he dicho para hacerte daño. Las palabras ya están pronunciadas y han llegado a unos oídos clementes. A partir de ahora, por tu bien, prohíbo a mi lengua y a mi pluma que las vuelvan a repetir.
Así que, de ahora en adelante, sólo pido que me permitas hablarte con el amor que un hermano siente hacia su hermana. Te pido que de vez en cuando me escribas, como le escribirías a un amigo que sabes que haría todo lo que estuviera en su mano para ser digno de tu amistad; o a un hermano que sabes que defendería el honor de su hermana tanto como el suyo propio, para quien sus deseos serían su ley y que daría prioridad a sus opiniones puras frente a su ciega sabiduría mundana. Yendo a la deriva como voy ahora, y sin timón, mi viaje no promete nada bueno; pero mientras el acogedor faro de tu amor fraternal brille, aunque sólo sea débilmente, entre la niebla y las brumas, nunca perderé la esperanza. No defraudaré tu confianza hablándote en futuras cartas de este amor muerto cuyo réquiem he estado cantando. No, no te ofenderé. No te malinterpretaré.
Mi honorable hermana, ¡eres tan buena y tan hermosa… y estoy tan orgulloso de ti! Aunque sea pequeño, hazme ese hueco que me has prometido en el gran corazón que tienes, y si algún día dejo de merecerlo, ¡seguiré siendo el vagabundo sin hogar que soy! Si tú y la vieja Fairbanks sólo vais a reñirme y a censurarme, me abriré camino en este mundo, sin tener miedo a nada. Escríbeme algo de vez en cuando, textos del Nuevo Testamento si no se te ocurre otra cosa, o disertaciones acerca [del pecado] de fumar, o fragmentos de tu Libro de Sermones; cualquier cosa, lo que sea… El pensamiento de que mi incomparable hermana lo haya escrito será suficiente. Si fuera una recomendación, la consideraría; si fuera una orden, cumpliría con ella; si fuera una instrucción, la obedecería o [me partiría mi fiel cuello] agotaría mis energías intentándolo.
Y ahora, adiós, mi preciada hermana… y que todos los pesares a los que estás predestinada caigan sobre mi loca cabeza, que se alegraría y se enorgullecería mucho de sufrirlos en tu lugar. Te dejo con los ángeles guardianes, porque, siendo una hija de la tierra como eres, están por todas partes en el aire que te rodea. Están contigo siempre.
Sinceramente y con cariño
SAML. CLEMENS
ST. LOUIS, 21 DE SEPTIEMBRE DE 1868
Mi honrada hermana: no encuentro palabras para decirte lo muy agradecido que estoy por la gran generosidad y la atenta consideración que te han inducido a hablar con tanta dulzura, cuando podrías haber causado un daño muy profundo. He deseado con todas mis fuerzas recibir una respuesta tuya, y sin embargo lo temía, porque no me parecía posible que, dadas las circunstancias, pudieras escribirme una carta sin hacerme daño, por mucho que intentaras evitarlo. Pero lo has hecho. Ha sido casi un milagro. Por tanto, ¿acaso es extraño que esté agradecido?
Y te doy las gracias por la agradable sorpresa que me has dado con la fotografía; no puedo expresar hasta qué punto te lo agradezco, aunque nunca te he culpado ni lo más mínimo por haberla ocultado [antes] anteriormente. Nunca lo habría imaginado, porque entonces creía, y sigo creyendo, que todo lo que hagas está bien. Así que, ahora que has prescindido de esta justa y correcta norma de conducta para darme esta satisfacción, sé que lo has hecho por voluntad propia y que has enviado el regalo sin renuencia ni recelo. Sabes muy bien lo mucho que te venero, hermana, como para temer que algún día tengas alguna razón para arrepentirte de haber infringido la ley.
Me dices: «Rezaré por ti cada día». Nunca me han dicho nada que me emocionara más que estas palabras. Han vuelto a mi mente una y otra vez; y he estado pensando, pensando, pensando, hasta llegar a la conclusión de que sería muy poco hombre si continuara por el mismo camino imprudente mientras tú rezas por mí; si demostrara falta de respeto, de valor, de veneración, mientras alguien expresa las necesidades de una persona como yo en la majestuosa presencia de Dios. [No había pensado en esto antes] Te ruego que sigas rezando por mí, pues tengo, en cierto modo, la ligera y remota impresión de que no será completamente en vano. Por una parte, al menos, no debería ser en vano, porque voy a mejorar tanto mi comportamiento que cada día que pase seré más digno de tus oraciones, de tu buena fe y de tu preocupación fraternal. Es más (me ha costado mucho decidirme a decirte estas serias palabras que, una vez dichas, no podrán ser retiradas), «rezaré contigo», como me has pedido; y además con tanta fe y tanto ánimo como pueda, por muy débiles y sin valor que puedan ser estos rezos. Me resulta bastante extraño… esta veneración, esta solemnidad, esta súplica; y sin embargo, seguro que tú confías en que no tiene por qué ser inútil, de otro modo, no lo habrías propuesto. Tú no hablas a la ligera. (Como puedes ver, no creo que hayas escrito «con demasiada seriedad»).
Sentí mucho que Charlie no pudiera seguir hacia el Oeste conmigo, pues es un buen compañero de viaje, y si tiene algún rasgo indigno en su naturaleza, la parcialidad nacida del viejo compañerismo no me ha permitido verlo. La Sra. Fairbanks estuvo muy orgullosa de él la noche de la recepción que tuvo lugar en su casa. Pero ahora me alegro de que no viniera a St. Louis. Aquí no habría tenido ni un momento de descanso (yo no lo tengo), y es una ciudad miserable, llena de humo y sucia en la que hay que andar corriendo de un lado a otro. Me reclaman desde el Este. Tengo que poner fin a mi visita aquí en enero. Me voy el jueves; el 24. Me quedaré en Chicago y en Cleveland, y también deseo hacer un alto de un día y una noche en Elmira (el lunes 28), si tus puertas siguen abiertas para mí y si no has reconsiderado tu amable invitación.
Me temo que no esperabas tener noticias mías tan pronto; pero aun así, perdonarás esta carta, ¿no es así? Ten en cuenta, mi indulgente hermana, que al fin y al cabo yo soy el único ofendido. Buenas noches. ¡Que la paz propia de lo bueno, de lo justo y de lo hermoso te acompañe siempre!
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