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Mark Twain - Reflexiones contra la religión

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Mark Twain Reflexiones contra la religión
  • Libro:
    Reflexiones contra la religión
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1953
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Reflexiones contra la religión: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Martes, 19 de junio de 1906

N uestra Biblia nos revela el carácter de nuestro Dios con exactitud minuciosa y cruel. Se trata claramente del retrato de un hombre —si es que un hombre tan cargado y sobrecargado de impulsos cuya maldad va más allá de todo lo humano es imaginable en un personaje ahora que Nerón y Calígula están muertos— con quien quizá nadie desearía alternar. En el Antiguo Testamento sus actos revelan una y otra vez Su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa. Siempre castiga —castiga delitos insignificantes con una severidad mil veces superior; castiga a niños inocentes por la culpa de sus padres; castiga a poblaciones inofensivas por las culpas de sus gobernantes; y llega a rebajarse y desencadenar venganzas sangrientas sobre terneras y ovejas y cabras y bueyes inocuos, castigándolos por las transgresiones de poca monta de sus propietarios. Quizá nunca se haya puesto en tipos de imprenta una biografía más lapidaria. En comparación, Nerón es un ángel de la luz y una guía.

Todo comienza con una inexcusable traición que da la tónica para toda la biografía. Por lo malvado y pueril, este comienzo ha de haber sido inventado en una guardería de piratas. A Adán se le prohíbe el fruto de cierto árbol, informándosele solemnemente que si desobedece morirá. ¿Cómo es posible haber pensado impresionar a Adán de ese modo? De hombre, Adán sólo tenía la estatura: por sus conocimientos y experiencia, en nada superaba a un bebé de dos años; no podía tener ni idea del significado de la palabra «muerto»; no había oído decir nunca que algo estuviera muerto. La palabra no podía querer decir nada para él. Si se le hubiera advertido al niño Adán que, de comer la manzana, se convertiría en un meridiano de longitud, la amenaza habría sido la misma, pues en ninguno de los dos casos podía comprender su significado.

Con toda confianza habríamos podido afirmar que el mismo intelecto que pergeñó la memorable amenaza la supliría con otras banalidades y otras nociones baratas de justicia y ecuanimidad. Y bien, eso es precisamente lo que ocurrió. Se decretó que todos los descendientes de Adán, hasta el último día, pagarían por las transgresiones a esa ley de guardería con que fue fulminado el bebé en pañales. Durante miles y miles de años su descendencia, individuo por individuo, ha sido presa de caza, acosada por mil calamidades en castigo por esa fechoría juvenil que, grandilocuentemente, se llama el Pecado de Adán. Y a lo largo de ese vasto lapso no han escaseado rabinos, ni papas, ni obispos, ni curas, ni párrocos, ni esclavos laicos para aplaudir la infamia, sostener su justicia y rectitud intachables y alabar a su Autor en términos tan grosera y extravagantemente aduladores que nadie, sino un Dios, sería capaz de escucharlos sin esconder la cara y sumirse en el disgusto y la turbación.

Encallecidos por una larga experiencia de adulaciones, ni siquiera nuestros potentados orientales serían capaces de tolerar la refinada adulación que nuestro Dios recibe complacido y satisfecho, tal como se vuelca de nuestros púlpitos cada domingo.

Decimos desfachatadamente que nuestro Dios es fuente de toda misericordia, pero sabemos perfectamente que no hay un solo caso auténtico en la historia en que Él haya mostrado esa virtud. Decimos que es fuente de toda moral, pero sabemos por Su historia y por Su conducta diaria, tal como la perciben nuestros sentidos, que Él no tiene absolutamente nada que se parezca a la moral. Lo llamamos Padre, sin escarnio, pero detestaríamos y denunciaríamos a un padre terrenal que infligiera a su hijo la milésima parte de los dolores y miserias y angustias que Él dispensa a sus hijos cada día, y que ha venido dispensando cada día a lo largo de todos los siglos desde que tuvo lugar el crimen de crear a Adán.

Nos manejamos con una curiosa y cómica mezcla de ideas acerca de Dios, Lo dividimos en dos, hacemos bajar una mitad a un oscuro e infinitésimo rincón del mundo para que otorgue la salvación a una pequeña colonia de judíos —y sólo de judíos, de nadie más—, y dejamos la otra mitad entronizada en el cielo, mirando hacia abajo, anhelante y ansiosa esperando resultados. Reverentemente estudiamos la historia de la mitad terrenal y, con todo aplomo, deducimos que la mitad terrenal se ha reformado, que está dotada de moral y de virtudes y que en nada se parece a la mitad malvada que mora, abandonada, en el trono. Concebimos la mitad terrenal como justa, misericordiosa, caritativa, benévola, clemente y llena de simpatía por los sufrimientos de la humanidad, y deseosa de eliminarlos. Es como si dedujésemos su carácter no mediante el examen de los hechos, sino haciendo todo lo posible por no buscarlos, rehusando medirlos y pesarlos. La mitad terrenal nos exige ser misericordiosos, y nos da el ejemplo inventándose un lago de fuego y azufre en el que todos quienes rehusemos reconocerlo y adorarlo como Dios nos consumiremos para siempre. Y no sólo nosotros, a quienes se nos fijan estas condiciones, nos consumiremos quemados si no las cumplimos, sino que sufrirán este destino atroz también los miles de millones de seres humanos que vinieron antes, aunque nunca hayan oído hablar de Él ni hayan llegado a conocer las condiciones. Semejante muestra de generosidad sólo puede ser calificada de magnífica. Nada se le aproxima, ni entre los salvajes ni entre las fieras de la selva. Se requiere de nosotros que sepamos perdonar a nuestro hermano setenta veces siete, y que nos demos por satisfechos y contentos en nuestro lecho de muerte si, al cabo de una vida piadosa, escapa nuestra alma del cuerpo antes de que el cura se precipite para proveerla de un pase mediante barboteos y velas y conjuros. También este ejemplo de clemencia puede calificarse de magnífico.

Se nos dice que las dos mitades de nuestro Dios están divididas e inconexas sólo en apariencia; que en realidad las dos son una, igualmente poderosa pese a la separación. Siendo así, la mitad terrenal —que llora por los sufrimientos de la humanidad y querría eliminarlos, y que está perfectamente capacitada para hacerlo en el momento que le plazca—, se satisface devolviéndole la vista a uno que otro ciego, y no a todos los ciegos; curando a uno que otro tullido, y no a todos; proveyendo una comida a cinco mil hambrientos, mientras que los millones de hambrientos siguen hambrientos. Y a todo ello, exhorta al ineficiente ser humano a curar estos males que Dios mismo le ha infligido y que Él podría hacer desaparecer con una palabra, si así lo quisiera, cumpliendo de ese modo un deber desatendido desde el principio y que seguirá desatendido por siempre jamás. Evidentemente lo consideró signo de bondad. Si lo fuera, no fue justo restringirlo a media docena de personas. Habría debido volver a la vida a todos los muertos. Yo, personalmente, no lo haría, pues para mí los muertos son los únicos afortunados —sólo lo menciono al pasar como una de esas curiosas incongruencias de que nuestra historia bíblica está llena.

Si bien el Dios del Antiguo Testamento es un ser temible y repelente, por lo menos es coherente. Es franco y habla claro. No presume de moral o virtud alguna, más que con la boca. Nada se traduce en sus actos. Creo que es infinitamente más merecedor de respeto que Su yo reformado tal como lo describe, con todo candor, el Nuevo Testamento. Nada hay en la historia —ni en toda Su historia junta— que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del Infierno.

Su ser Celestial, su ser del Antiguo Testamento, en comparación con Su ser Terrenal reformado, es la encarnación de la dulzura y de la delicadeza y la respetabilidad. En el Cielo no reivindica el menor mérito, ni lo tiene —sino de labios afuera—; mientras que en la tierra reivindica todos los méritos del catálogo de méritos, íntegro, aunque no los lleva a la práctica sino de cuando en cuando, y ello con tacañería, terminando por conferirnos el Infierno, con lo que borra de un plumazo todos sus méritos ficticios, de una vez.

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