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Savinien de Cyrano de Bergerac - Cartas de amor

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Savinien de Cyrano de Bergerac Cartas de amor

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CARTA I

A UNA DAMA PELIRROJA

SEÑORA,

Sé bien que vivimos en un país donde los sentimientos del vulgo resultan tan fuera de razón, que el color rojo sólo recibe desprecio entre aquellos que honran las más hermosas cabelleras; pero también sé que estos estúpidos, que sólo se alimentan de la espuma de las almas razonables, no sabrían juzgar como es debido las cosas excelentes debido a la distancia que media entre la bajeza de su espíritu y lo sublime de las obras, y emiten su juicio sin conocerlas; pero, cualquiera que sea la opinión malsana de este monstruo de cien cabezas, permitidme que hable de vuestros divinos cabellos como hombre de ingenio que soy.

Luminoso derivado de la esencia del más bello de los seres visibles; inteligente reflejo del fuego esencial de la Naturaleza; imagen del Sol, la mejor labrada… No soy en absoluto tan brutal como para no reconocer como mi reina a la hija de aquél que mis padres conocieron como su dios. Atenas lloró su corona derribada bajo los templos abatidos por Apolo le hizo descender del cielo, vuestra belleza es de tanta consideración como para que se desvíe un poco de su camino: el equivalente de vuestras edades, la conformidad de vuestros cuerpos, la posible semejanza de vuestros humores, pueden volver a avivar bien en él este bello fuego.

Pero si sois hija del Sol, adorable Alexie, soy culpable de deciros que vuestro padre está enamorado de vos: él os ama en verdad y la pasión que le hace inquietarse por vos es la que le hizo suspirar por la desgracia de su Faetón y de sus hermanas, no la que le llevó a derramar lágrimas por la muerte de su Dafne»; si pensáis esparciros sobre las materias delicadas, «así es como hablo —dice— con mis hermanas en el Parnaso»; al fin, este pobre padre no sabe de qué forma manifestar la alegría que le causa en su imaginación el haberos engendrado: es joven como vos, sois bella como él, su temperamento y el vuestro son ambos de fuego. Da la vida y la muerte a los hombres y vuestros ojos, al igual que los suyos, también hacen lo mismo, ya que tenéis los cabellos rojos como él.

Yo estaba allí, embebecido en mi carta, adorable señora, cuando un censor me arrancó la pluma en contra de mi voluntad y me dijo que era malo recrearse con un panegírico escrito en alabanza de una hermosa joven, si ésta era pelirroja. Al no poder castigar a este orgulloso de otra forma más visible que a través del silencio, tomé otra pluma y continué así:

Una hermosa cabeza bajo una peluca roja es el Sol en medio de sus rayos y el mismo Sol no es sino un gran ojo bajo la peluca de una pelirroja; aunque todo el mundo lo piensa, muy poca gente tiene la gloria de serlo: apenas lo es una de entre cien mujeres, que siendo enviadas por el Cielo para mandar, hay necesidad de que haya más individuas que caballeros. ¿No vemos que todas las cosas en la Naturaleza resultan ser más o menos nobles según sean más o menos rojas? Entre los elementos, el que contiene más esencia y menos materia es el fuego por su color rojo: el oro ha recibido de él la belleza de su tintura, la gloria de reinar sobre los metales, y de todos los astros el Sol es el más estimado, no sólo por ser el más rojo. Los cometas con cabellera que aparecen surcando el cielo cuando acontece la muerte de un gran hombre, ¿no son acaso los bigotes pelirrojos de los dioses, que se los arrancan de pesar? Cástor y Pólux? Y Dios ¿no les habría dado a los etíopes la luz de la fe, de haber encontrado entre ellos a un solo pelirrojo? De ningún modo pondríamos en duda la dignidad eminente de aquéllos si consideráramos que todos estos hombres —que no han sido hechos por otros hombres, sino que el mismo Dios escogió y amasó la materia para fabricarlos— siempre fueron pelirrojos. Adán, que habiendo sido creado por la mano del mismo Dios debería ser el más acabado de los hombres, fue pelirrojo; y toda filosofía que se precie de válida debe aprender que la Naturaleza, tendente a lo más perfecto, cuando modela a un hombre trata siempre de formar un pelirrojo, igual que aspira a obtener oro cuando fabrica el mercurio; porque, aunque sea raro de encontrar, al igual que no es considerado torpe un arquero que, lanzando treinta flechas en la misma dirección, consigue que cinco o seis den en el blanco, así el temperamento mejor equilibrado es el que se encuentra en medio del flemático y del melancólico; hay que tener mucha suerte para conseguir justo un punto indivisible: a un lado están los rubios y al otro los morenos, es decir, los volubles y los porfiados; entre los dos se encuentra el medio, donde la virtud se ha inclinado en un juicio favorable hacia los pelirrojos; también su carne es mucho más delicada, su sangre más sutil, sus espíritus más depurados y, por consiguiente, más acabado su intelecto a causa de la mezcla perfecta de las cuatro calidades. Por esta razón los pelirrojos encanecen más tarde que los morenos, como si la Naturaleza se enfadara al destruir aquello que le causó placer fabricar.

De verdad, jamás veo una cabellera rubia que no me recuerde a una mata de pelo mal recogida; sólo deseo que las rubias, cuando son jóvenes, sean agradables: pareciera que tan pronto como sus mejillas comienzan a algodonarse, su carne se divide en filamentos formando una barba. No me refiero en absoluto a las barbas negras, porque bien se sabe que cuando el diablo está en la puerta, la barba sólo puede ser muy prieta. Así que, ya que todos hemos de someternos a la esclavitud de la belleza, ¿no valdría más que perdiéramos nuestra libertad bajo cadenas de oro que apresados con cuerdas de cáñamo o entre barrotes? Todo lo que deseo para mí, oh mi bella señora, es que, a fuerza de pasear mi libertad dentro de estos pequeños laberintos de oro que os sirven de cabellos, termine pronto por perderla allí y, cuando la haya perdido, no la recupere jamás: es todo lo que deseo. ¿Querríais prometerme que mi vida no será en absoluto más larga que mi servidumbre? ¿Y que no os enfadaréis cuando diga para mis adentros: «Hasta la muerte»? Señora,

vuestro no sé qué.

CARTA II

SEÑORA:

Para ser una persona tan bella como Alcidiane, sin duda os sería necesaria una morada inaccesible, como a esta heroína; pues ya que a aquélla de la novela no se la encontraba más que por casualidad y que, sin un azar parecido, no se puede acceder a vuestra casa, creo que, tras mi partida, vuestras gracias han transportado como por encanto la provincia donde tuve el honor de veros. Quiero deciros, señora, que vuestra tierra se ha convertido en una segunda Isla Flotante que el furiosísimo viento de mis suspiros empuja y hace retroceder ante mí a medida que trato de acercarme. Mis cartas, llenas de sumisiones y de respetos, a pesar del arte y la rutina de los mensajeros mejor instruidos, no hubieran sabido llegar hasta allí; de nada me sirven las alabanzas que publican: las hacen volar por todas partes y no os pueden encontrar; creo incluso que si, como por capricho del azar o de la fama, que suele encargarse muy a menudo de todo lo que se dirige a vos, alguna cayese del cielo en vuestra chimenea, sería capaz de hacer que vuestro castillo se desvaneciera. A fe mía, señora, que casi tengo por cierto, tras aventuras tan sorprendentes, que vuestro condado ha cambiado su clima con el país que le es antípoda; y temo que, buscándolo en la carta, no lo encuentre con la facilidad que encontraría el extremo del Septentrión, pues es una tierra a donde los hielos impiden llegar.

Ah, señora; el Sol, al que os parecéis y a quien el orden del universo no deja un punto de reposo, se ha fijado bien en los cielos para alumbrar una victoria allí donde antes casi no había interés: deteneos para iluminar a la más bella entre las vuestras. La razón de mi queja (para que no hagáis desaparecer más este palacio encantado donde os hablo cada día en espíritu) reside en que mi conversación muda y discreta jamás os hará escuchar otra cosa que votos, homenajes y adoraciones. Sabéis que mis cartas no contienen nada que pueda resultaros suspicaz. ¿Por qué, entonces, teméis que converse sobre algo de lo que jamás os hablé? ¡Oh, señora! Si me está permitido revelar mis sospechas, creo que me negáis que pueda veros para evitar comunicar otra vez un milagro a un profano: mas sabéis que la conversión de un incrédulo como yo (una cualidad que antaño me reprochasteis) exigiría que os viese más de una vez. Sed, pues, accesible a los testimonios de veneración que deseo rendiros.

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