Hay una diferencia entre memorias y autobiografía.
Pueden parecer lo mismo, pero son cosas distintas.
Puede que alguien cuente de un modo diferente algunas historias que se explican en este libro. Bueno, esta es mi versión, como lo recuerdo, mi verdad.
Las conversaciones que se incluyen intentan ser tan reales como he sido capaz de presentar. He cambiado uno o dos nombres para proteger a los inocentes.
En gran parte, este libro es fruto de todo lo que me viene a la cabeza a las cuatro de la madrugada, cuando no puedo dormir. Flores preciosas del pasado que viven en las partes más oscuras de mi memoria. He intentado captar lo mejor que he podido toda la luz que contienen. Espero que os ayude a iluminar los acontecimientos tanto como me ha iluminado a mí.
LOS PRIMEROS PUNKS DE CRAWLEY
Mucha gente no asocia a The Cure con el punk, pero Robert y yo fuimos los primeros punks de Crawley.
Crawley está a unos treinta kilómetros al sur de Londres, pero parece un planeta distinto. Es una ciudad sin centro y sin fin, compuesta por innumerables hileras de edificios de departamentos deprimentes que emergen en medio del campo oscuro, húmedo y frío. Crawley es un lugar donde siempre llueve, cubierto por un cielo gris como una losa. Aquí nació The Cure y, aunque nunca logramos escapar del todo, siempre estuvimos luchando por abandonarlo.
Crawley forma parte del puñado de «ciudades nuevas» que surgieron alrededor de Londres después de la Segunda Guerra Mundial. Un pantano periférico conformado por tiendas, escuelas y fábricas: la Santísima Trinidad Inglesa del «progreso» de la posguerra. Eran ciudades sin futuro ni esperanza. El final de los setenta fue una época terrible para crecer en Inglaterra. Fue un momento lleno de problemas, marcado por una economía decaída, una inflación descontrolada, incertidumbre política y ninguna perspectiva que mostrara que las cosas iban a mejorar. No había trabajo y todo el mundo estaba desempleado. Hasta la electricidad estaba racionada. Mientras otros lugares prosperaban, nosotros seguíamos bajo el ala de la austeridad.
El aburrimiento era el pan nuestro de cada día. La mayoría de la gente se contentaba traficando. Sin embargo, se avecinaban grandes cambios. Se podía escuchar la llamada de Londres. Esa época de protesta y disgusto dio a luz a la música punk, a la moda punk, a la rebelión punk. Robert y yo intercambiábamos detalles sobre lo último del punk que habíamos escuchado en el programa de radio de John Peel o visto en la tienda de discos de Horley, donde pasábamos los sábados.
No tuvimos que ir a Londres para ver conciertos punks. El punk vino a nosotros.
Robert y yo estudiábamos el bachillerato tecnológico en Crawley y el campus era tan insípido y aburrido que parecía el sueño de Stalin hecho realidad. Podías estudiar literatura inglesa o mecánica. Era una mezcla de alta y baja cultura. Una escuela con pretensiones. Yo estudiaba química, por interés personal y profesional; Robert, por supuesto, literatura.
Muchas de las grandes bandas de Londres vinieron a Crawley a tocar en nuestro auditorio y en nuestro bachillerato. En los años 77-78 eso equivalía a bandas como The Clash, The Jam y The Stranglers. Robert y yo acudimos a todos esos conciertos y pusimos mucha atención no sólo a la música, sino a la manera en que se presentaban. Como a mucha gente, nos atraía el espectáculo, pero lo que más nos impactó fue su actitud, y eso era lo que queríamos copiar.
En esa época no había mucho para hacer en Crawley. La conformidad era la regla. Ser diferente era una manera de declararse excepcional y eso atentaba contra el código de comportamiento inglés. Para los jóvenes neandertales de Sussex, cualquier cosa que no pudieran entender era una aberración de la normalidad. Para ellos, nosotros éramos maricas.
No nos importaba. No creíamos en estereotipos. Cuando me dijeron que llevar un arete en la oreja derecha era el equivalente a declararse gay ante todo el mundo, yo, que no lo era, me puse dos. Los días de ser educado habían terminado. Nos enfrentábamos a todo porque así debía ser.
El 3 de febrero de 1977 salí a celebrar mi cumpleaños —cumplía dieciocho— con mis tres mejores amigos: Robert, Michael Dempsey y Porl Thompson, todos músicos principiantes. Ya estábamos mutando de Malice, una banda que habíamos formado en la escuela, a Easy Cure, un nombre que, con mucho orgullo, se me había ocurrido a mí y que acabaría transformándose en simplemente The Cure. Todavía estábamos buscando nuestra personalidad musical, viendo qué nos gustaba y descartando todo lo demás.
Para mi cumpleaños me puse mi mejor ropa. Salí con una chamarra pintada de naranja en la que le había escrito «no change» («no hay cambios») en la espalda. Me había hecho unos prendedores con recortes de revistas porno. Básicamente eran fotos de rostros en éxtasis, nada de partes indecentes. Muy subversivo. Unos pantalones entubados y unos zapatos con casquillo de Brighton. Y para dar el toque final, un montón de estoperoles por aquí y por allá.
La vestimenta de Robert era un poco más sutil. Él llevaba sus Creepers y un largo abrigo negro que formaba parte de su uniforme de esa época. Sólo se lo quitaba para ponerse la chamarra de cuero que, entre los de la banda, nos turnábamos para usar. Esa noche nuestro destino era el Rocket, el típico lugar al que llegaban los rebeldes de Crawley. Se reunían allá tres subculturas: los hippies que se habían quedado atrapados en los sesenta, los skinheads de clase obrera y nosotros. Éramos una sociedad secreta, no formábamos parte de ningún grupo. Teníamos nuestras palabras en clave, nuestros códigos, nuestros cultos, y estábamos unidos por el deseo de tener algo —lo que fuera— diferente de lo que teníamos.
A pesar de que Robert y yo casi éramos de la misma edad, hacía ya un año que nos íbamos a beber al Rocket, lo que tampoco era tan raro en los setenta en Inglaterra. Por ese entonces, a los mayores de dieciséis años les servían alcohol en los pubs. Era parte de la estrategia gubernamental mantener sedados a los habitantes de ese lugar de clima frío, gris y desolador. Es más fácil controlarlos si están borrachos.
Como la mayoría de los pubs de esa época, el Rocket era de tonalidades café, con una alfombra multicolor para cubrir las quemaduras de los cigarros y las manchas de vómito. Fred, el propietario taciturno del local, tomó nota de todas las bebidas que pedimos y nos preguntó qué estábamos celebrando.
—Mi cumpleaños —contesté.
Fred, sabiamente, no preguntó cuántos años cumplía. Como si la ignorancia lo eximiera. Antes de que terminara el año, Fred nos iba a ofrecer dar nuestro primer concierto real que nos sacaría de Crawley para llevarnos a mejores y más grandes escenarios. Pero en ese momento no podíamos ver a tanta distancia. Esa noche en particular nos conformábamos con beber y pasar un rato juntos. Éramos jóvenes entusiastas y no nos importaba lo que pudieran pensar los demás.
Esta actitud, sumada a nuestro peculiar vestuario, atrajo la atención de los skinheads del bar. Era gente desagradable, malhumorada, de clase obrera, que repetía los sermones que soltaban en su casa sus padres ignorantes. Alardeaban de su intolerancia juntándose con grupos de extrema derecha como el Frente Nacional. Donde nosotros escuchábamos la revolución aproximarse, ellos querían ahogarla con su fanatismo, sus prejuicios y su odio. Así como a nosotros nos atraía el componente anarquista del punk, ellos se querían refugiar en sus viejos miedos disfrazados de valores. Esa noche terminamos todos muy borrachos.