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Miguel Delibes - Dos viajes en automóvil

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Miguel Delibes Dos viajes en automóvil
  • Libro:
    Dos viajes en automóvil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1982
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Dos viajes en automóvil: resumen, descripción y anotación

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III. Aislamiento y automatización

B asta asomarse a este país para constatar que, en su organización y su ritmo, la vida sueca se asemeja mucho a la norteamericana. Hay, sin embargo, algo fundamental que las separa: su política exterior, su actitud ante el mundo. USA, desde hace medio siglo, se ha erigido en gendarme de la libertad, con lo que la cohíbe, en tanto Suecia vive hacia dentro, aparentemente despreocupada de lo que sucede más allá de sus fronteras. El aislamiento sueco tal vez sea para algunos un tanto cerrado y egoísta (Suecia ni es miembro de la OTAN ni ha pedido su ingreso en el Mercado Común), pero lo cierto es que este país, desde las alianzas contra Napoleón, a principios del XIX, se ha visto libre de guerras y conflictos.

Pero, dando de lado el aspecto político, es obvio que americanos y suecos tienen muchas cosas en común: régimen de vida, amor a la Naturaleza, espíritu asociativo, sentido de la organización, etcétera. Concretamente hay dos extremos, la previsión a largo plazo y la elevada cotización de unas manos, en que suecos y americanos coinciden. Hay quien opina que el millón largo de emigrantes suecos que se instaló en el Este americano a comienzos de siglo, antes de la industrialización de Suecia, cuando surgió el grave problema de los campesinos sin tierra, ahormó la vida de USA conforme a las costumbres nórdicas. Yo no comparto esta opinión. En aquel tiempo los yanquis habían adoptado ya unas fórmulas de convivencia que si se asemejaban a las suecas era posiblemente por afinidad de temperamento y latitud geográfica. No es admisible que una inmigración, por masiva que sea, al integrarse en un pueblo estable, modifique sustancialmente su manera de ser. El sentido previsor, es, por ejemplo, una cualidad común a suecos y americanos probablemente anterior a su encuentro. En Suecia, como en Norteamérica, nada se improvisa, todo se planea con semanas y aún meses de anticipación. Tratar de modificar un programa sobre la marcha, de acuerdo con las circunstancias, resulta en este país inconcebible. Un detalle: mi estancia en Estocolmo incluía una visita a la ciudad de Uppsala, setenta kilómetros al norte de la capital, con diversos actos en su Universidad, la más antigua de Suecia (1477), pero, ante lo apretado de mi horario, sugerí sustituir aquellos actos —coloquio con los alumnos, visita a la biblioteca, almuerzo con los profesores de español— por una conferencia que no estaba programada. Los organizadores se llevaron las manos a la cabeza. ¿Cómo alterar el plan con sólo cinco días de antelación? Aquello era inadmisible, una pura insensatez. A mí no me lo parecía tanto, dado que el número de estudiantes de español no era elevado, pero fue inútil tratar de convencerlos. Se había dado una palabra y había que cumplirla.

Algo parecido sucede al tratar de adquirir los servicios de otra persona. Alquilar unas manos en Suecia es un lujo, una aspiración carísima, casi prohibitiva. No es el tiempo, sino las manos ajenas lo que es oro allí.

A pesar de la profunda crisis económica de la Europa occidental, el paro es inapreciable en Suecia y al que está parado le resultará, sin duda, muy fácil, aunque en tareas ocasionales y subalternas, ponerse en movimiento e ingresar unas coronas. La automatización está en este país aún más extendida que en Norteamérica. En Lund, mi primera etapa en Suecia, estuve alojado en el hotel Lundia, un hotel magnífico, moderno, con aire acondicionado, televisión en color en todas las habitaciones, decoración fastuosa, y sin embargo faltaban unas manos que se hicieran cargo del equipaje e, incluso en el comedor, a la hora del desayuno, uno debía servirse por sí mismo si no quería ayunar. Otro tanto me aconteció ante la primera estación de gasolina donde pretendí repostar. Allí no había personal, únicamente diez o doce surtidores. Observé a mi alrededor y advertí que cabía optar entre dos posibilidades: meter billetes nuevecitos de diez coronas por una ranura y servirme el carburante correspondiente, o apretar un botón, dar vueltas a una llave metálica, llenar el depósito y entrar luego a pagar en la estación donde un empleado —generalmente mujer— atendía a los precios que iban apareciendo en una pantalla minúscula, precedidos del número del poste correspondiente. Esta economía de personal, explicable en un pueblo poco poblado, obliga a adoptar resoluciones increíbles y a llevar la técnica del envase a extremos exagerados.

En Suecia se envasa todo, pero no a lo grande, sino en porciones homeopáticas a fin de que cada cual pueda satisfacer sus exigencias por propia mano. Pedir una raja de limón para acompañar el té o unas gotas de leche para cortar el café no procede porque uno no tiene a quién. Partir un limón en rodajas y llenar periódicamente de leche una jarrita exigiría un servidor y servidores no hay. ¿Dejaremos entonces al cliente que se aguante sin ellos? No; envasaremos en unos sobres de papel de plata y en unas diminutas pirámides de cartón, respectivamente, tres gotas de limón y cuatro de leche de vaca para que el señor se sirva. La técnica extremada del envase comporta un aumento de basura. Desayunar tres personas produce como mínimo estos desperdicios: tres envoltorios de mantequilla, tres envases minúsculos de mermelada, tres servilletas de papel, una o dos pirámides de leche, uno o dos sobres de limón, las mondas de tres frutas, los papeles del estuchado del azúcar… ¿Para qué seguir? Recoger esto de cada mesa reclamaría unas manos y un tiempo. ¿Solución? La papelera de mesa, una pequeña papelera del tamaño del cubito de un niño, generalmente de cartón, que, al concluir, puede llevarse al incinerador mediante un solo movimiento.

En definitiva, todo este sistema del «sírvase usted mismo» llevado a las últimas consecuencias entraña un respeto al hombre, al prójimo. Éste es profundo, en efecto, en Suecia. Los suecos, a mi juicio, han encontrado un orden de convivencia, después de casi medio siglo de gobierno socialdemócrata, que es el que menos mal ha resuelto hasta el momento el dilema libertad-justicia, en definitiva, la madre del cordero. Uno ha corrido ya bastante mundo, ha conocido países supercapitalistas y países socialistas y siempre, inevitablemente, ha salido de ellos defraudado, con el «no es esto, no es esto» de Ortega entre los labios. No voy a decir ahora que el sistema sueco me parezca perfecto, entre otras cosas porque unas semanas en el país no da derecho a tanto, pero sí que lo que se observa en torno es confortador y plausible, No creo que los suecos hayan divagado mucho sobre si su socialismo es marxista o no lo es; simplemente han aplicado unas normas que tienden a la nivelación y a la justicia social. Y por lo que se ve, con éxito. En las ciudades suecas, pese a la industrialización, no existen suburbios y, en los pueblos, las casas de los campesinos en nada se diferencian de las de descanso de los ciudadanos. La desigualdad, gracias al sistema impositivo y a la alta cotización de unas manos, es mínima. Un obrero especializado viene a ganar lo mismo que un profesor de Enseñanza Media o un oficial del Ejército. En Kristianstad, donde pasamos un día en casa de mis amigos Sonia y Kjell Johansson, las casitas de madera contiguas estaban habitadas por un mecánico y un ingeniero. La traza de las casas, sus jardincitos, con su manzano y su melocotonero en la parte posterior, eran idénticas. ¿Cómo se ha logrado esto? Mediante un socialismo reformista, no revolucionario. Allí nadie ha hablado, que yo sepa, de «construir el socialismo». Los arquitectos de estas construcciones acaban, generalmente, en dictadores. Los suecos no barajan conceptos difusos, van al grano. Están lejos de la quimera, son pragmáticos. Así, paso a paso, van consiguiendo cosas que sirven, objetivos útiles, aspiraciones que se reflejan en la vida cotidiana: tal la semana de cinco días o, hablando de conquistas más recientes, el precio de la gasolina a 36 o 37 pesetas, una de las más baratas de Europa. ¿Que ahora la socialdemocracia ha sido derrotada? Bueno, paciencia, otra vez será. Nadie, creo yo, osará desmontar el tinglado, la estructura, que tan buenos resultados les ha dado. Suecia será siempre un país serio y bien administrado; un país consciente, pacífico y laborioso, porque los suecos lo son. Éste, y no otro, es su secreto. Una política de solidaridad en los políticos y una actitud racional en el pueblo (en la marcha antinuclear de Lund nadie «exigía» la destrucción inmediata de las plantas existentes, sino, civilizadamente, un límite de años a su funcionamiento; es decir, aceptar la energía atómica como puente hacia otras formas de energía) pueden, evidentemente, hacer milagros.

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