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Miguel Delibes - La primavera de Praga

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Miguel Delibes La primavera de Praga
  • Libro:
    La primavera de Praga
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1968
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La primavera de Praga: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Al lector

En prensa este libro, me llega la noticia de la invasión de Checoslovaquia por las tropas rusas y sus aliados del Pacto de Varsovia. Nunca descarté esta posibilidad —según comprobará el lector a lo largo de estas páginas— pese a que los checoslovacos, cada vez que les recordaba el caso de Hungría, me respondían con su optimista serenidad: «Aquello no puede repetirse; las cosas han cambiado desde 1956».

Y, en efecto, algunas cosas han cambiado desde entonces, pero otras, como la rigidez doctrinaria de Moscú, solamente en apariencia. Rusia sigue temiendo la libertad. De esta manera, las páginas que siguen —como ya admitía en el prólogo, escrito el pasado mes de julio— se limitan, por el momento, a referir la historia de una tentativa de conciliar el socialismo con la democracia. Por ahora, el humanitario propósito de Dubcek y «los nuevos hombres de Praga» ha sufrido un aplazamiento forzoso.

Consternado por la situación creada en Checoslovaquia, doy a la luz este libro sin tocar una coma. Pese a todo, sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo que, a la larga, el paso dado por Rusia —torpe y brutal— acabará volviéndose contra ella. En definitiva, este breve libro, que desgraciadamente ha cobrado una inesperada actualidad, intenta ser un esbozo del «pecado checoslovaco» que ha motivado la irrupción de los tanques rusos en Praga. El valeroso intento de los nuevos dirigentes checos en 1968 bien valía la pena de consignarlo y, por otra parte, la interrupción del proceso liberalizador en el mundo comunista no quiere decir, ni mucho menos, que este sea su final. Otros hombres —¿tal vez los mismos?— recogerán la antorcha. No olvidemos que si la vida humana es efímera, la Historia es perdurable. Las armas sirven para matar hombres, pero nunca sirvieron para matar ideas.


Vayan, pues, estas páginas en homenaje al sufrido y heroico pueblo checoslovaco y a cuantos pueblos, a lo largo de la Historia, vieron sus voces sofocadas por el inhumano argumento de la fuerza.

M. D.

22 de agosto de 1968

CINCO

Paisaje y paisanaje

—Bueno, estoy de política hasta el coco y, si a usted no le molesta, me gustaría conocer un poco la manera de vivir del pueblo checo; el ambiente donde esta vida se desenvuelve.

—Ya; usted, como diría el otro, desea saber algo del paisaje y el paisanaje, al margen del sistema por el que se rigen uno y otro, ¿no es eso? Su aspiración es perfectamente plausible, pero me temo que no siempre podamos desglosar al hombre de su circunstancia, como diría el señor Ortega; estudiar al hombre dentro de un fanal, en el vacío, no está en mi mano. Todavía si yo hubiera visitado Checoslovaquia en los años 30 y hubiese vuelto por allá ahora, al cabo de seis lustros, acaso podría decirle de manera inequívoca: el checo es así o asao, bien viva en democracia, bien viva bajo un régimen socialista. Pero es el caso que yo no he visitado este país hasta ahora y, en consecuencia, ignoro si los vicios y virtudes sociales son atributos de una raza o se han acentuado o debilitado tras una rígida experiencia socialista, larga de veinte años. Esto me sucede, pongamos por caso, al hablarle de la solidaridad, una nota bien definidora del temperamento checo. ¿Son los checoslovacos solidarios de siempre (pese a la defenestración de Praga), lo son en virtud del socialismo o han sido, por el contrario, la incertidumbre del futuro, el sentimiento personal de inseguridad los que han originado y fomentado esta actitud vital, incontestable en nuestros días? Yo no podría responderle. La única afirmación que puedo formular con absoluta certeza es que el checo actual es un hombre que ve en el vecino un prójimo, esto es, que es un ente que aún cree que de la unión nace, no sé si la fuerza, pero sí, al menos, el consuelo. Estas cosas no pueden ocultarse nunca, y con mayor motivo a un extranjero que cae allí como un chivo en un garaje y que por ignorar ignora hasta la manera de pedir pan y agua. En esas circunstancias, un hombre, si no cuenta con la buena disposición ajena, es un perfecto náufrago. Pues bien, yo puedo decirle que, de entrada, no he encontrado allí, salvo la excepción de que luego le hablaré, más que sonrisas amistosas y buenas caras. ¿Deriva esto de que el socialismo, en esencia, encierra un contenido evangélico más acusado que el capitalismo o, por el contrario, de que el miedo aprieta a los hombres, unos contra otros, como a las ovejas cuando amaga el lobo? ¡Vaya usted a saber! Lo que sí puedo decirle es que ya en la frontera, pese a su triple barrera, de la que me habían hablado como de algo siniestro, no hallé sino facilidades y deseos de ayudar. Tal disposición se acentuó al acceder a Brno una hora más tarde y no acertar con la dirección del profesor a quien iba facturado, dirección que por el hecho de vivir (el profesor) en un descampado no conocían ni los más provectos de la localidad. Así, durante más de una hora, no hice otra cosa que ir de la Ceca a la Meca sin el menor progreso. A mi consulta, cuartilla en mano, los checos sonreían y se encogían de hombros. Finalmente un guardia me dijo por señas que había de retroceder cinco kilómetros, pero es el caso que cinco kilómetros más atrás me encontré entre el cielo y la tierra y hube de continuar otros dos para arribar a un lugar habitado: no era Brno sino un pueblecito próximo. En esta tesitura aparqué el automóvil y me dirigí a un camionero. Mi interlocutor desconocía la dirección que le mostré, pero me invitó a pasar a un restaurante de carretera, donde cambió unas palabras con la dueña del bar, palabras que tuvieron la virtud de congregar en torno nuestro a cuantas personas consumían alguna cosa en la barra o en las mesas. Cada uno emitía su opinión, pero en vista de que no había acuerdo, el camionero salió, me indicó con un gesto que esperase y volvió con un compañero que chapurreaba francés. El nuevo camionero me preguntó el nombre del profesor y, al dárselo, la dueña del bar tuvo la feliz idea de consultar la guía de teléfonos y pedir una conferencia con Brno. Cuando al cabo de unos minutos me vieron de conversa con el profesor todos sonreían entre sí como diciéndose: «Nos ha costado lo suyo, pero al fin le hemos resuelto el problema».

—En España hubiéramos hecho lo mismo.

—No le digo que no. España, aunque en baja, todavía conserva, particularmente entre las clases pobres, un activo y operante concepto de la solidaridad. Pero lo que le cuento se ha repetido un montón de veces. Y, acrecentado, una mañana en Praga, cuando un guardia de circulación me puso a caldo por tomar una dirección indebida. Sus voces eran tan destempladas que de inmediato la gente se aglomeró en torno al coche, sonriéndonos a mi mujer y a mí, sin duda para quitarnos el mal sabor de boca que el incidente pudiera ocasionarnos. De pronto, uno de los curiosos se abrió paso, agarró la manija de la puerta trasera y me dijo: «¿Permite?». Le hice subir, y en tanto el urbano se regodeaba tomando el número de mi pasaporte, el espontáneo, empleando palabras francesas y españolas, nos dijo que no juzgáramos al pueblo checo por la actitud de aquel bocazas y que seguramente habría seres como él en París y en Madrid. Le respondí que sin duda alguna el dichoso agente era un producto universal, pero que me había hecho la pascua, pues al prohibirme doblar por la calle que conocía me sería difícil llegar al hotel. A todo esto, las dos docenas de curiosos que nos rodeaban le decían cosas al espontáneo y el espontáneo nos las traducía, y todas eran frases amables, de condena para la severidad del urbano y de consternación para los trastornos que su conducta pudiera causarnos. Al cabo, el espontáneo nos dijo que había estado unos años trabajando en una mina belga con obreros españoles y de ahí sus conocimientos lingüísticos. Finalmente nos condujo hasta el hotel y al despedirnos insistió en que el guardia no era precisamente un exponente de la hidalguía y la cordialidad del pueblo checo, cosa que ya había tenido yo ocasión de comprobar, y que tuviésemos la amabilidad de disculparle.

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