Rodolfo Fogwill - Los pichiciegos
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- Libro:Los pichiciegos
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- Año:1983
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Los pichiciegos: resumen, descripción y anotación
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Rodolfo Fogwill
Los pichiciegos
Edición original: 1982
Esta edición: 07/2010
Rodolfo Fogwill
los pichiciEgos
Visiones de una batalla subterránea
BiBliotEca púBlica
A Andrés, Vera, Francisco,José y Pilar Fogwill
que habitan otra tierra,
otras guerras.
primera parte
Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. pegajosa, pastosa. se pega por la ro pa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, prin ga las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después.
–¡presente! –dijo una voz abotagada.
–pasa –respondió. No “pasá” sino “pasa”. así debían decir.
Entonces la voz de afuera dijo “calor”, y haciendo rui do rodó hacia él un muchacho enchastrado de barro.
–No hace frío –habló el llegado–, pero habría que apuntalar algo más el durmiente...
–Después se hará –le dijo, mientras sentía que el otro se acomodaba enfrente, embarrado, húmedo, respirando de a saltos.
imaginaba la nieve blanca, liviana, bajando en línea recta hacia el suelo y apoyándose luego sobre el suelo has ta taparlo con un manto blanco de nieve. pero esa nieve ahí, amarilla, no caía: corría horizontal por el viento, se pegaba a las cosas, se arrastraba después por el suelo y en tre los pastos para chupar el polvillo de la tierra; se hacía marrón, se volvía barro. Y a eso llamaban nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío y pegajoso.
En su pueblo, dos veces que nevó, él estaba durmiendo, y cuando despertó y pudo mirar por la ventana la nieve ya estaba derretida. En el televisor la nieve es blanca. cubre todo. allí la gente esquía y patina sobre la nieve. Y la nie ve no se hunde ni se hace barro ni atraviesa la ropa, y tie ne trineos con campanillas y hasta flores. afuera no: en la peña una oveja, un jeep y varios muchachos se habían des barrancado por culpa de la nieve jabonosa y marrón. Y no había flores ni árboles ni música. Nada más viento y frío tenían afuera.
–¿sigue nevando? –quiso saber.
En el oscuro sintió que el llegado sacudía la cabeza. in sistió: –¿sigue o no sigue?
–No. Ya no más –respondió la voz con desgano, con sueño.
ahora que lo sentía responder reconoció que el otro había movido la cabeza para los lados. la cabeza o el cas co, eso seguía moviéndose.
Después la cara se le iluminó, rojiza: pitaba un cigarrillo que olía como los Jockey blan cos argentinos.
–¡pasa una seca! –pidió, pero por tanto tiempo sin ha blar la voz le había salido resquebrajada.
–¿Qué? –quería entender el llegado.
–¡Una seca! ¡Una pitada! –ordenó.
la lucecita colorada se fue acercando mientras el otro asentía diciendo: –¡Buen...!
tomó la lucecita con cuidado. sin guantes, sus dedos duros apretaron primero las uñas del otro, y desde ellas fueron resbalando hasta el filtro.
Era un Jockey, reconoció en su boca. pitó dos veces y dos veces lo colorado se hizo ancho, calentándole la cara.
–¡che! ¡Una pediste! –protestaba la voz.
–Ya está –dijo él y devolvió el cigarrillo que con la bra sa crecida cruzando el aire negro parecía un bicho volador que alumbraba.
–¿No es que había mucho cigarrillo? –seguía con la protesta el otro, pitando.
–haber hay –dijo él–. ¡pero ahorremos!
–¿cuánto hay?
–como cuarenta cajas: un cajón casi.
–¡son como cuatrocientos atados...! –se admiraba el otro echándole más humo.
–sí –dijo él. No sentía ganas de calcular.
–¿Y cuántos somos? –preguntó.
–ahora veintiséis, o veintisiete –dijo él.
–¡Es mucho!
–¿Mucho qué?
–la gente –dijo el otro, y convidó–: ¿Querés el fin?
–sí –dijo él y recogió la lucecita del aire y pitó hasta sentir la mezcla del humo de tabaco con el gusto a cartón y plástico del filtro que se quemaba. lo apagó en el suelo. Dijo: –se terminó...
El otro hablaba. Quería saber:
–¿Quién cuida los cigarrillos…?
–Uno, pipo pescador.
–¿pipo? ¿Y sirve ése?
–No sé –dijo él. Estuvo a punto de opinar, pero no sa bía quién era el llegado. Buscó la linterna. palpó la tierra dura, el bolso con pistolas, luego barro, luego un trapo de limpiar y más barro y después tocó la caja de herra mientas; allí metió los dedos hasta encontrar la linter na chica de plástico. alumbró el piso. con el reflejo de la luz reconoció la cara del que hablaba. Era un porte ño, luciani.
–sos luciani –dijo.
–sí, ¿por qué?
–Quise saber, ¿sabes las cuentas bien vos?
El otro dijo sí y él preguntó:
–¿cuánto hay? son cuarenta cajas largas enteras.
–Ya te lo calculé –hablaba luciani–, son cuatrocientos atados de veinte. si fuéramos veinte tendría que haber veinte paquetes para cada uno. ¿todos fuman?
–No. todos no.
–Y ha de ser más o menos ahí: veinte paquetes para ca da uno.
–Un mes de fumar, más o menos –dijo él.
–Un mes o más, según cuánto te fumes.
–habría –pensó y habló– que conseguir más cigarrillos.
–¿Y los otros? ¿Qué dicen?
–Dicen que hay que buscar más azúcar. El turco busca azúcar. la gente quiere cosas dulces –anunció.
–¿cómo que no hay azúcar? –dijo luciani–. ¿Quién cuida el azúcar?
–pipo pescador –dijo él.
–¿Y está abajo?
–¿Qué cosa?
–pipo: ¿pipo está abajo?
–sí –dijo él.
–¡che, pipo! –gritó luciani y su voz retumbó en el tu bo de tierra.
Desde abajo llegaba un chistido.
–¿Qué pasa? –dijo luciani.
–Que no grites –le explicó con voz afónica–: ¡Duermen!
–¡che, pipo! –habló luciani echándoles el aliento a las palabras, para que fuesen lejos sin despertar–: ¿cuánta azúcar queda?
–¿Quién sos? –averiguó la voz de abajo.
–luciani.
–¡Y qué mierda te importa! –habló pipo.
–Quería saber– se justificaba.
–saber, ¡saber! –protestaba pipo–: ¡por qué no laburás...!
–Yo laburo –dijo luciani.
–Bueno... No hay azúcar, pibe –decía pipo–: hay nada más que para el mate de la mañana y por si vienen los ofi ciales. ¡Y ahora calláte! ¡che, Quiquito! –la voz de pipo se estaba dirigiendo a él.
–¿Qué?
–¿sabes qué?
–No. ¿Qué?
–Decile a ese boludo que averigüe menos y que salga y consiga azúcar.
–Buen... –dijo él y volvió a mirar la cara de luciani en la medialuz que soltaba la linterna apoyada en el muro de barro.
Nunca se deben iluminar las caras con la linterna. al prin cipio, cuando alguien pedía la linterna, siempre la pasaban prendida, dirigiéndole el rayo de luz a la cara. así se produ cía dolor: dolían los ojos y dejaba de verse por un raro. aba jo –por tanta oscuridad–, y afuera, andando siempre de no che y en el frío, la luz duele en los ojos. alguien alumbraba la cara y los ojos se llenaban de lágrimas, dolían atrás, y en ceguecían.
Después las lágrimas bajaban y hacían arder los pómulos quemados por el sol de la trinchera. Escaldaban.
Después luciani había callado. siempre al llegar el que en tra habla. El que llega viene de no hablar mucho tiempo, de mucho caminar a oscuras, de hacer guardias arriba de algún cerro esperando la oscuridad.
Viene de estar tanto callado que cuando se halla en el calor empieza a hablar.
como cuando despiertan: despiertan y se largan a ha blar.
En la chimenea lateral algunos estaban despertando. se oían sus voces: –¿Qué hora es? –decía una voz finita, llena de sueño.
–las siete.
–¿De la noche? –era la misma voz.
–sí, de la noche.
–ah...
–¡No! –interrumpía otra voz, tonada cordobesa–, ¡iban a ser las siete del mediodía...!
alguien rió. alguien puteó. Entre esos ruidos hubo otros como de cascos y jarros golpeándose. hablaba uno: –ah... ¡che, uruguayo!
–¿Qué? –le respondían.
–Quería saber... ¿si vos sos uruguayo, por qué carajo estás aquí?
–porque me escribieron argentino. ¡soy argentino!
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