Fogwill - La gran ventana de los sueños
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La gran ventana de los sueños: resumen, descripción y anotación
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La gran ventana de los sueños — leer online gratis el libro completo
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Durante buena parte de su vida, Fogwill, al despertar, tomó nota de sus sueños, en el afán de no olvidarlos, de no clausurar en la vigilia esa ventana que se abría a otros mundos posibles. Y en este libro los narra, los explora, los ordena, los compara, interpelándolos desde ángulos tan diversos como personales, reflejo de sus múltiples intereses y pasiones.
«Barcos que vuelan», «Natación», «Humanitos», «Sueños eróticos», «Calvicie», «Cosas perdidas», «La pipa», «El ojo» son algunos de los sueños que el autor describe, con una lucidez y una sinceridad ejemplares, tanto en el testimonio de lo soñado como en la meditación que lo rodea.
Dice Fogwill: «Y tal vez sean una obra. Obra del sueño u obra del dueño, siempre será más original que cualquier intento de ficción. Cualquiera —y a mí me ha sucedido— puede volver a escribir o a reescribir la obra de otro, pero nadie podrá resoñar tus sueños, ni soñar los suyos con tu propio estilo de soñar, o de escuchar tus sueños».
Fogwill
Citas de mi diario de sueños
ePub r1.0
jugaor 14.11.15
Fogwill, 2010 (obra póstuma)
Editor digital: jugaor [www.epublibre.org]
ePub base r1.2
Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños.
CLARO que vivo. Pero esto es provisorio. Permanente es lo que no vivo. Se dice: «Ay… ¡si uno pudiera…!». Pero no. No pudiera, uno. Y aunque se pudriese conjugando como es debido, uno jamás podría. Y si alguien sí, nos duele. O huele mal. Siempre duelen o huelen mal los poderes del otro. ¿Y el poder de uno? Envíen a alguien ya mismo a buscarlo y verán que poder es más o menos fácil: se puede lo posible. Lo difícil es poder poder, poder hasta que se pueda poder lo que no se puede. Mas no se da. Y si se da cuando uno llega hasta el punto de acariciarlo, justo es ahí cuando o donde no se lo permiten. No se le permite. Lo, le, la, me, te: permutaciones del permiso del otro que nunca se llega a conseguir. ¡Y algunos creen que el español ha suprimido las declinaciones! Rosa, rosae, rosarum, rosastre, la, le, li, lo, a él. Formas del roce entre uno y la palabra. Y entre uno y otro: el infinito divisible. El resto es silencio. Mmmmmmm de mudo. La mutación del alma, más buena letra y a otra cosa. Por ejemplo, al relato. Había una vez que yo soñé algo y lo olvidé. Ese sueño y sus no imágenes me siguen hasta hoy, cuando han pasado casi treinta y nueve años. A eso se llama vivir, o haber vivido, pendiente de un olvido. Es natural ahora, cuando el olvido roe las neuronas, pero aún recuerdo que aquella vez, hace casi cuarenta años, soñé y olvidé y desde entonces pienso que el grueso de la memoria se compone de cosas negras hechas de puro olvido. La memoria está llena de olvido, llena de olvido, vacía de sí, llena de olvido, casi hecha de puro olvido. Uno mismo termina hecho de puro olvido. La idea era recordar los sueños. Durante un tiempo me propuse recordar los sueños, es decir, olvidar el menor número posible de sueños. Joven, pronto imaginé que bastaba tomarlos en serio y recordarlos al despertar y evocarlos un par de veces rato después de despertar, para fijarlos en la memoria. Por un tiempo. Parece que el sueño sucede en un espacio (¿será la mente, la conciencia, el interior…?) al que vendrían a caer los sueños siguientes para desplazarlo a otro lado. La nada oscura. A veces pienso —y es como un sueño ese pensar— que si realmente uno tomase con toda seriedad el propósito de recordar los sueños y se aplicase a ello y se esforzase, podría llegar a recordarlos todos. Es decir, recordaría incluso los que fueron olvidados. Al menos su nombre, «sueño del pato que habla», «sueño del zapatito de la bailarina», etc. Pero venimos hechos de una materia incapaz de esforzarse mucho y muy poco propensa a tomarse alguna cosa con seriedad. Por eso, si uno quisiera recordar los sueños, podría anotarlos al despertar y ejercitarse en aprender a despertar en el momento justo de haberlos soñado: abrir esa ventana. Alguien se estará preguntando por qué este relato de una muestra de cosas soñadas se llama «la gran ventana de los sueños». Ahora yo también me pregunto por qué razón elegí ese título. Es cierto que me gustó usar la palabra «ventana» y después de elegirla veo que alude a una ventana rara, que no se abre a ninguna parte. Es decir, se abre al sueño: pura imagen y tiempo que no suceden en lugar alguno. Y que ahora, malamente, se reproducen sobre papel como simulando una obra.
Y tal vez sean una obra. Obra del sueño u obra del dueño, siempre será más original que cualquier intento de ficción. Cualquiera —y a mí me ha sucedido— puede volver a escribir o a reescribir la obra de otro, pero nadie podrá resoñar tus sueños ni soñar los suyos con tu propio estilo de soñar, o de escuchar tus sueños.
MÁS de veinte años sin verlo y sueño con el colorado Craviotto. Es médico clínico, como en la realidad, y un viejo de cerca de sesenta y cinco, como en la realidad. Pero entra al sueño desde un luminoso jardín que da a mi ventana con pasos joviales y vistiendo un traje blanco, no de médico, sino de administrador de ingenio o de obraje colonial: capanga tropical. Siento que ha progresado, pero me cuenta que acaba de divorciarse al cabo de tanta vida matrimonial y se ha venido a vivir a una casita de madera improvisada entre las ramas de un ombú. Con una señal de mi brazo le pido que omita los detalles: conozco esa casita que yo mismo hice construir tres veces para otras tantas generaciones de niños.
Pienso que a su edad no debería andar subiendo y bajando por las ramas, que extrañará su cocina eléctrica, el baño y la indispensable ducha de cada día y que no debería vivir solo, a su edad, en estos tiempos y en una zona tan peligrosa. Pero es un gran clínico que con el dorso de su mano puede auscultar mi pensamiento y me rebate diciendo que adoptó una decisión bien calculada y que, justamente, sacrificios y riesgos eran lo que necesitaba después de tanto tiempo compartiendo sólo lo peor de la vida con su mujer. Lo peor sería el orden.
Sus reflexiones y sus frases eran claras y contundentes: algo inesperado para los personajes de mi infancia, en estos tiempos y en estos sueños en los que cada vez con mayor frecuencia tienden a reaparecer.
Sueño esto un jueves, en una cabaña alpina donde me han alojado en Chile porque todas las reservas hoteleras fueron tomadas por un congreso de Testigos de Jehová. Hay ciento diez mil sectarios instalados en Santiago: a ciertas horas, en los barrios residenciales, en la zona céntrica y en la constelación de malls y shoppings que rodea la ciudad, uno de cada veinte transeúntes luce en el pecho la credencial azul y blanca que lo identifica como participante del evento.
Después de despertar, al bajar de la cabaña para cruzar hacia el chalet donde sirven el desayuno, me olvido de Craviotto y me culpo por mi ignorancia sobre el dogma de esta secta, que, acabo de enterarme, se manifiesta no cristiana. Me lo cuenta la misma camarera mientras explica que he conseguido alojarme «milagrosamente» porque como este complejo turístico fue alguna vez lugar de encuentro de parejas excluyeron su nombre de la lista de proveedores del evento religioso cumpliendo sus exageradas reglas de moralidad.
Esta secta trae todo impreso desde Estados Unidos: los menús, los folletos, las reglas de procedimientos turísticos y las credenciales de plástico blanco y azul que identifican a sus miembros.
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