El 6 de agosto de 1945, Claude R. Eatherly cumple la orden de destruir el puente situado entre el cuartel general y la ciudad de Hiroshima. Un error de cálculo hace que la bomba caiga sobre la ciudad. De regreso a la base militar, el «piloto de Hiroshima» promete dedicar su vida a la lucha contra las armas nucleares. La monstruosidad de lo sucedido marcará el resto de sus días: recluido en hospitales psiquiátricos, Eatherly anhela obtener su libertad para entregarse a la causa pacifista.
En 1959, el filósofo vienés Günther Anders inicia su correspondencia con él, convirtiendo su historia personal en el «caso Eatherly». Según Anders, Eatherly personifica la conciencia en un mundo que persuade al individuo de que no es responsable de las consecuencias de su acción. El mundo tecnificado nos implica en hechos cuyos efectos somos incapaces de representarnos. Esto hace que podamos ser inocentemente culpables como nunca antes. Eatherly es el «predecesor» de todos nosotros. Pero lo que sobrepasa la conciencia, aquello que está más allá de sus límites, impone una labor de concienciación: en el «No más Hiroshima» coinciden el verdugo, las víctimas y el intelectual.
Günther Anders
El piloto de Hiroshima
Más allás de los límites de la conciencia. Correspondencia entre Claude Eatherly y Günther Anders
ePub r1.0
Titivillus 04.09.15
Título original: Hiroshima ist überall
Günther Anders, 1995
Traducción: Vicente Gómez Ibáñez
Prefacio: Bertrand Russell
Introducción: Robert Jungk
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
GÜNTHER ANDERS (Breslau, 1902 - Viena, 1992) fue un importante filósofo e intelectual del siglo XX. De origen judío, Günther Anders (nacido Stern) combatió en la Primera Guerra Mundial a los 16 años, tras lo cual estudió filosofía, con profesores tan insignes como Husserl, Heidegger o Cassirer. La obra de Günther Anders —primer marido de Hannah Arendt— nos revela la figura de un intelectual comprometido con la lucha contra el horror y la sinrazón.
Prefacio de Bertrand Russell
El caso Eatherly no constituye solamente una terrible e infinita injusticia hacia un individuo, sino que simboliza también el delirio suicida de nuestra época. Nadie que haya leído sin prejuicios las cartas de Eatherly podrá dudar de su salud mental, y me resulta muy difícil creer que los médicos que diagnosticaron su demencia estuvieran convencidos de lo acertado de este diagnóstico. El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en la brutal masacre. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena. Espero que la publicación del caso logre convencer a las autoridades para que le den un tratamiento más justo, y que éstas harán cuanto esté en sus manos para reparar la injusticia que se le ha infligido.
BERTRAND RUSSELL
Introducción de Robert Jungk
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Desde 1945, los especialistas occidentales han escrito millones de palabras sobre los «efectos de las armas nucleares». Sin embargo, esta abundante literatura muestra una laguna fundamental. Ciertamente, estos especialistas han investigado con total exactitud miles de ruinas y docenas de miles de supervivientes de la gran catástrofe, pero han excluido de estos estudios tan exhaustivos algo muy importante: se han excluido a sí mismos.
Sin embargo, de este modo han pasado por alto un hecho decisivo: las bombas atómicas alcanzan también a quien las emplea, incluso a quien planea de forma rigurosa su posible utilización.
Ciertamente, este «efecto retroactivo» de los medios de aniquilación masivos no es de naturaleza física, sino espiritual y anímica: el poder de destrucción de las «armas» nuclea res, que excede todo potencial destructivo puesto a prueba en la guerra, impone sobre quienes las han utilizado, o quieren utilizarlas, unas cargas a la que no pueden hacer frente ni en su conciencia ni en su subconsciente.
El «caso Eatherly» ha sido el primero en abrirnos los ojos sobre el efecto retroactivo de las nuevas «armas». Este caso nos presenta a alguien que no mira a otra parte, que no reprime el horror en cuya realización ha participado, sino que lo experimenta profundamente como su propia culpa, que grita mientras la mayoría calla, endurecida o resignada.
Probablemente, para las futuras generaciones, la desorientación, la indignación y los tormentos de Eatherly serán más «normales» que las reacciones de sus compatriotas o de sus contemporáneos en general.
Todos nosotros deberíamos confesar y sentir su mismo dolor, deberíamos combatir con todas las fuerzas de nuestra conciencia y de nuestra razón el triunfo de lo inhumano y de lo antihumano.
Sin embargo, permanecemos callados, nos resignamos, nos «hacemos los duros».
Pero nuestra tranquilidad es sólo aparente. En verdad, tampoco nosotros somos capaces de hacer frente a las cargas que nos imponen las nuevas «armas». Su peso hace que cedan los fundamentos de nuestra existencia moral y política. Cada vez es mayor la desproporción existente entre aquello que defendemos y los medios con los que contamos para defenderlo. Esto conduce a insuperables tensiones internas y es causa de una enfermedad mental colectiva que hoy se manifiesta ya con toda su agudeza en muchos de nuestros contemporáneos.
Estados Unidos, el primer país que desplegó en la escena mundial esa monstruosidad y que incluso siguió desarrollándola tras las advertencias procedentes de Japón, también fue el primero en verse afectado por el carácter retroactivo de las bombas. ¡Cuán leve es en realidad el «caso Eatherly» comparado con el «caso Estados Unidos», mucho más grave en razón de su carácter inconfesado! En verdad, el elemento trágico de este drama no son las penas de este piloto de Texas, sino la fatal ofuscación de su país y de sus conciudadanos. Para liberar a la «libertad del miedo», ese país extendió por el mundo el miedo a las armas nucleares; para garantizar la libertad y la felicidad de los individuos, cree tener que responder con la muerte de millones y millones de personas.
Pero además está el «caso Unión Soviética», el «caso Gran Bretaña», el «caso Francia», el «caso Alemania»; mañana quizás esté el «caso Suecia», el «caso Suiza», el «caso Israel» y el «caso China»: ningún país que decida servirse de las «nuevas armas», destructoras de todos los valores y de todo derecho, para defender sus propios valores y derechos, es capaz de superar sin profundas secuelas la prueba que representa para el espíritu un propósito de este tipo.
Pues, aunque no exploten jamás, las armas nucleares, listas para ser empleadas, ejercen un efecto retroactivo sobre sus posibles usuarios. Esas armas vacían de contenido la democracia, pues ponen las decisiones más importantes en manos de unos cuantos y producen un embrutecimiento generalizado de quienes las poseen, que siempre han de estar decididos y dispuestos a todo. Esas armas logran que los países que cuentan con armamento nuclear pierdan la fe en su propia humanidad y moralidad.