El 6 de agosto de 1945 a las 8.15 una bomba atómica mató a cien mil personas en Hiroshima. Se inició una era en la que las armas de destrucción masiva forzaban un nuevo orden mundial y se descubrían formas inéditas de sufrimiento humano.
Un año después, John Hersey, entonces corresponsal de guerra para la revista Time, narró al mundo, en un estilo ajeno a todo sensacionalismo, la historia de seis supervivientes antes, inmediatamente después y en los meses siguientes a la catástrofe. Cuarenta años más tarde, el autor regresó a Japón para averiguar qué había sido de cada uno de ellos y añadió un conmovedor capítulo final.
Publicado en la revista The New Yorker en forma de artículo, pronto se convirtió en un texto de referencia para el periodismo de investigación y en un clásico de la literatura de guerra.
John Hersey
Hiroshima
ePub r1.0
Daruma 28.05.14
Título original: Hiroshima
John Hersey, 1946 (excepto el último capítulo, escrito en 1985)
Traducción: Juan Gabriel Vásquez
Diseño de cubierta: Daruma
Editor digital: Daruma
ePub base r1.1
V
LAS SECUELAS DEL DESASTRE
Hatsuyo Nakamura
H atsuyo Nakamura, débil y desposeída, emprendió una lucha valerosa que duraría muchos años por mantener vivos a sus niños, y por mantenerse viva ella misma.
Hizo reparar su oxidada máquina Sankoku y comenzó a aceptar trabajos de costurera: limpiaba la casa, lavaba la ropa y los platos de vecinos que se encontraban en mejor posición que ella. Pero el trabajo la agotaba tanto que tenía que tomarse dos días de descanso por cada tres de labores, y si por alguna razón se veía obligada a trabajar la semana entera, tenía entonces que descansar durante tres o cuatro días. Apenas ganaba lo suficiente para comer.
Entonces, precisamente en un momento tan precario, enfermó. Su vientre empezó a hincharse, sufría de diarrea y de tanto dolor que no podía hacer ningún trabajo. Un doctor que vivía cerca vino a verla. Le explicó que tenía lombrices, y le dijo, equivocadamente: «Si le muerden el intestino, morirá». En aquellos días había en Japón escasez de fertilizantes, así que los granjeros usaban estiércol humano, y como consecuencia muchas personas empezaron a sufrir de parásitos que no eran fatales en sí pero que debilitaban seriamente a quienes habían tenido radiotoxemia. El doctor trató a Nakamura-san (como se hubiera dirigido a ella) con santonin, una medicina un tanto peligrosa derivada de ciertas variedades de artemisia. Para pagar al doctor, ella se vio forzada a vender su último objeto de valor, la máquina de coser de su esposo. Después consideraría ese instante como el más triste y bajo de su vida.
Al referirse a quienes pasaron por la experiencia de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses tendían a evitar el término «sobrevivientes», porque concentrarse demasiado en el hecho de estar con vida podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos. La clase de personas a la que pertenecía Nakamura-san vino a ser conocida con un nombre más neutral, «hibakusha»: literalmente, «personas afectadas por una explosión». Durante más de una década después de las explosiones, los hibakushas vivieron en una especie de limbo económico, aparentemente porque el gobierno japonés no quería aceptar ningún tipo de responsabilidad moral por los hechos horrendos cometidos por los victoriosos Estados Unidos. Aunque pronto resultó claro que muchos hibakushas sufrieron, tras su contacto con la bomba, consecuencias radicalmente distintas de las sufridas por los sobrevivientes de bombardeos tan espantosos como los de Tokio y otros lugares, el gobierno nunca tomó medidas especiales para auxiliarlos, hasta que una tormenta de indignación atravesó Japón cuando veintitrés tripulantes de un barco de pescadores —el «Dragón con suerte No. 5»— y su carga de atún fueron alcanzados por las radiaciones de la bomba de hidrógeno que los norteamericanos ensayaban en Bikini, en 1954. Incluso entonces tuvieron que pasar tres años antes de que la ley de auxilio para los hibakushas fuera aprobada en el Diet.
Aunque Nakamura-san no podía saberlo, un oscuro porvenir la esperaba. En Hiroshima, los primeros años después de la guerra fueron un tiempo particularmente doloroso para gente como ella: un tiempo de desorden, hambre, codicia, robos, mercados negros. Los empleados no-hibakushas desarrollaron prejuicios contra los sobrevivientes cuando corrió el rumor de que eran beneficiarios de todo tipo de ayudas, y de que incluso aquellos, como Nakamura-san, que no habían sufrido mutilaciones crueles ni desarrollado síntomas serios y manifiestos, eran trabajadores poco confiables, puesto que la mayoría parecían sufrir, como ella, del malestar misterioso pero real que llegó a ser reconocido como un tipo duradero de la enfermedad de la Bomba A: debilidad persistente, mareos ocasionales, problemas digestivos, todos agravados por un sentimiento de opresión, una sensación de estar condenados a muerte, pues se creía que inefables enfermedades podían en cualquier momento plantar su semilla en el cuerpo de sus victimas e incluso en el de sus descendientes.
Nakamura-san se esforzaba por vivir el día a día, y no tenía tiempo para adoptar poses acerca de la bomba ni nada parecido. Curiosamente, la sostenía una especie de pasividad resumida en una frase que ella misma solía usar, «Shikata ga nai», que significaba: «Nada que hacer». No era una mujer religiosa, pero vivía en una cultura impregnada desde tiempos inmemoriales por la creencia budista de que la resignación lleva a una percepción clara de las cosas; había compartido con otros ciudadanos un profundo sentimiento de impotencia frente a una autoridad estatal que había gozado de una solidez divina desde la Restauración Meiji de 1868; y el infierno que le había tocado presenciar, y las terribles secuelas del desastre que se desarrollaban a su alrededor, trascendieron el entendimiento humano de tal forma que fue imposible considerarlas obra de seres humanos resentidos, como el piloto del «Enola Gay», o el presidente Truman, o los científicos que construyeron la bomba —o incluso, más próximos a ella, los militaristas japoneses que fueron responsables de la entrada en guerra—. La bomba parecía casi un desastre natural: un desastre que era simplemente consecuencia de la mala suerte, parte del destino (que debía ser aceptado).
Después de la purga, cuando comenzó a sentirse mejor, Nakamura-san hizo un acuerdo para repartir el pan de un panadero llamado Takahashi, cuya panadería quedaba en Nobori-cho. Cuando se sentía dispuesta, recibía pedidos de comerciantes al detal de su vecindario, y a la mañana siguiente recogía las barras de pan requeridas y las llevaba por la calle, en canastas y cajas, hasta las tiendas. Era un trabajo agotador por el cual ganaba el equivalente de cincuenta centavos de dólar al día. Luego, tenía que tomarse varios días de descanso.
Después de cierto tiempo, cuando comenzó a sentirse algo más fuerte, se hizo cargo de otro tipo de venta ambulante. Se levantaba cuando aún estaba oscuro, y durante dos horas empujaba una carretilla prestada a través de la ciudad y hasta una sección llamada Eba, sobre la boca de uno de los siete ríos del estuario que, en la desembocadura del Ota, divide Hiroshima. Al amanecer, los pescadores arrojaban allí esas redes que parecían faldas con plomos, y ella los ayudaba cuando había que tirar de la red para recoger la pesca. Entonces empujaba el carrito de vuelta a Nobori-cho y vendía el pescado de puerta a puerta. Ganaba apenas lo suficiente para comer.