Introducción
POR QUÉ
Que este libro acabara existiendo era muy improbable. Se podría decir —poniendo un poco de dramatismo— que lo tenía casi todo en contra. Cuando la editorial propuso a Maria Blasco escribir una obra divulgativa sobre su área de investigación, el envejecimiento humano, su primera reacción fue decir que no. Maria dirige un productivo laboratorio de biología molecular y además el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), uno de los principales centros de investigación sobre el cáncer en el mundo. En la agenda actual de Maria Blasco no cabe un libro divulgativo. Así que ya en esa primera negativa hubieran podido desvanecerse estas páginas.
Pero en vez de decir «no» de plano, Maria optó por contactar conmigo, Mónica González Salomone, periodista especializada en temas de ciencia. Nos conocemos desde finales de los años noventa, cuando ella ganó una plaza de investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB). Al sacar la plaza, Maria regresó de su estancia posdoctoral en el Cold Spring Harbor Laboratory (Nueva York, EE. UU.), e inició su propio grupo de investigación. Yo escribía entonces habitualmente en la sección de ciencia del diario El País y cubrí en varias ocasiones su trabajo.
Maria me propuso trabajar juntas en el libro. Y, también, mi primera reacción fue decir «no, gracias».
Ya hay un montón de libros que dan consejos para no envejecer —entiéndase eso como se quiera—. También hay libros de investigadores prestigiosos, la mayoría estadounidenses, que hablan de su particular línea de trabajo. ¿Para qué añadir decenas de miles de palabras más al respecto? Además, en esta área no es fácil distinguir la información honesta. El antiaging mueve una inmensa cantidad de dinero vendiendo toda clase de productos —desde terapias de efectividad dudosa a, por supuesto, libros— que se publicitan con el sello de científicos. ¿Por qué meterse en un jardín tan complicado? ¿Cómo convenceríamos al lector de que la nuestra sí sería buena información? (Porque lo sería, ¿no?)
No fue eso lo que respondí a Maria en nuestra primera conversación telefónica sobre el libro. Sólo lo pensé. Los años de freelance enseñan a pedir casi siempre un prudente tiempo de reflexión. Y menos mal. Porque después de colgar me di cuenta de que, mientras hablábamos, había tomado cuerpo en mi cabeza y crecía ya con vida propia una pregunta, una pregunta más fundamental que la de cómo hacer creíble o atractiva la historia. La pregunta verdaderamente importante era «¿hay una historia?».
Las siguientes semanas me dediqué a escuchar, leer, preguntar, otear cuanto pude a lo largo y ancho de la nube de ideas colectivas. Hice lo que hacen todos los periodistas cuando creen que tal vez, quizá, hay algo... algo interesante que merece ser contado. Olfateé el ambiente.
Y la respuesta fue sí. Sí, sin duda, hay una historia. Y de hecho es tan interesante que rebasa las fronteras de la llamada divulgación científica para entrar de lleno en lo social, en la vida cotidiana, en lo que nos afecta a todos. Es una historia que va más allá de si los trucos para mantenerse joven y guapo funcionan o no, y más allá de hasta cuántos años podremos llegar a vivir en un hipotético futuro. Una historia que toca incluso los valores, el debate de si podemos —y/o debemos— aspirar a liberarnos de las ataduras que nos impone nuestra realidad biológica actual.
La siguiente vez que hablamos Maria y yo fue en su austero despacho de directora del CNIO, bajo la foto del premio Nobel James D. Watson, que es casi el único adorno de la estancia. Y para entonces la cuestión no era ya cómo declinar la oferta de manera amable, sino cómo explicar a la editorial nuestro enfoque. El impulso de rechazar la propuesta se había transformado en ganas intensas de explorar, entender y finalmente contar esta historia.
Se ha hablado mucho de las diferencias entre científicos y periodistas, pero no tanto de lo que tenemos en común. Compartimos, por ejemplo, la curiosidad. Y, también, una especie de cosquilleo que los científicos sienten ante un descubrimiento, y los periodistas ante el aroma de algo que debe ser contado. Este libro existe porque tanto Maria como yo notamos ese cosquilleo.
Lo cierto es que la historia del envejecimiento, agazapada detrás de anuncios de cremas y suplementos nutricionales, es rica, compleja, llena de ingredientes. Su poder se nutre del deseo presumiblemente universal de mantenerse joven, pero no sólo de eso. También de su propia capacidad evocadora: es una historia que alude al futuro (¿lograremos algún día vivir hasta los ciento veinte años, con buena salud?). Sin embargo, no es ciencia ficción. Un inesperado fenómeno del presente, que ha pillado a casi todo el mundo por sorpresa, conecta el envejecimiento muy estrechamente con la realidad cotidiana: la esperanza de vida en los países desarrollados aumenta cada vez más, y más, y más..., sin que se vea un cambio en la tendencia. En 1900 había en España 900 centenarios; ahora hay 9.500, y los demógrafos ponen el foco ya en los supercentenarios, los que pasan de los ciento diez años. Nunca esperé escuchar a científicos del máximo prestigio decir que desconocen cuánto puede vivir un humano.
Lo que conduce a otro elemento clave de la historia: los misterios estrictamente biológicos. Sucede que también quienes investigan la biología del envejecimiento encuentran respuestas que inducen a cambiar el enfoque conceptual, incluso filosófico, del problema. Por ejemplo, en muchos de nosotros —si no en todos— parece profundamente inscrita la idea de que el envejecimiento nos toca; una vez transcurrido un tiempo razonable de juventud nos corresponde envejecer, como antesala de algo tan natural como la muerte. Cualquiera compartiría esa afirmación, ¿verdad?
No exactamente. Si ese enfoque lleva pareja la idea de que el envejecimiento es un proceso inalterable, fuera del alcance de la ciencia, entonces cada vez más expertos niegan la mayor. No, envejecer no nos toca. Ni la evolución, ni la biología molecular, ni la medicina... ni siquiera la ética dice que estamos obligados a envejecer.
Para empezar, el envejecimiento no está previsto por la evolución. La evolución pone toda su fuerza en generar organismos óptimos capaces de reproducirse, y pierde todo interés en quienes ya se han reproducido. En otras palabras, la evolución no ve a los séniors. Ni los favorece, ni los penaliza. No hay presión evolutiva para seleccionar mecanismos que actúen, en ningún sentido, sobre quienes ya han tenido crías. El envejecimiento ocurre por defecto, no porque llegada una cierta edad se active un determinado programa genético