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Ben Goldacre - Mala farma

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Ben Goldacre Mala farma
  • Libro:
    Mala farma
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    ePubLibre
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    2012
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Mala farma: resumen, descripción y anotación

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Así pues, no se trata de problemas aislados, no son lejanos y desde luego no son cosa del pasado, porque muchos de ellos son recientes y los implicados siguen ocupando puestos de poder.

Bien, ahora voy a contarles algo de mi vida. Conozco a gente que trabaja en empresas farmacéuticas porque soy un raro y los raros trabajan en biotecnología. Hablo con esos amigos y los que me tienen confianza, en alguna fiesta, cuando están bebidos y se sinceran, me cuentan que Andrew Witty, el actual director de GSK que asumió el cargo en 2008, es un hombre encantador y honrado, que desea hacer bien las cosas, dicen. Da un puñetazo en la mesa y habla de integridad. No lo pongo en duda.

Pero es algo totalmente irrelevante, porque estamos ante un asunto global y muy serio de salud, que nos afecta a todos. No podemos consentir que la conducta de la industria farmacéutica sea como el movimiento de un péndulo, unas veces alicaído y otras pasable, que de una empresa a otra oscile a lo loco según el momento, y que nuestras posibilidades de obtener datos fehacientes queden a merced de si la persona en la cúspide es o no «maja».

Necesitamos reglamentaciones claras y con auditoría pública diáfana, como garantía de su cumplimiento documentado con pruebas. Y es necesario hacerlas cumplir imperativamente sin excepción. Hay que recordar que, en definitiva, las empresas farmacéuticas compiten unas con otras siguiendo las reglas que rigen en la sociedad. Si las reglas permiten prácticas engañosas, las empresas se ven prácticamente impelidas a jugar sucio, aunque sus empleados sepan que su actividad es moralmente censurable, y por mucho que quieran hacer bien las cosas.

Ilustra bien esta situación un suceso ocurrido hace poco en Australia. El gobierno encargó una revisión exhaustiva sobre cómo reglamentar la mala mercadotecnia farmacéutica. Las conclusiones de dicha revisión recomendaban que se estableciese una normativa clara que impidiera prácticas engañosas y perjudiciales; una normativa que habría metido en cintura a las empresas mediante un código de prácticas idóneas al que ya se ajustaban los miembros de Medicines Australia, la principal asociación empresarial farmacéutica de Australia. Pero en diciembre de 2011 el gobierno rechazó la revisión, con lo que dejaba plena libertad a la industria para embarcarse en asuntos dudosos, lo que motivó una crítica tajante que llegó, no de grupos de activistas, sino de la mano de las propias empresas. ¿Por qué iba nadie a ceñirse a una práctica ejemplar dentro de un código voluntarista? El comunicado de prensa de Medicines Australia fue brutalmente honesto: «Nuestras empresas afiliadas van [a estar] en condiciones de inferioridad por el hecho de cumplir con un código».

En breve examinaremos lo que sería en la práctica una buena reglamentación (de hecho, no es un problema de difícil solución), y qué puede hacer cada uno en particular para propiciarla. Imaginaremos también un apasionante futuro de la medicina en una época de «datos excelentes» en que las pruebas sean más baratas y fáciles de obtener que nunca.

Pero antes, hemos de recordar que no se trata solo de solucionar el problema de ahora mismo. Porque aun dejando a un lado la actual incapacidad de la industria y de los reguladores para abordar el problema, los pacientes seguirán diariamente perjudicados por la conducta de la industria farmacéutica en las décadas anteriores. No basta con que las empresas simplemente prometan cambiar en el futuro (una promesa que nunca han cumplido); si la industria quiere enmendar sus delitos pasados tiene que emprender, ya, acciones decididas, para contrarrestar los daños que sigue causando su conducta previa.

DESPEJAR EL TERRENO

En primer lugar, es preciso descorrer totalmente el velo, y no lo digo como una palabrería hueca sobre llegar a la verdad y a la reconciliación. En la práctica médica actual se emplean fármacos incorporados al mercado hace varias décadas, basados en pruebas recogidas a partir de la década de 1970, y sabemos que la integridad de esa base de pruebas ha sido sistemáticamente distorsionada por la industria farmacéutica, que, deliberada y selectivamente, ha retenido resultados de ensayos clínicos cuyas conclusiones no le convenía, publicando solo los ensayos con resultados favorables.

Aun cuando reconocer, de forma vaga los hechos sea apenas un leve gesto, representa, no obstante, un punto de partida para volver a ser una industria ética. Por el bien de los pacientes, es imprescindible desvelar todos los ensayos clínicos ocultos, ya mismo. No podemos practicar la medicina de forma segura mientras la industria siga reteniendo esos datos. No basta con que las empresas digan que no van a retener datos de los ensayos a partir de ahora: necesitamos los datos de ensayos anteriores que siguen retenidos sobre fármacos que continúan utilizándose a diario.

Ese material se halla escondido en antiguas minas de sal, en archivos a prueba de humedad, en discos viejos, en portátiles mazacotes de 2002 y en cajas de cartón. Cada momento que pasa y que las empresas farmacéuticas siguen ocultándolos, más pacientes resultan perjudicados: es un crimen contra la humanidad que se perpetúa en nuestras propias narices.

Y lo que es más, no hay una alternativa segura a ese pleno desvelamiento, porque hacer más ensayos no servirá de nada. Los ensayos clínicos son caros, de pocos participantes, y cuando los resultados son accesibles, se combinan con otros anteriores del conjunto de todos los ensayos existentes para contar con la respuesta más sólida posible y eliminar errores y resultados al azar. Haciendo más ensayos, lo único que conseguimos es sumarlos a un fondo de datos existente ya contaminado.

De hecho, solo hay una manera de impedir que la industria siga reteniendo ensayos: habría que tirarlo todo, todos los ensayos anteriores a ese momento imaginario en que las empresas dejen de esconder resultados (que no ha llegado), y volver a empezar desde cero. Es una idea absurda, pero lo que hay de absurdo en ella queda eclipsado por la irracionalidad de esos hombres y mujeres que, sentados en sus despachos del Reino Unido y de todo el mundo, saben perfectamente que las empresas en que trabajan retienen deliberadamente resultados de ensayos clínicos. Esa resolución de continuar reteniendo esos datos, a día de hoy, distorsiona la prescripción y daña a diario a los pacientes. Esas personas siguen durmiendo cada noche, como ustedes y como yo.

Pero la necesidad de un «borrón y cuenta nueva» no se agota con la cuestión de los datos sobre ensayos.

¿Qué habría que hacer, por ejemplo, con los trabajos existentes de «negros», autores anónimos? Los escritores médicos comerciales reconocen ahora públicamente que era una práctica habitual. (Cuando les pregunto: «¿No os parecía mal pagar a académicos para que prestaran su nombre en esos trabajos?», sonríen avergonzados y se encogen de hombros). También las empresas farmacéuticas, tras interminables y espinosas revelaciones por filtración de documentos y procesos vergonzosos sobre fármacos concretos, se han visto obligadas a reconocer que hacían eso. Pero son excepciones, y no tenemos ni idea de la magnitud de tal práctica en todo el ámbito de la medicina; mas lo verdaderamente crucial es que no tenemos ni idea de qué trabajos académicos fueron corrompidos, ya que gran parte de dicho proceder era subrepticio.

Ahora, esas industrias reconocen que manipularon la bibliografía académica y que era una práctica generalizada. Es una concesión parcialmente válida, porque lo imprescindible sería una lista de los trabajos manipulados. En algunos se impondrá una retractación formal; pero, como mínimo, volvamos a empezar, hagamos una lista y veamos qué trabajos académicos fueron escritos de forma encubierta por personal a sueldo de la industria. Averigüemos las consecuencias de esos planes de publicación no confesados. Que se sepa, cuando menos, qué académicos fueron «autores invitados» que únicamente contribuyeron con su nombre, con su imaginaria independencia, con la reputación de su universidad, a cambio de un cheque. Que nos digan cuánto les pagaron; pero, sobre todo, que sepamos sus nombres para poder juzgar otros trabajos suyos.

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