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La mala vida

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Unknown La mala vida
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    La mala vida
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    2018
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La mala vida: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Índice
Portada
Sinopsis
La mala suerte
Dedicatoria
Cita
1. La noche de las cigarras
2. ¿Dónde está Lucía?
3. El caso de la chica desaparecida
4. Amanda Varela
5. La familia Roures
6. Fantasmas del pasado
7. Costa de los Pinos
8. Un sexo nunca imaginado
9. Almizcle blanco
10. No soy una mujer maltratada
11. Palabra de skater
12. La superluna del perigeo
13. La mala suerte
14. Javier Peña
15. Los Pérez-Salta y los Perelló
16. Volver a empezar
17. La jueza Aguado
18. De la oscuridad a la luz y de la luz a la oscuridad
19. Sin pistas
20. La soledad
21. El comandante García Perea
22. Los días previos
23. Los hijos de tus hijas…
24. Doble engaño
25. Los mil hijos de Wiesner
26. La cárcel de metal
27. Raíces
28. Viaje infernal
29. Más allá de la intuición
30. Una clínica con trastienda
31. México lindo
32. Dos años de encierro
33. La transferencia
34. Todas las sangres
Epílogo
Unas cuantas preguntas sin respuesta…
Agradecimientos
Créditos
Sinopsis
Regresa el carismático detective Roures, ex corresponsal de guerra y hombre marcado por un pasado que siempre vuelve, para enfrentarse en esta segunda novela negra de Marta Robles a la extraña desaparición de una joven en Mallorca, de la que, tras dos años de intensas búsquedas, no parece haber ninguna pista.
Más allá de la caótica situación de la familia de la desaparecida, agravada por la angustiosa las angustiosas circunstancias, el detective se encontrará con un entramado de complejos personajes, cuyas distintas turbiedades escondidas le conducirán, de manera obsesiva, a dos inevitables preguntas: ¿qué están dispuestas a hacer las personas para convertirse en padres o madres? ¿La paternidad y la maternidad son actos de generosidad o de egoísmo?
Dolorosas inseguridades en la adolescencia, malos tratos y abusos que no son considerados como tales, secretos familiares, engaños que determinan la vida de los engañados…, todo cabe en La mala suerte, una historia apasionante, repleta de emociones, donde el enemigo siempre está muy cerca…
MARTA ROBLES
LA MALA SUERTE
A todos los desaparecidos y también a sus seres allegados siempre examinados - photo 1
A todos los desaparecidos y también a sus seres allegados, siempre examinados hasta el último detalle, como si fueran culpables de su propio sufrimiento. Y a todos los que, sin estar desaparecidos, un día se dan cuenta de que no son quienes son y de que viven una vida que no es la suya.
Y a Ramón, Miguel y Luis. Mis cómplices, mis informadores. Mis hijos…
Una gota de sangre vale más que cien litros de amor.
ANÓNIMO
Niños blancos, niños negros, todos tienen la sangre roja.
ANÓNIMO
LA NOCHE DE LAS CIGARRAS
31 de julio de 2015
Nunca se sabe cuándo un día puede ser diferente a los demás y cambiarlo todo. El reloj del iPhone de Lucía Peña marcaba las tres de la madrugada. No era demasiado tarde para una noche de verano. Sabía que sus amigos permanecerían de fiesta hasta que saliera el sol, pero ella estaba agotada y prefería marcharse. Llevaba tres días acostándose al amanecer, fumando sin parar, bebiendo mucho y durmiendo muy poco. Era mejor irse. Sin decir adiós. Y, de paso, librarse de una vez de ese plasta insoportable empeñado en toquetearla desde que la recogiera a las nueve y media de la noche en Costa de los Pinos. Qué error aceptar ir con él a Cala Ratjada. Debía de creerse que eso le confería algún derecho. Por suerte, accedió a devolverla a su casa al pedírselo, sin reclamarle nada más. Así que podía darse por satisfecha. O eso creía hasta que…
—¿Pero qué haces? —preguntó, dando un respingo en el asiento mientras retiraba la mano que avanzaba por su muslo hacia su sexo, por debajo de la cortísima falda de su minivestido—. ¡Te he dicho que no! ¿No me has oído? ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo para que lo entiendas…?
El chaval frenó en seco y detuvo el coche en mitad de la carretera.
—Bájate —ordenó con frialdad—. Ya estoy harto.
—¿Cómo dices? —preguntó ella incrédula.
—Que-te-ba-jes-del-co-che —repitió él, sin mirarla y pronunciando cada sílaba con extremada lentitud—. ¿Acaso eres tú ahora quien no entiende?
En cuanto Lucía descendió del vehículo y cerró la puerta, el chico desapareció a gran velocidad. Ella no se asustó. Tampoco estaba tan lejos de casa. A un kilómetro todo lo más. Y aquella zona era muy tranquila. Mucho mejor caminar sola que aguantar que aquel imbécil intentara meterle mano por enésima vez. Estaba algo mareada. Los chupitos siempre la dejaban K.O. Si se empeñaba en bebérselos era para no ser menos que sus amigas, capaces de empapuzarse de cualquier líquido de alto octanaje. Gasolina, si se daba el caso. La tenue luz de una luna, afortunadamente llena, apenas rompía la oscuridad del camino; pero ¿y qué? A ella nunca le atemorizó la oscuridad. El recuerdo de sus peores escenas vividas siempre le llegaba perfectamente iluminado por los halógenos del enorme salón de la casa familiar de La Moraleja, ahora más que destartalado. Ese era el lugar que solían elegir sus padres, de casados, para decirse lo que se les pasara por la cabeza. Cualquier cosa. Cualquier barbaridad afilada como un cuchillo y que doliera tanto como una puñalada. En el catálogo de horrores que escogían para lanzarse a la cara en sus reiteradas discusiones siempre aparecían ellos: Lucía y Carlos. Los dos hijos del matrimonio. Ella, Lucía, la mayor, ahora con dieciocho años recién cumplidos y una sonrisa permanente en los labios, y el irritante Carlitos, cuatro años menor, siempre ajeno a todo y pegado a la pantalla de la Play, sin atender a nada que no fueran los movimientos de los personajes de los videojuegos. No parecían hermanos ni por el carácter ni por el físico. Lucía tenía los ojos azules, líquidos, casi transparentes, la piel de alabastro imposible de dorar al sol y una melena de diosa mitológica con mechones infinitos y ondas suaves, en la que se entreveraban un rubio dorado, del color de la miel de romero, y otro mucho más claro, casi blanco. Su hermano era moreno, de piel oscura y ojos negros. Ni la pupila se le distinguía. El chico se parecía a su padre. Y ella… no se parecía a nadie. Su madre, rubia también, pero de mentira, y de ojos achinados color avellana, hablaba de una bisabuela en su Chile natal… Algo de eso sería, por parte materna, y algo habría también en la paterna, si se hacía caso a Mendel. Sin antecedentes de ojos azules y pelo rubio en ambos progenitores sería imposible que ella los tuviera, así que… Dejó de pensar en su familia por un momento. A los misteriosos ruidos de la noche se unió el del motor de un automóvil que se acercaba despacio. Debía de haberla visto. Se giró por si era alguien conocido.
—Eh, belleza, ¿te llevamos a alguna parte?
La chica echó un vistazo al interior del vehículo. Tres chicos solos. Se fijó en el brazo del conductor, que asomaba por la ventanilla, tatuado con el dibujo de… ¿un demonio? Tal vez Hades… Un malvado, en todo caso. A Lucía le gustaban los tatuajes, incluso los oscuros e inquietantes, pero aquel no le resultó tranquilizador. Y menos en mitad de la noche… Aunque le parecía familiar. ¿Lo había visto antes?
—Vamos —insistió el propietario del brazo tatuado—, súbete y antes de dejarte en casa nos tomamos la última en el David. Seguro que tú vives por allí, ¿a que sí?
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