Índice
El bazar de la memoria
Cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen
Prólogo
Puedo sentir este corazón que hay en mí, y juzgo que existe. Puedo tocar este mundo e igualmente juzgo que existe. Ahí termina toda mi ciencia, lo demás es construcción.
ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo (1955)
En la traducción del título que dio Proust a la célebre exploración de sus recuerdos, À la recherche du temps perdu, hay un pequeño detalle que demuestra muchas de las cosas que me dispongo a tratar en este libro. El título, traducido inicialmente al inglés, en 1954, como Remembrance of Things Past («Memoria de las cosas pasadas»), se vería alterado en la edición de 1992 por el más fiel In Search of Lost Time («En busca del tiempo perdido»). Ese «memoria de» presente en la traducción original sugiere una evocación pasiva de recuerdos desde un repositorio fijo y oculto, mientras que la posterior traducción, «en busca de», propone una persecución activa de un pasado fluyente que se ha perdido. La neurociencia estuvo a punto de alcanzar a Proust en ese intervalo entre traducciones.
Notas
Las referencias bibliográficas de obras literarias aparecen en notas a pie de página. Las referencias académicas y científicas se indican en números arábigos, y remiten a las páginas 319-333. Las notas discursivas se indican en números romanos, y remiten a las páginas 301-318.
PRIMERA PARTE
Cómo creamos recuerdos
Albores
Hay sucesos que cada uno de nosotros ha experimentado a lo largo de su vida con la profética sensación de que los recordará por siempre. A veces esta sensación es particularmente intensa, y, aunque no resulte epifánica, lleva aparejada la impresión de que hemos penetrado en un nuevo nivel de percepción. Esta nueva percepción es de tipo preverbal, como el repiqueteo de las tazas sobre los platillos que se hace notar como el único indicio de un corrimiento de tierras. El repiqueteo que me puso en el camino de comprender la verdadera sustancia de la memoria tuvo lugar en Londres a principios de la década del 2000. Echando la vista atrás, el incidente se parece a la escena introductoria de una novela donde cada ingrediente de la historia que se va a contar es expuesto con una astuta y casual inocencia que, al analizarla retrospectivamente, ya presagia lo que vendrá. La historia de Edith me hizo emprender un viaje en el que derribaría y reformularía mis ideas en torno a la memoria: un conocimiento que se había automatizado en mí, pero que, de alguna manera, eludía el material esencial de lo que supone ser una persona viviente y percipiente, con su memoria esculpida por la experiencia individual.
Conocí a Edith en el hospital Royal Bethlem, el psiquiátrico más antiguo del mundo, que ahora formaba parte del hospital Maudsley, cuya fama es mucho más reciente. El Bethlem se remonta al año 1247, fecha en que recibió el nombre de Bedlam, hasta que bedlam pasó a ser un término que en inglés indicaba tumulto y caos. El hospital fue rebautizado a principios del siglo XX como Bethlem Royal. Las unidades de tratamiento se extendían en los más de 100 acres de avellanos y castaños de Indias que componían las tierras del hospital. Durante cinco años, a comienzos de la década del 2000, trabajé como médico principal de una unidad de Salud Mental Perinatal, unidad que de momento se ha salvado de los recortes de servicios del NHS, el sistema de salud pública inglesa, que han tenido lugar desde entonces. De todos los lugares del Reino Unido nos derivaban mujeres para proporcionarles un tratamiento especializado en los trastornos psiquiátricos perinatales: trastornos que surgen durante el embarazo o durante el período posparto.
Una familia de tejones se había instalado en un túnel en los terrenos próximos a la entrada de nuestra unidad. A menudo me detenía a observar la abertura de la madriguera en aquel suave montículo, por si acaso el tejón, quizá en un espontáneo rapto de protectora vigilancia, asomaba la cabeza durante el día. En esos años viajaba entre Londres y Dublín, y en Dublín mis dos pequeños aguardaban cada semana la noticia de algún avistamiento, pero tenían que conformarse con las prensadas florecillas que les traía del bosque en primavera y verano, y con avellanas y castañas ya entrado el otoño. Disfruté mucho de los cinco años que pasé trabajando en el Bethlem, devolviendo a mujeres como Edith, que habían caído bajo la cruel enfermedad de la psicosis posparto, a la vida normal. Muchas de las que ingresaban en nuestro módulo sufrían este tipo de psicosis tan poco difundido, que cada año azota a 1.400 mujeres en el Reino Unido. Edith fue ingresada en el Bethlem unas semanas después del nacimiento de su bebé. Esta es su historia.
Edith carecía de un historial de enfermedades psiquiátricas cuando dio a luz a su bebé. La llegada del bebé era aguardada con alegría. Fue un embarazo saludable, y los escáneres del feto eran normales. El parto careció de dificultades y el bebé nació sano y en la fecha precisa. En los días que siguieron al nacimiento del bebé, Edith se volvió emocionalmente distante, y parecía cada vez más confusa. Se mostraba angustiada y preocupada, pero no expresaba la causa de su agitación. Su condición se deterioró rápidamente hasta el punto de que en el momento de su ingreso había dejado de comer, y paseaba sin propósito por su casa día y noche, desentendiéndose del bebé y el resto del mundo. Su médico de cabecera la evaluó en casa y nos la derivaron de inmediato para su valoración y tratamiento. Cuando conocí a Edith, reparé en que estaba insólitamente delgada pese a que había dado a luz menos de dos semanas antes. Tenía una expresión ilegible, y se mostraba más o menos muda o indiferente a nuestras preguntas.
Con frecuencia vemos este semblante «ausente» en individuos que han sufrido experiencias psicóticas. En el caso de mujeres con psicosis posparto, por lo general perciben voces que nadie más escucha, pueden oler algo —normalmente desagradable— que no procede del mundo exterior, y pueden sentir cosas en sus cuerpos que no están causadas por nada o nadie que al menos visiblemente alcance a tocarlos. A tales alucinaciones auditivas, olfativas, visuales o somáticas (táctiles o viscerales) se las denomina sintomatología psicótica. El primer principio que debemos establecer es que aquello que llamamos síntomas son auténticas experiencias sensoriales. Oír un sonido, una voz humana, es una experiencia subjetiva, ya se origine la voz en el mundo exterior o lo haga en el cerebro a causa de un resorte neuronal de tipo patológico. La experiencia de escuchar voces es similar en ambos casos: tema aparte es el origen de la sensación. Si la experiencia tiene por causa un resorte cerebral de tipo patológico, la persona que escucha la voz, como es habitual, mirará a su alrededor para ver quién está hablando, y podrá atribuir las voces a alguien que se halle presente, o a unos altavoces ocultos. Por lo común, aquellos que experimentan alucinaciones auditivas darán la impresión de estar hablándose a sí mismos, cuando lo cierto es que estarán respondiendo a unas voces tan audibles y reales para ellos como la voz de cualquier persona viva.
Esto lleva al aislamiento de la persona psicótica, atrapada en un mundo sensorial que no es sino una interpretación incorrecta del mundo exterior. Así, el psicótico puede llegar a creer que ha alcanzado un nivel de experiencia sensitiva que está vedada a otros, un «sexto sentido». La mayoría de las veces, quienes se encuentran sumidos en un estado psicótico invocarán a fuerzas invisibles, ya sean extraterrestres, fantasmas, fenómenos mágicos, deidades, o, en el caso de Edith, el diablo, para explicar esas experiencias subjetivas que no concuerdan con la forma en que perciben el mundo aquellos que los rodean.
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