Laura Gutman
Qué nos pasó cuando fuimos niños y qué hicimos con eso
Sudamericana
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ILUSTRACIONES: PAZ MARÍ
Dedico este libro a mis hijos,
Micaël, Maïara y Gaia
Para leer desde el punto de vista del niño que hemos sido
Comparto con los lectores mi evidencia más tangible: las criaturas humanas precisamos, durante toda nuestra infancia y adolescencia, ser amadas por nuestra madre, o por una persona maternante a través de sus cuidados amorosos, hasta que estemos en condiciones de valernos por nosotros mismos. Aunque nuestra civilización proponga todo lo contrario. Aunque gran parte de nuestras madres —a pesar de haber tenido buenas intenciones— no han sabido cuidarnos, no han podido protegernos, no han vibrado al unísono con nuestras percepciones, no han sentido nuestros obstáculos ni han acompañado el despliegue de nuestro ser esencial. ¿Por qué? Porque a su vez ellas mismas fueron alejadas de su propia interioridad, dentro de un encadenamiento transgeneracional antiguo. Por lo tanto, nos costará mucho esfuerzo convertirnos en personas amorosas.
Por eso, mi preocupación reside en encontrar recursos para amar a los niños. Sabiendo que, para amarlos, antes tendremos que reconocer qué nos pasó cuando nosotros mismos fuimos niños. Si no abordamos nuestra realidad afectiva, nuestros agujeros, nuestras necesidades no satisfechas y nuestros miedos, no podremos dar prioridad a las necesidades genuinas del otro.
Parece una propuesta sencilla, pero no lo es. Porque todos los adultos somos —en mayor o menor medida— niños lastimados. Y si no lo reconocemos, reaccionamos automáticamente quemados por el dolor. ¿Tenemos la culpa? No. ¿Somos responsables? Sí.
He aquí la diferencia entre ser adultos y ser niños. Los niños no son responsables de sus reacciones porque dependen del cuidado de los mayores. En cambio, los adultos —incluso si provenimos de historias difíciles— ya somos autónomos, o sea que podemos elegir. Por lo tanto, sí somos responsables de nuestras acciones. Sin embargo, no sirve empezar por “cómo ser una mejor madre”. Primero tenemos que averiguar qué nos pasó en la infancia.
Aunque maestros de todas las regiones del mundo a través de la historia de la humanidad nos han ofrecido diferentes hojas de ruta persiguiendo el mismo objetivo, yo fui inventando una. La denominé “biografía humana” y está ampliamente descrita en los libros La biografía humana, El poder del discurso materno y Amor o dominación. Los estragos del patriarcado. Pero a medida que seguía trabajando, había una porción importante de consultantes con quienes, durante muchos años, no lográbamos terminar de encajar las piezas. Discutíamos en equipo, cambiábamos las hipótesis, hasta que poco a poco empecé a aclararlo en mi interior: estaba frente a la evidencia de cómo se iba organizando la locura en la psique de un joven harto de pelear para ser amado, agotado por tanta desesperación para ser aceptado por su madre y finalmente decidido a dejar de sufrir. Poco a poco fui reconociendo un recurso más habitual de lo que yo suponía: inventar, fantasear, cambiar, acomodar la realidad al confort de cada individuo se convertía en una maniobra inteligente y eficaz.
Acabé considerando que la locura es la distancia que establecemos entre lo que hay —evidente y palpable— y la idea que se nos ocurra por más rara, extravagante y sin sentido que sea; porque —tal como explicaré detalladamente en los siguientes capítulos— hemos tenido que desconectar todo arraigo con la realidad real en la medida en que ha sido extremadamente dolorosa y sufriente cuando fuimos pequeños y no contábamos con recursos para hacer algo diferente al respecto.
Sincrónicamente, fui detectando las locuras colectivas al leer los periódicos, mirando la televisión, escuchando conversaciones entre amigos o simplemente leyendo los informes de los consultantes que atendemos en nuestra Institución. Fui constatando que la tergiversación de la realidad —tanto en las vidas individuales como en la vida colectiva— está mucho más presente de lo que creemos. Y aunque es un tema árido e ingrato, decidí ordenar y escribir todo lo que he comprendido hasta la fecha.
Para desmarcarme una vez más de las propuestas psicológicas y psiquiátricas, aclaro que no me interesan los diagnósticos convencionales. Lo explicaré en los próximos capítulos.
Pero ¿por qué inmiscuirse en algo tan complicado? A medida que pasaban los años e iba adquiriendo más experiencia… fui detectando cómo se va organizando el desequilibrio emocional en un individuo que nació psíquicamente sano, tal como nacemos todas las criaturas. Y a medida que el mecanismo usual de ir enloqueciendo se fue haciendo más evidente para mí, empecé a registrar que la locura —en diferentes grados y bajo diferentes diagnósticos— es una consecuencia mucho más común y corriente de lo que creemos. Entonces sentí que no tenía alternativas: mi deber era compartir con la humanidad eso que ahora sabía. Sobre todo, si quería hacer algo al respecto en el futuro.
Claro que estoy tomando riesgos. De todas formas, los vengo asumiendo desde hace años al resistirme al confort de las ideas convencionales. No adhiero a ninguna teoría si no siento que calza en las zonas más profundas de mi interioridad y sobre todo si no coincide milimétricamente con la realidad. Hablar sobre la locura y revisar las responsabilidades individuales que tenemos —sobre todo por transferir hacia nuestros hijos los mandatos y las ideas adquiridas en el pasado sin que medie reflexión alguna— es aventurado, lo sé. Pero es más fuerte que yo. No hago este trabajo para que me quieran. Lo hago porque es el propósito de mi vida: quiero transmitir algo que sé y además sé que es verdadero: los niños nacemos buenos, amorosos, perfectos y listos para amar. Los adultos precisamos estar al servicio de los niños y no al revés. No hay motivos para intentar rectificar a los niños, tampoco es necesario educarlos, sino todo lo contrario: necesitamos ser guiados por ellos. Sin embargo, todos suponemos lo contrario. La vida cotidiana está organizada de modo tal que los niños se tienen que adaptar a las necesidades de los adultos, en lugar de que los adultos tomemos decisiones según las necesidades de los niños. Ahí está el nudo invisible y depredador de nuestra civilización. El patriarcado precisa niños hambrientos y furiosos para luego convertirlos en guerreros sangrientos y voraces. En cambio, si quisiéramos hacer algo diferente, amaríamos a los niños para generar una civilización solidaria y ecológica.
¿Cómo fue el proceso? ¿Cómo pasé de estar al servicio de los puerperios sufrientes de las mujeres a algo tan desorganizado y difícil de aprehender, como son los casos de locura?
He descrito en libros anteriores que cuento con un buen equipo de profesionales entrenados para utilizar la metodología de la biografía humana. Todavía no he encontrado un buen nombre para denominarlos. A veces los llamo amistosamente beacheadores. Porque son los usuarios de nuestra querida amiga —la biografía humana—, a la que llamamos cariñosamente “la BH” (la behache). No sé qué nombre terminará imponiéndose. En verdad, mi equipo de behacheadores abre las puertas a todo aquel que haya leído alguno de mis libros y quiera intentar este tipo de indagación personal. Así venimos trabajando hace años con gente de todas partes del mundo (ya que hoy en día la mayoría de las consultas las realizamos a través del
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