Félix J. Palma
Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista, pero una mala nos dice la verdad sobre su autor.
Escribir es lo más divertido que se puede hacer sin ayuda.
Prólogo
¿Se puede enseñar a escribir?
El oficio de escritor es uno de los más misteriosos que existen. Excepto para los propios escritores, cabría añadir. Como un mago en un escenario, el escritor también parece que hace magia. Pero eso es porque los lectores, al igual que los espectadores, no ven los trucos. Están demasiado distraídos sintiendo la magia que, si el espectáculo es bueno, enseguida los envuelve. En este libro, como un mago que llega al camerino tras su actuación y empieza a sacarse de los bolsillos todos los artilugios que llevaba escondidos, yo voy a revelarte mis trucos de magia.
Pero lo primero es responder a la pregunta del millón: ¿se puede enseñar a escribir? Puesto que tienes en tus manos un manual para aprender a escribir, que en las librerías hay cientos de ellos, que en España y otros países los talleres y escuelas de escritura brotan como setas, y que cada vez más universidades se animan a ofrecer cursos de verano o másteres para futuros escritores, sería verdaderamente incómodo responder que no. Por otro lado, hay muchísimos escritores que se han formado en talleres de escritura, como Michael Cunningham o Wallace Stegner, que pasaron por el Taller de Escritores de Iowa, el programa de escritura creativa más antiguo de Estados Unidos. También Carson McCullers, J. D. Salinger o Raymond Carver fueron alumnos de algunos de los muchos cursos de escritura que imparten las universidades americanas. En España la mayoría de los talleres de escritura creativa pertenecen a escuelas privadas, como el taller de Clara Obligado —nuestro ejemplo más longevo, fundado en 1980 en Madrid por la escritora argentina—, los talleres de escritura creativa Fuentetaja o la Escuela de Letras de Madrid, por citar solo tres de los muchos que existen, pero también por sus aulas han pasado algunos autores que han visto sus obras publicadas en editoriales de primera fila e incluso ganado el Premio Planeta o el Nadal de novela.
¿Podríamos afirmar, entonces, sin temor a pillarnos los dedos, que se puede enseñar a escribir? Bueno, no creo que los autores citados arriba no fuesen escritores antes de acudir a un taller. Estoy seguro de que lo eran, aunque ni ellos mismos lo supieran, por lo que podría decirse que el taller no los convirtió en escritores, sino que despertó al escritor dormido que había en ellos. Evidentemente ya poseían todo lo necesario para escribir, léase sensibilidad, amor por las palabras, una visión personal del mundo, y todas esas cualidades evanescentes e imprecisas que, para resumir, agrupamos bajo la palabra «talento». Tenían, en fin, algo que no todo el mundo tiene. Platón lo llamaba «entusiasmo»; los románticos, «inspiración», y nosotros podríamos llamarlo, si nos ponemos poéticos o flamencos, «duende». Y eso no se puede enseñar en ninguna escuela porque viene de fábrica. Es una cualidad intrínseca del individuo. Me atrevería a decir que el modo en el que alguien se expresa sobre la página es un rasgo más de su personalidad.
Con el tiempo, he aprendido que el talento no se puede contagiar ni aunque los profesores de escritura nos dedicáramos a morder a nuestros alumnos. Se nace con él, y uno de los momentos más hermosos que pueden suceder en un taller es cuando te enfrentas al talento de otro, que generalmente ignora que lo tiene. Hacérselo ver, y enseñarle a potenciarlo, a construirlo —porque el talento se construye poco a poco (no todos podemos ser Rimbaud, que ya era un poeta genial en plena adolescencia)—, te hace sentir esa alegría de la comadrona que asiste en un parto.
Pero también estoy seguro de que ni Salinger ni Carver ni ninguno de esos escritores que desenterraron su talento en los talleres sabían lo que era un cronotopo, una catálisis o un narrador extradiegético. Por tanto, es más que probable que solo tuvieran una idea muy vaga de cómo escribir una historia. Todo eso sí lo aprendieron en las aulas. Porque eso sí podían aprenderlo.
Como cualquier disciplina artística, la escritura tiene una parte de magia y otra parte de técnica. Y si bien la primera hay que traerla de casa, como ya he comentado, la segunda sí puede enseñarse. Sirva el anuncio publicitario del taller que fundó en Stanford el ya citado Stegner para corroborar esta afirmación: «El fin de este curso es proporcionarle al talento literario la oportunidad de definirse a sí mismo, y crecer, y madurar, gracias a la guía y el estímulo de espíritus afines». Podemos concluir entonces que el propósito de los cursos y manuales de escritura creativa no es «enseñar a escribir» a nadie, sino estimular y orientar el talento del alumno. Luis Landero lo explicó mucho mejor que yo cuando dijo: «En literatura hay una parte objetivable como en el cine o la pintura que sí se enseña: la técnica de escribir. También se puede fomentar el estímulo personal, espiritual. Pero la otra parte te la enseñan Cervantes, Proust, Faulkner… Quien realmente quiere, con leerlos aprende mucho. Luego está el talento, que no se enseña ni en este arte ni en ninguno: se tiene o no se tiene».
Lo dicho: el talento se tiene o no se tiene. Eso es una verdad innegociable. Pero ¿sirve el talento sin técnica? Yo diría que no, que la técnica es necesaria para encauzar el talento, para que no se desborde a sus anchas como una imparable fuerza de la naturaleza. Por mucho talento que uno tenga, si a la hora de escribir una novela no escoge bien al narrador de su historia, o no diseña su estructura adecuadamente, o no usa la elipsis cuando conviene, por poner solo algunos ejemplos, el resultado será probablemente una novela infumable, una triste muestra de talento desaprovechado.