El futuro del trabajo ya no es lo que era
Albert Cañigueral
La mejor manera de predecir el futuro es creándolo.
P ETER D RUCKER
El mundo del trabajo ya ha cambiado. Tal como afirmo en El trabajo ya no es lo que era (Conecta, 2020):
Hoy en día seguir pensando solo en los términos tradicionales del trabajo ignora a millones de personas, como mi amigo Josep, que combinan diferentes fuentes de ingresos y conforman su vida a través de una amplia variedad de relaciones laborales no convencionales. La realidad del trabajo es mucho más dispar de lo que nos pintan los informes y las estadísticas oficiales. No hace falta aguardar al futuro, el concepto de empleo ya explotó hace tiempo atomizándose en numerosos modelos.
Para la mayoría de las nuevas formas de relación laboral, el contrato fordista se ha roto o, como mínimo, ha sufrido fisuras importantes. En muchos casos, las organizaciones quieren mantener el control organizativo del modelo asalariado, pero sin ofrecer a las personas trabajadoras un sistema de protección a cambio de esa subordinación.
La fragmentación de las relaciones laborales requiere repensar nuestras definiciones básicas de empleo. Este ya no es la relación clara entre un empleador bien definido y un trabajador. Los términos básicos de empleo (contratación, evaluación, pago, supervisión, capacitación, coordinación) son ahora el resultado de la coordinación entre múltiples organizaciones. Las responsabilidades sobre las personas trabajadoras se han vuelto borrosas. Si el modelo tradicional de trabajo ya era difícil de regular y controlar, una economía que ha desplazado fuera de los límites tradicionales de las organizaciones la mayor parte de la actividad productiva es aún más difícil de regular, controlar e incluso de definir.
Yo no creo que hacer evolucionar el modelo de trabajo sea un error ni que las plataformas digitales laborales tengan intenciones intrínsecamente diabólicas. Nuestro modelo actual laboral tampoco funciona bien para muchos trabajadores y es necesario un espíritu de experimentación e innovación. Pero todos estos cambios, sin arreglar las estructuras de soporte que rodean al empleo, no pueden considerarse ningún progreso. En revoluciones industriales anteriores, el ajuste tampoco fue inmediatamente maravilloso.
A todo ello, incluso antes del COVID-19, ya había que sumarle los impactos de las crisis demográficas y medioambientales para una combinación altamente explosiva. Sin duda, it’s complicated.
Esto no funciona. Tenemos que hablar
Yo soy optimista, a veces incluso demasiado, pero mirando hoy en día la situación del mercado laboral en muchos frentes resulta difícil mantener ese optimismo.
Has visto que hay un creciente número de personas sujetas a relaciones laborales no tradicionales. Tener uno de estos vínculos es comprar números de la lotería para ser una persona trabajadora pobre y/o con riesgo de exclusión social: individuos y familias enteras que no llegan a fin de mes incluso haciendo malabares con cuatro trabajos a la vez. Un tercio de los españoles no pueden tomarse ni una semana de vacaciones al año ni tienen la capacidad para afrontar gastos imprevistos. No disponen de tiempo, ni de energía, para pensar en cómo poder mejorar su situación.
Por primera vez en muchos años, los jóvenes viven y vivirán peor que sus padres. A las viejas grietas sociales hay que sumar ahora la brecha generacional. El ascensor social se ha detenido y la precariedad del trabajo condiciona la vida de los jóvenes a pesar de su mejor preparación. Pensar en desarrollar una carrera laboral se ha convertido en una quimera.
El mercado laboral y la sociedad en general se ha ido polarizando: en un extremo, trabajos de baja cualificación, manuales y mal pagados; en el otro, trabajos de alta cualificación, digitales y con salarios muy altos. Por el camino nos estamos dejando la clase media y los empleos propios de ella están en claro retroceso. Llevado al extremo, se dibuja una «economía de la servidumbre» (servant economy): trabajadores con mucho dinero y poco tiempo que recurren a las aplicaciones de «Uber para X» para resolver todas sus necesidades.
Una dificultad añadida es que la sociedad y sus instituciones están pensando aún en las carreras laborales lineales y predecibles de antaño. Hay un fuerte sesgo social hacia el empleo tradicional. Desde la educación y las estadísticas de empleo, que menosprecian cuando no ignoran estas otras formas laborales, pasando por un acceso más difícil a los sistemas de protección social, llegando hasta la situación de alquilar un piso o pedir un crédito, donde sin un contrato de trabajo lo tienes muy complicado. No se trata de culpar a nadie. Muchas de estas políticas se elaboraron hace décadas, en un momento en que el trabajo era un lugar en el que uno aparecía cinco días a la semana en el transcurso de muchos años.
Esto hace que, por falta de adecuación a la nueva realidad laboral, la asunción y la gestión de los riesgos y las responsabilidades relativas al ejercicio de una actividad profesional hayan migrado desde la empresa hacia el trabajador independiente o no tradicional. A menudo es la espalda de este último la que debe hacerse cargo de todo (seguridad económica, desarrollo de habilidades, protección social, etc.) a título individual.
No se ha sabido encontrar un equilibrio entre la flexibilidad laboral (que puede ser buena para ambas partes) y la seguridad económica de los trabajadores. Esto no es ni razonable, ni ético, ni sostenible en el tiempo.
Un último indicador alarmante es la creciente desigualdad. La redistribución de la riqueza ha quedado truncada desde hace décadas. A pesar de que la capacidad productiva ha aumentado significativamente, los salarios se han estancado. De hecho, desde 1973 hasta ahora la distancia no ha hecho más que ampliarse. Las causas son múltiples: narrativas y regulaciones que debilitaron a los sindicatos y a los trabajadores, la globalización, la financiarización, la servitización de la economía y las nuevas tecnologías. La productividad ha crecido un 246% desde entonces, mientras que los salarios han llegado solo al 114% en 2020.
Esta disociación se explica en parte porque solo el 51,4% de los ingresos mundiales se generan a partir del empleo (según datos de la OIT). El resto, el 48,6% de la riqueza producida, va a los propietarios del capital, lo que significa que los rendimientos provienen de inversiones (de capital riesgo, por ejemplo) y la alta rentabilidad alimenta la economía especulativa. Así que solo la mitad de la riqueza proviene de sueldos y, además, estos se reparten de forma muy desequilibrada. La OIT estima que, de cada diez euros, cinco van al 10% de los trabajadores y el resto se reparte entre el 90% restante.
En 2020 es fácil culpar a la digitalización, las plataformas digitales, los robots y la inteligencia artificial de muchos de estos males del sistema laboral. Siendo honestos, viendo el recorrido histórico y el impacto limitado de estas tecnologías en el global del mercado laboral, hay que reconocer que se trata de un problema más profundo y estructural. Se ha permitido que el capital sea más rentable que la mano de obra y que el trabajador sea un coste a minimizar en la cadena de producción.
Es hora de repensar qué debemos permitir y cómo reorganizar el reparto de las responsabilidades para que el trabajo y los trabajadores tengan un futuro deseable dentro de un escenario laboral fragmentado.