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Andrés Cota Hiriart - Fieras familiares

Aquí puedes leer online Andrés Cota Hiriart - Fieras familiares texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 2022, Editor: Libros del Asteroide, Género: Ciencia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Andrés Cota Hiriart Fieras familiares
  • Libro:
    Fieras familiares
  • Autor:
  • Editor:
    Libros del Asteroide
  • Genre:
  • Año:
    2022
  • Ciudad:
    Barcelona
  • Índice:
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Fieras familiares: resumen, descripción y anotación

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¿Qué debes hacer si una serpiente pitón intenta morderte? ¿Y si te encuentras con un cocodrilo en tu salón? En Fieras familiares, el zoólogo y escritor Andrés Cota Hiriart relata sus vivencias con los insólitos animales que le han acompañado a lo largo de su vida: desde su más tierna infancia, cuando su fascinación por la naturaleza le llevó a interesarse por los insectos, reptiles y anfibios más variopintos y a convertir su casa en un zoológico improvisado; hasta su juventud, cuando se dedicó a viajar por lugares tan exóticos como las Galápagos, Borneo, Sulawesi y la isla Guadalupe para observar a la fauna salvaje en su hábitat natural. Ajolotes, orangutanes, dragones de Komodo, tarsios y leones marinos pueblan este divertidísimo y original libro con ecos de Gerald Durrell en el que los recuerdos y las anécdotas más sorprendentes se funden con la mejor divulgación científica. Andrés Cota Hiriart nos transmite su pasión por el mundo natural y nos invita a reflexionar sobre la ineludible responsabilidad del ser humano en la conservación del planeta. Unas memorias salvajes y cautivadoras que nos enseñan a respetar la vida que nos rodea y a dejarnos maravillar por su asombrosa riqueza.

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Andrés Cota Hiriart

Fieras familiares

Índice En enero de 2021 un jurado compuesto por Jordi Amat Daniel Capó - photo 2

Índice

En enero de 2021, un jurado compuesto por Jordi Amat, Daniel Capó, Daniel Gascón, Leila Guerriero y el editor Luis Solano señaló finalista del I Premio de No Ficción Libros del Asteroide al proyecto

«Fieras familiares» de Andrés Cota Hiriart.

Primera edición, 2022

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Copyright © Andrés Cota Hiriart, 2022

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

Imagen de cubierta: Dover Books

Ilustraciones de interior y contracubierta: © Ana J. Bellido

Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.

Avió Plus Ultra, 23

08017 Barcelona

España

www.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-19089-14-4

Composición digital: Newcomlab S.L.L.

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Duró

A Marcia, por consentirme invadir la casa

con mis fieras durante tantos años.

Y a Álvaro, por arriesgarse a perder algún

dedo cada vez que fue necesario.

La redecilla fue seguida por la lupa; la lupa, por un modesto microscopio, y con ello, mi destino quedó irremediablemente sellado. Puesto que el que contempla con sus ojos la belleza no es ya tributario de la muerte, como dice Platen, sino de la naturaleza, cuya belleza ha comprendido. Y si sus ojos sirven realmente para ver, llegará a ser, inexcusablemente, naturalista.

KONRAD LORENZ, Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros

Texto de sala entrada a la exhibición A veces pienso que yo debería haber - photo 3
Texto de sala: entrada a la exhibición

A veces pienso que yo debería haber nacido en otra época. En el tiempo de los naturalistas clásicos, por ejemplo. Durante aquel fervoroso siglo xix, con tantos territorios aún inexplorados y repletos de fieras por descubrir. O quizá me podría haber tocado ser un nativo de las gloriosas selvas papuanas, un hombre de la jungla fundido a cabalidad con su ecosistema y aislado de los devenires que aquejan al resto de la humanidad. O también me habría gustado desempeñar el papel de uno de esos guardas forestales que patrullan a pie la reserva que tienen a su cargo: un cuidador de gorilas, pastor de jirafas o criador de lémures. Un pionero de algún tipo.

Cuando menos podría haber nacido más cerca del campo. No sé, en los linderos de un desierto o a la orilla de un gran lago. Cualquier paraje que me hubiese brindado la posibilidad de tener un poco de contacto directo y cotidiano con la naturaleza.

Pero no sucedió así. Lejos de ello, la casualidad quiso que mi alumbramiento tuviera lugar precisamente en las antípodas de este deseo, destinándome a abrir los ojos a principios de los años ochenta del siglo xx en lo que en ese momento figuraba como la urbe más grande de la Tierra. Un valle metropolitano, frenético y caótico, en el que desde tiempos inmemoriales los ríos fluyen entubados por debajo del asfalto, las alcantarillas vierten sus intersticios cenagosos cuando llueve, la calidad del aire es insana y donde las únicas manadas de bestias salvajes están constituidas por millones de automovilistas. Y es que, a pesar de haber crecido leyendo al gran Gerald Durrell y al intrépido Redmond O’Hanlon, soñando despierto con aquellas expediciones suyas que evocan geografías indómitas y añorando tener encuentros con criaturas prodigiosas, la verdad es que mi infancia estuvo condenada a transcurrir en su mayor parte fagocitada por la intempestiva Ciudad de México.

Salvo por tres años de infancia temprana durante los cuales emigramos al otro lado de la frontera debido a la formación científica de mi mamá y de mi papá, que por aquel entonces cursaban el posgrado —lo que me brindó el deleite de pasar tres veranos a mis anchas en las costas boscosas de Massachusetts—, mis experiencias silvestres juveniles se limitaron a visitas anuales a los ejidos de Sinaloa (de donde proviene la mitad de mi parentela), a unos cuantos campamentos en Michoacán y a la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de la unam. Así que, para satisfacer mis ansias incontenibles de contacto zoológico, en un principio no me quedó otra opción que llevar la selva a la casa, que acabó convertida en un museo viviente de fauna exótica.

No es que ese temprano afán coleccionista que marcó el compás de mis pasos hasta bien pasada la adolescencia se forjara de la noche a la mañana. Más bien se trató, como asumo que ocurre con cualquier otro comportamiento de tipo adictivo, de un encadenamiento paulatino de pequeñas negociaciones. Primero un inocuo pez beta, después una pareja de tortuguitas japonesas, más adelante roedores diversos, cangrejos ermitaños, una que otra culebra de agua, salamandras, basiliscos, ciempiés, y así hasta llegar a Perro, la boa constrictor de treinta kilos y cuatro metros de largo con la que compartí mi habitación durante más de quince años. Digamos que fue un proceso gradual de estirar los límites: «una cosa llevó a la otra», por resumirlo de alguna manera. Pero ¿qué más podría haberse esperado que sucediera? No solo fui hijo único y educado por medio de incentivos, sino que además mi madre era alérgica a los perros y a los gatos.

¿Se supone que uno debería ser responsable de la manera en la que opera su propia química cerebral? ¿Se nos pueden achacar realmente los millones de procesos fisiológicos que acontecen en todo momento de forma subconsciente en la maraña neuronal y que dictaminan nuestras acciones? ¿Qué culpa tengo yo de que mi hipófisis dispare un torrente de oxitocina cuando mis ojos descubren el contorno sutil de una rana arborícola, la piel rugosa de un monstruo de Gila o la lengua bífida de un varano?

Quizás en lo que respecta a nuestros gustos personales no tengamos ese libre albedrío del que tanto alardeamos. Digo, si todo se reduce a interacciones bioquímicas y a impulsos eléctricos que pasan completamente inadvertidos para uno, sinapsis repentinas y sigilosas que preceden a la intervención del sujeto narrativo que hemos construido dentro del cráneo, ¿gozamos objetivamente de poder de elección alguno? ¿Qué tanto depende del molde y qué tanto de las circunstancias? ¿Cuánto de la epigenética y cuánto del contexto? Difícil dilucidarlo. En todo caso, me alegra que a mí me haya tocado profesar una afición por el naturalismo y la zoología, y no por la filatelia o la numismática. Y si celebro que se me haya permitido llevar tal devoción hasta sus últimas consecuencias es porque secundo lo enunciado por Julián Herbert: «Conozco la desgracia y la calma sagradas que sobrevienen al relapse en drogas duras; sé que no es una experiencia muy distinta al cuchillo de arrobo que te mete en la carne la contemplación de la naturaleza».

Tampoco es que la acumulación de fieras escamosas en el hogar sucediera de manera totalmente desenfrenada o, para el caso, siquiera fuera permanente: el cautiverio, como condición de interacción con la fauna, fue tan solo una etapa en mi vida. Un periodo extenso y trascendente, sin duda, pero que eventualmente terminó feneciendo para dar lugar a la siguiente fase, en la que, ya controlada mi adicción, y siendo algo así como un «alcohólico anónimo de la herpetofilia», tuve la dicha de poder aventurarme por parajes recónditos y acariciar ese sueño de encontrar bestias legendarias.

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