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Francisco Serratos - El capitaloceno: Una historia radical de la crisis climática

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Francisco Serratos El capitaloceno: Una historia radical de la crisis climática
  • Libro:
    El capitaloceno: Una historia radical de la crisis climática
  • Autor:
  • Editor:
    UNAM, Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial / Festina Publicaciones
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    2021
  • Ciudad:
    Ciudad de México
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El capitaloceno: Una historia radical de la crisis climática: resumen, descripción y anotación

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Desde que hace unas décadas sonó la alarma de la emergencia climática, se han profundizado las exploraciones sobre los orígenes y factores que han alterado irremediablemente nuestra relación con la naturaleza. Para dar sentido a esta crisis se han propuesto diversos conceptos y narrativas, entre los que destaca el de Capitaloceno. Este término considera que la devastación ambiental desatada sobre el planeta va acompañada por procesos como el colonialismo, la industrialización, la globalización, el racismo, el poder económico y las desigualdades sociales. Esta historia radical de la crisis climática refuta la idea de que los humanos son la fuerza geofísica culpable de esa crisis y ofrece, por el contrario, un relato histórico y económico desde el siglo XVI hasta nuestros días que evidencia una correlación entre los momentos determinantes en la acumulación del capital y los de gran devastación ambiental. Francisco Serratos, a través de diversos relatos clave que abarcan desde las plantaciones de azúcar en las colonias hasta los monocultivos modernos, desde la adopción del carbón en las fábricas hasta la industria de la carne, ahonda en el surgimiento del capitalismo y las maneras en que éste ha alterado la relación entre los humanos y la naturaleza.

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EL CAPITALOCENO

UNA HISTORIA RADICAL DE LA CRISIS CLIMÁTICA

FRANCISCO SERRATOS

A los animales Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia - photo 1

A los animales.

Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presenten de muy distinta manera. Pudiera ser que las revoluciones sean el acto, ejecutado por la humanidad que viaja en ese tren, de tirar del freno de emergencia.

—WALTER BENJAMIN

Contenido
11:58:20 PM

En nuestro afán por historiar el Apocalipsis, hemos creado varias formas de medir el tiempo que nos queda de vida como especie. Una de esas invenciones fue el Doomsday Clock, en 1947, a raíz del miedo que experimentó el hemisferio occidental por la amenaza de una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La creadora fue Martyl Langdorsf, artista y esposa de uno de los científicos que participó en el Manhattan Project para la creación de la primera bomba atómica. Su objetivo fue concientizar sobre el peligro de las nuevas fuerzas nucleares en el mundo, pero una vez mitigada la paranoia nuclear, ahora se utiliza para medir simbólicamente cualquier peligro global que amenace la vida terrestre y la paz mundial, desde conflictos bélicos hasta desastres como el cambio climático. Cuando el reloj inició, las manecillas marcaban 7 minutos antes de la medianoche y han descendido hasta los 17 minutos cuando Estados Unidos y la Unión Soviética firmaron un acuerdo para reducir su armamento nuclear en 1991. Estos minutos no representan un tiempo real sino eventos históricos que hacen desplazar a sus manecillas hacia atrás o hacia delante dependiendo de la amenaza de los sucesos que marca; es decir, el reloj del fin del mundo no mide el tiempo sino los acontecimientos. En total se han movido veintidós veces desde su creación. Lo más cerca que hemos estado de la medianoche son 2 minutos antes, cuando Estados Unidos terminó de manera exitosa sus pruebas con la bomba de hidrógeno. Después, en enero de 2017, el reloj marcó 2:30 minutos antes de la medianoche: el inicio de la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos. En el año 2020, el reloj marca 100 segundos antes de la medianoche, el punto más cercano a la catástrofe desde su creación en 1947; la razón es la inacción de los gobiernos para ralentizar la crisis climática. El viaje al fin de la noche apenas comienza.

-250 000 000

Hay un periodo geológico que me obsesiona porque es un paréntesis que está fuera de la historia. No quiero decir que no haya existido, sino que se define por su total separación de lo humano, de lo que llamamos Historia, y porque dentro de este periodo el tiempo pareció detenerse y las cosas de suceder. Fue un periodo definido por un solo acontecimiento: los acontecimientos, en cierta forma, desacontecieron; todo fue desapareciendo paulatinamente sobre la superficie del planeta. La vida, en lugar de florecer en el árbol de la evolución, se fue marchitando poco a poco. Es un periodo que me apasiona porque hasta cierto punto me recuerda mucho mi presente. Vivimos tiempos de desamparo y extinción en los que nos vemos a nosotros mismos como víctimas de un proceso que parece imposible de entender y detener. A este periodo de la historia antes de la historia y que cuenta la historia de cómo desaparecieron las cosas se le conoce como «Pérmico».

En 1990, durante el auge de los estudios pérmicos, el geólogo estadounidense Curt Teichert describió la extinción de la siguiente manera: «El modo en que muchas formas de vida del Paleozoico desaparecieron hacia el final del periodo Pérmico me recuerda esa última parte de la Sinfonía de los adioses de Joseph Haydn en la que un músico tras otro músico toma su instrumento y abandona el escenario hasta que, finalmente, no queda nadie». Lo que no menciona Teichert es que, justo antes de retirarse, cada instrumento tiene un solo muy breve, un último estertor. Así me imagino a todos los animales en el periodo Pérmico: uno a uno, en su soledad, fue muriendo tal vez sin la esperanza de haber visto su descendencia evolutiva. ¿Eso mismo está sucediendo ahora?

En la historia del planeta Tierra han acontecido cinco extinciones masivas. Dos en el Paleozoico, dos en el Mesozoico y la extinción masiva del Pérmico, la más grande todas, la llamada «Madre de Todas las Extinciones» —como si un ente femenino pudiera parir la nada—, que los geólogos han situado entre el final del Paleozoico y el Mesozoico, la frontera entre dos periodos de la prehistoria, entre la nada biológica y la aparición de los organismos más grandes: los dinosaurios. Comparar las primeras cuatro extinciones con la pérmica es como comparar el tamaño de la Tierra con el del Sol. La devastación fue tan inmensa que eliminó entre 90% y 95% de la biodiversidad de la Pangea. Ocurrió hace 250 millones de años, dentro de la era Paleozoica. Y los geólogos, aún en la actualidad, debaten sobre las causas de la extinción y sobre su duración.

Pero, en la misma medida que las cifras horrorizan, también reconfortan. El 95% de la extinción total de las especies significa que el 5% sobrevivió y que, a final de cuentas, toda la vida presente del planeta proviene de ese nimio 5%. A pesar de la magnitud y del misterio de la extinción pérmica, los geólogos y científicos casi siempre se centran en la última de las extinciones, la de los dinosaurios, que fue mucho menor —50% de la biodiversidad—. Hasta cierto punto se entiende que se romantice esta última: ¿cómo esos titanes que dominaron la Tierra, tan fuertes y poderosos, pudieron sucumbir al impacto de un meteoro hace 60 millones de años? Las hipótesis sobre su extinción antes de la teoría definitiva del impacto meteórico en 1980, firmada por Luis W. Álvarez y su hijo Walter, fueron vastas —más de cien propuestas entre 1920 y 1990— y algunas incluso simpáticas. Mi favorita la cuenta el paleontólogo Michael J. Benton, quien tal vez, por proteger a un colega francés que propuso esta hipótesis en el año 2000, omite citar su nombre. Según el francés, si en una corta semana una vaca es capaz de inflar con sus gases un globo de barrera, como los que se usaron en la Primera y Segunda Guerra Mundial para contrarrestar los ataques aéreos, imaginen la cantidad de gases producida por los dinosaurios que eran, los más grandes, cincuenta veces mayores que una vaca. Millones y millones de galones de gas metano eran inyectados en la atmósfera cada año, lo que en última instancia provocó que los dinosaurios se asfixiaran con sus propios pedos.

Por supuesto, esta teoría mucho más simpática que el horrible impacto de un meteorito en la península de Yucatán, justamente en el pueblo maya llamado Chicxulub, no tuvo mayor repercusión científica a pesar de que, algunos años más tarde, el científico británico David Wilkinson calculó que en efecto, los dinosaurios, si bien no se gasearon a sí mismos, sí contribuyeron al calentamiento global durante el Mesozoico. Sin embargo, si ponemos en perspectiva la teoría de nuestro anónimo francés, nos daríamos cuenta de que en realidad no estaba tan errado: las millones de vacas que pueblan la Tierra hoy en día, criadas, alimentadas y asesinadas para su consumo, producen más gases de efecto invernadero que todos los automóviles que circulan en las carreteras del mundo. Si la glotonería carnívora continúa creciendo, es posible que los humanos, a diferencia de los dinosaurios, sí sucumbamos a los pedos de las vacas que tanto nos gusta comer, vestir y torturar.

¿Qué causó la más devastadora extinción de la que se tiene registro? La historia de su descubrimiento y sus causas ha durado más de un siglo, desde que recibió su nombre 1841 por el entonces jubilado hombre de armas Roderick Impey Murchison, quien después de la guerra entre Reino Unido e Irlanda, aburrido de su comodidad, se dedicó a la geología. Sus investigaciones, cuenta Benton, lo llevaron a Rusia, particularmente a los Montes Urales, el sistema montañoso que naturalmente divide Asia de Europa. En esa frontera, Murchison recopiló material suficiente para bautizar a ese periodo como «Pérmico», nombre que a su vez proviene de la ciudad homónima ubicada en las faldas montañosas, en el corazón de Rusia. Sin embargo, en ese momento no se concibió el Pérmico como una era de extinciones, pues la extinción, como concepto, aún no se formaba del todo e incluso era rechazado. Tardaron los naturalistas varias décadas en ponerse de acuerdo sobre el tema.

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