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Varios autores - Clima. El desafío de diseño más grande de todos los tiempos

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    Clima. El desafío de diseño más grande de todos los tiempos
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    El Gato y La Caja
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    2022
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Clima. El desafío de diseño más grande de todos los tiempos: resumen, descripción y anotación

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En las próximas décadas, el progreso de las naciones (o su colapso) va a depender de la capacidad que desarrollen para adaptarse y mitigar la Crisis Climática. Una crisis extremadamente compleja, cuya única forma posible de abordar es mediante un enfoque diverso y multidisciplinario. En este libro nos proponemos desentrañar la maraña de información que se encuentra disponible, para entender cómo llegamos hasta acá y a dónde nos estamos dirigiendo. Luego, presentaremos posibles escenarios para construir un futuro mejor. Un futuro que garantice no solo el desarrollo y la prosperidad de nuestra especie, sino también nuestra propia supervivencia.

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A MÍ ME REBOTA

Bases físicas y químicas del efecto invernadero

En las profundidades del núcleo del Sol, a una temperatura infernal y extrema presión, cientos de millones de toneladas de protones chocan constante y violentamente a cada segundo. Como si estuvieran hechos de algún tipo de pasta, se aplastan los unos contra los otros y se fusionan. Dejan de ser lo que eran para transformarse en algo nuevo, más grande y pesado, sin una forma demasiado definida. En la naturaleza, estas partículas subatómicas se pueden encontrar y combinar de esta manera solo aquí, en las estrellas. Cada uno de estos impactos libera una cantidad de energía colosal que se dispara en todas las direcciones. Una energía capaz de recorrer distancias infinitas, prácticamente sin perder su intensidad en el camino. Ondulando nerviosamente en innumerables frecuencias, esa onda expansiva se propaga por el espacio a la velocidad en la que transcurre un instante. En tan solo tres minutos, se acerca a la órbita de Mercurio. Pasados los seis minutos, ya dejó atrás la de Venus. Y en menos de diez, las consecuencias de esos vehementes encuentros ya se empiezan a ver (y sentir) en la Tierra. A unos 50 kilómetros sobre la superficie de nuestro planeta, la atmósfera comienza a filtrar esa maraña de radiación electromagnética que nos llega desde nuestra estrella más cercana. Primero el ozono —que alguna vez, hace poco, agonizó, pero ahora se encuentra en recuperación— absorbe gran parte de la más peligrosa de todas: la radiación ultravioleta. La de los filtros polarizados y el cáncer de piel. A la luz blanca, en cambio, nada la detiene, y atraviesa el aire sin más. Sin embargo, una buena parte de esta se refleja en las nubes, los casquetes polares y otras superficies cubiertas de hielo y nieve de forma tal que, inalterada, retorna al espacio. El resto se queda rebotando por acá y por allá, y se desarma en las ondas que nos entran por la retina y hacen que nuestro cerebro construya los colores. Son las que nos permiten experimentar el mundo tal y como lo conocemos, con sus brillos y sus contrastes, con sus luces y sus sombras.

Aproximadamente la mitad —y solo la mitad— del total de la energía que nos llega desde el Sol es absorbida por la Tierra, y calienta su superficie y todo lo que lucha por existir sobre ella. De un modo u otro, esta será devuelta a la atmósfera como invisible radiación infrarroja. Invisible para nuestra limitada capacidad de percibir las cosas, pero no para algunos gases que tienen la particular habilidad de volver a atraparla. Esa energía, que de otro modo se iría de vuelta al espacio y se perdería en el vacío de allá afuera, no se va. Queda atrapada en la atmósfera. Como una bola de acero dentro de un flipper , esta energía choca, se golpea y rebota varias veces entre la superficie de la Tierra y los gases que la rodean, calentándola más y más en el camino.

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Figura 1.1.1 El efecto invernadero.

Esta eterna fricción permite que nuestro planeta acumule más energía de la que podría almacenar si la atmósfera no existiera. Este efecto, absolutamente natural, evita que nos congelemos y posibilita la vida tal y como la conocemos. Nos asegura que sobre la superficie tengamos unos convenientemente templados 15 °C, en promedio, en vez de los gélidos -18 °C que tendríamos si estuviéramos a la intemperie del espacio exterior. Este efecto es el que nos ocupa, nos nutre y nos condena. Este efecto es el efecto invernadero .

La atmósfera actual de la Tierra es una mezcla de distintos gases: 78% de nitrógeno, 21% de oxígeno y, aproximadamente, un 1% de otros gases un poco más raros, como el argón. Escondidos entre estos últimos, recién después de haber respirado más de 2000 moléculas de otras cosas, podemos cruzarnos con alguno de los protagonistas de esta historia. Estos, los gases que generan el efecto que caldea nuestra atmósfera, se conocen como Gases de Efecto Invernadero , o simplemente, GEI .

Los GEI son una familia de moléculas apenas complejas, pero muy distintas entre sí. Si coinciden en algo, es en su capacidad innata para atrapar parte de la radiación infrarroja que la Tierra intenta devolver al universo. En el enlace químico —ahí, justo ahí—, en ese pegamento cuántico que tironea para que los átomos de estos gases se mantengan unidos, en ese mismísimo subatómico sitio, es donde ocurre el efecto invernadero. Capaces de excitarse con la radiación infrarroja que emite la superficie del planeta, los enlaces de estos gases se comprimen, rotan, giran, vibran y se estiran un poco más que de costumbre. Esto, por supuesto, genera calor. Cuando logran relajarse, ese calor se transfiere a la atmósfera. Cuanto más distintos y numerosos sean los átomos que se unen, más notable será su contribución sobre este incendiario proceso. Como el techo de cristal de un invernadero, que deja pasar la luz y calienta el ambiente al atrapar el calor, el dióxido de carbono (CO), el metano (CH), el óxido nitroso (NO) y algunos gases fluorados permiten la llegada de energía desde el Sol, pero retienen una buena porción de la que emana de la Tierra.

El problema se presenta cuando a este fenómeno natural, que mantuvo constante la temperatura del planeta durante los últimos cientos de miles de años, le agregamos la acción desenfrenada de una especie que hace lo mismo que todas las otras —sobrevivir, acumular recursos y reproducirse—, pero lo hace distinto. Lo hace un poco más. Nuestra creatividad (y avaricia) nos hizo mejores para competir, prevalecer y expandirnos hasta alcanzar prácticamente cada rincón del planeta. Incluso, ya hemos empezado a mirar de reojo los astros que tenemos más cerca. Pero, a diferencia de otras especies, para sostener nuestro desarrollo hemos consumido recursos mucho más rápido de lo que estos se pueden renovar. Por el modo en que nos gusta hacer las cosas, en tan solo unas décadas hemos liberado cantidades insólitas de GEI, que se han acumulado en la atmósfera a un ritmo exponencial y han alcanzado niveles sin precedentes en al menos los últimos 800.000 años. Tanto es así que, en 2019, emitimos lo equivalente a 59 gigatoneladas (Gt) de estos gases, un 68% más de las 35 Gt que generamos en 1990. Como consecuencia, tomando como referencia el período comprendido entre los años 1850 y 1900 (llamado período preindustrial), la temperatura de la Tierra ya ha aumentado 1,1 °C en promedio. Para peor, este calentamiento, si bien es generalizado, no es nada homogéneo. En los polos, las zonas más afectadas, el aumento ya llegó a los 5 °C. Este incremento rápido y sin precedentes de la temperatura de nuestro planeta causado por las actividades humanas es lo que conocemos como calentamiento global .

Desde el siglo xix , el calentamiento global ha modificado a largo plazo la temperatura de nuestro planeta y los patrones climáticos. Estos cambios, tanto actuales como proyectados teniendo en cuenta distintos futuros posibles, serán abordados en detalle en el próximo capítulo por Carolina Vera. Por el momento, vamos a limitarnos a generalizar y aceptar que se expresan de las formas más diversas y extremas: aumentos en el nivel del mar, inundaciones sin precedentes, deshielos, sequías cada vez más intensas, olas de calor prolongadas, incendios forestales, tormentas de dimensiones catastróficas. Además, estos eventos extremos deterioran valiosos ecosistemas naturales y están provocando una gran pérdida de la biodiversidad. Más allá de su valor intrínseco, que por sí mismo ya es una razón más que suficiente como para promover su conservación, dependemos altamente de la biodiversidad para mantener en equilibrio los ecosistemas que actualmente nos proporcionan todo tipo de servicios, como comida, energía, agua, y medicinas. Por otro lado, su contribución al buen funcionamiento de estos ecosistemas es fundamental para limitar la propagación descontrolada de enfermedades infecciosas y para estabilizar el clima. También la salud de las personas se ve afectada en múltiples dimensiones por el calentamiento global, junto con nuestra capacidad para cultivar alimentos, conservar la vivienda, el trabajo y la seguridad. En el tercer capítulo, Tamara Ulla va a presentar las consecuencias directas que sufrimos los seres humanos por todo este embrollo.

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