PRÓLOGO
E mpecé escribiendo para vivir. Primero como reportera, luego como editora y más tarde como columnista.
Nunca había escrito sobre mí o sobre mi familia. La primera vez que inicié un blog personal, un diario en línea, fue cuando faltaban pocos días para viajar a India, en julio de 2017. No quería que nada se me escapara, que ningún detalle, ninguna reacción sobre el tratamiento experimental que le practicarían a mi hijo se escabullera a través del poroso material de la memoria.
Ahora escribo para contarles una historia real, una historia que aun a mí me sorprende.
Pero sobre todas las cosas escribo porque sé que lo que vivimos con Lucca en Bangalore puede ser útil para muchísimas personas más.
He contado infinidad de veces la historia de la parálisis cerebral de mi hijo, cómo encontré casi por casualidad a un científico al sur de India y de la manera en la que, con un aparato inédito y futurista que inventó, logró un cambio único en la neurología: la regeneración de neuronas que permitirían zurcir su lastimado cerebro y comenzar a superar su discapacidad.
En una de tantas ocasiones en que lo relaté, cuando explicaba utilizando algunos cubiertos cómo se regenera el tejido del cerebro gracias al magnetismo y las frecuencias de radio, mi amiga y colega Michelle Griffing me dijo: “Debes escribir todo esto; te ofrezco la editorial para que publiques esta historia”. Ella lleva varios años en el trabajo de sus sueños: leyendo bocetos y editando libros para Penguin Random House.
Sentí un hueco en el estómago: pedir a alguien que lleva veinticuatro años escribiendo sobre otros que cuente su propia historia es como enviar a un doctor a hacerse un check up.
Días más tarde otra colega, Olga Wornat, quien tiene una larga lista de libros publicados, me quitó parte de la carga: “La historia es Rajah Vijay Kumar; cuenta quién es este científico que inventó el Cytotron y todas las curiosidades de su vida (que ya verán que son vastas y variadas). Pídele ser su biógrafa”.
Perfecto: otra vez me ponía en modo de observación. Comencé a buscar materiales y a comprar libros, me inscribí a un curso intensivo sobre cómo escribir una biografía novelada, con Eduardo Limón, y, como parte del mismo empujón de entusiasmo, conseguí el sí de Kumar.
Michelle organizó una reunión con David García, el director editorial de Aguilar. Volví a rememorar las casualidades, los cambios en la condición de Lucca, los viajes a India, las peripecias de Kumar, la inminente llegada de su máquina maravillosa a México. Entonces él me puso de nuevo de cara al Everest que no quería escalar: “La historia debe ser contada en primera persona; eres tú narrando cómo un científico de India que te presentó un empresario mexicano está transformando el cerebro y la vida de Lucca y cómo gracias a su protocolo lo hará con miles de personas más”.
Es verdad: Nuestra vida cambió y es una buena noticia. Tenemos muchas razones para estar esperanzados e ilusionados, pues así como la adversidad nos unió como familia de una manera única, una nueva vida y el horizonte de posibilidades que tenemos por delante lo hicieron más aún.
Hay un antes y un después de India en mi vida y en la de cada uno de los miembros de la familia, no solamente en la de Lucca.
Y ésta es mi pequeña odisea.
NOTA DE LA AUTORA
El porqué de los dos
hemisferios
E l daño de Lucca involucra sus dos hemisferios cerebrales: el derecho y el izquierdo.
Su cura involucra también a los dos hemisferios: el occidental y el oriental.
Según los neurólogos, el hemisferio izquierdo se encarga de los procesos que involucran lógica, secuencia, control, razón, realidad, precisión, detalle. Es analítico en todo. El hemisferio derecho, en cambio, rige la pasión, la creatividad, las sensaciones. Hace planes a largo plazo, improvisa; es espontáneo, casual, holístico. Multitasking. Si yo hiciera el mismo paralelismo, pero esta vez hablando de Occidente y Oriente, repetiría el mismo modelo.
En México sólo teníamos delante de la discapacidad de Lucca la racionalidad de los médicos que nos decían: “Su hijo nunca podrá hacer nada por sí mismo, la parálisis cerebral no tiene cura”, mientras que en India teníamos el desparpajo de un científico que nos decía: “Yo no creo en enfermedades incurables, sí en enfermedades no estudiadas. Lucca podrá hacer lo que quiera en el futuro”.
Bajo la secuencia que dicta el modelo occidental sólo nos aferrábamos a los patrones de terapias, de fases de maduración que debían gestarse, mientras que la intuición oriental nos pedía que pusiéramos de pie a Lucca y, ¡voilà!, comenzó a dar pasos torpes, para nosotros imposibles. Con el control y la racionalidad occidental nos decían: “Si no come, si no usa su boca, nunca hablará”. Con base en la desestructurada visión oriental, una sonrisa originó en Lucca su primera palabra, rompiendo todas las teorías enciclopédicas.
Lucca es mi hijo. Tiene siete años. Estoy escribiendo esto para que jamás se queden con un no, para que nunca se queden con “qué hubiera sido si…”, para que no compren un diagnóstico por más sesudo que sea quien lo firme.
Y para que nunca piensen que algo es imposible.
Se puede soñar con una cura a pesar de que nos hayan tatuado la sentencia de que no la hay.
Hay que hacer más que decir.
Hay que probar más que lamentar.
Hace dos años, el 28 de junio de 2017, nos trepábamos en un avión con Lucca, su papá, su hermano, su nana y yo rumbo a Bangalore con más dudas que certezas. La “última Coca-Cola del desierto” estaba a dos días de vuelo, a 17 000 kilómetros, allá lejos, en India. Soñamos que podíamos tener una oportunidad, la primera de su tipo en Occidente, para ayudar a Lucca.
Era un volado.
Le dimos la vuelta al mundo sin garantías de nadie, ni del propio científico detrás de este tratamiento cien por ciento experimental. Respiramos hondo y nos dejamos llevar por la ciencia, la innovación, la magia y la mística de ese país. Y por la esperanza, ese ingrediente que en mi familia se cocina de nuevo cada vez que aparece algo en el horizonte.
Soñamos que podíamos tener buenos resultados y creímos —con dientes apretados— en eso que soñamos.
Las oportunidades nunca están a la vuelta de la esquina, pero sí se encuentran cuando uno está verdaderamente dispuesto a buscarlas.
Dicen que la diferencia entre ciencia ficción y ciencia es sólo timing.
Antes de morir, el cirujano californiano Leonard Shlain publicó un libro fascinante titulado Leonardo’s Brain (“El cerebro de Leonardo”) donde, con base en toda la bibliografía disponible y su ojo clínico, trató de desmenuzar por qué Leonardo Da Vinci fue el genio más prodigioso de la humanidad: un hombre renacentista sin educación, ambidiestro, vegetariano, pacifista, gay y profundamente creativo. Leonardo fue capaz de pintar la Mona Lisa mientras escribía sofisticadas recetas de cocina, creaba dibujos casi perfectos de cuerpos humanos mejorando el concepto de anatomía moderna y, como si todo eso fuera poco, dominó como nadie la ingeniería, la arquitectura, las matemáticas, la botánica y la cartografía. Era músico y compositor. Hablaba varios idiomas a la perfección. Descifró elementos de la teoría del caos y hasta presagió la tercera ley de Newton (“A cada acción siempre se opone una reacción igual”).
Shlain ofrece la explicación de cómo ser un genio en arte y ciencia al mismo tiempo cuando aborda la manera en que interactuaban los dos hemisferios cerebrales de Da Vinci.
Como si le hiciera una resonancia magnética hoy, el médico demuestra con variados ejemplos cómo ambos lados del cerebro de Leonardo estaban vinculados de una manera extraordinaria. La típica explicación sobre el hecho de que en cada uno de nosotros hay un hemisferio dominante no aplicaba para Da Vinci. Tenía un gran cuerpo calloso (la unión entre ambos hemisferios) más grueso y con más neuronas que el de un cerebro estándar, lo que permitía una conexión armónica y veloz, que informaba lo que ocurría en ambos lados de su cabeza.