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INTRODUCCIÓN
Anu oyó sus respectivas quejas muchas veces, entonces ellos interpretaron a Aruru, la Grande: «Aruru, tú que has creado a la humanidad, crea ahora su imagen, que le sea comparable por la fogosidad de su corazón, y que rivalicen entre sí para que haya paz en Uruk». Cuando Aruru hubo oído estas palabras, concibió en su corazón una imagen de Anu. Aruru, luego, se lavó las manos, cogió un pedazo de arcilla y lo depositó en la estepa. Fue en la estepa donde ella modeló al valiente Enkidu.
P OEMA DE G ILGAMESH
En los próximos años deberemos tomar algunas de las decisiones más trascendentales de nuestra historia, entre otras la de fijar los límites de la modificación de la línea germinal humana. La opción que adoptemos condicionará nuestro futuro como unidad biológica, lo que a corto plazo repercutirá de forma sustancial e irreversible en nuestras formas de organización social, política, económica o familiar. También tendremos que afrontar decisiones parecidas sobre el resto de los seres vivos, básicamente hasta qué punto convertir nuestro planeta en una entidad antropomorfa y, en su extremo, computacional.
Los bioeticistas han acabado en la primera trinchera de este frente existencial por casualidad. Como ya expusimos en otro lugar, el término «bioética» fue empleado por los jesuitas de la Universidad de Georgetown para luchar contra la interrupción voluntaria del embarazo, hurtando el mérito al estadounidense Van Rensselaer Potter, que creó dicho neologismo para una finalidad completamente diferente: reflexionar sobre los efectos de la sobrepoblación en el medioambiente desde la perspectiva de un pastor protestante (López Baroni, 2006). A su vez, Potter murió sin reconocer que el alemán Fritz Jahr se le había adelantado más de cuarenta años, aunque el también pastor luterano perdió una ocasión de oro para reflexionar sobre los derechos humanos en el contexto del advenimiento del nazismo, empleando su ocurrente neologismo para preocuparse por las plantas y los animales mientras la hecatombe se cernía sobre su mundo.
Por supuesto, la ética clínica y, tras ella, la ética como disciplina, habían discurrido durante milenios antes de que surgiera el primer congreso o documento sobre bioética, fuese sobre el aborto o la eutanasia, fuese sobre el medioambiente. Por ello, solo una serie de malentendidos y casualidades explican que, para enfrentarnos a los interrogantes que vamos a analizar en este libro, la principal disciplina sea la bioética. Sin embargo, esa es la realidad.
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Por otra parte, resulta curioso analizar cómo el campo del conocimiento de la bioética se ha ampliado progresivamente. Las primeras confrontaciones sobre el aborto o la eutanasia acabaron absorbiendo los requisitos para la investigación con seres humanos (Tuskegee, por ejemplo) y la misma ética clínica. La reproducción artificial incorporó nuevas temáticas que afectaban no solo al concepto de familia, sino también a la posibilidad de investigar con los preembriones e incluso extraer células madre, que podían servir tanto para conseguir células como individuos. La distinción entre clonación terapéutica y reproductiva es deudora de estas investigaciones.
Al mismo tiempo, aunque independiente a la bioética, en los años setenta la biotecnología alumbró nuevos problemas. La posibilidad de insertar parte de la dotación genética de unos seres vivos en otros (virus y bacterias) generó gran alarma entre los investigadores (Berg y la moratoria de Asilomar) (Alonso, 2014; Jackson et al. , 1972); en ese sentido, tanto los logros como los interrogantes no habían hecho sino comenzar. Con el tiempo, las técnicas de edición genómica de los seres vivos se fueron refinando hasta desembocar en CRIPSR , una técnica que permite activar o desactivar genes, así como transferirlos de unas especies a otras, con una facilidad nunca antes lograda. Si en la década de 1990 la bioética absorbió a la biotecnología por las implicaciones medioambientales, desde hace unos cinco años las preocupaciones, sin abandonar aquellas, han crecido exponencialmente. Recién hemos descubierto que se puede modificar la línea germinal humana con relativa sencillez, lo que abre un abanico de posibilidades, desde la curación definitiva de determinadas enfermedades hasta la potencial emergencia de una nueva especie humana, que entrelaza las investigaciones biomédicas y biotecnológicas con los debates tradicionales acerca de la naturaleza humana.
También de forma paralela a la bioética, aunque con una trayectoria propia y genuina, la inteligencia artificial ( IA ) ha acelerado recientemente su curso. En principio, difícilmente estaría justificado que la bioética incorporara las preocupaciones inherentes a este campo del conocimiento (el prefijo «bio» presupone que el objeto de la bioética son las entidades vivas). Sin embargo, la sospecha de que quizá algún día las inteligencias artificiales puedan alcanzar un nivel de desarrollo equiparable al de los miembros de nuestra especie explica que tanto los investigadores en este campo —ingenieros, matemáticos e informáticos— como los propios bioeticistas interactúen en estos momentos. De forma significativa, se están adaptando los principios de la bioética a la IA , e incluso una de estas recopilaciones se denomina Principios de Asilomar para la inteligencia artificial , en referencia a la moratoria que decretaron los biotecnólogos a raíz de que se introdujera ADN de un virus en una bacteria presente en todos los seres humanos. Como observamos, los propios investigadores acaban conectando las temáticas, por lejanas o dispares que puedan parecer a los profanos, de ahí que en estos momentos la IA forme parte de las materias que se estudian en bioética, no solo porque puede afectar a la biomedicina (big data) , sino por la intuitiva reflexión de que estas entidades de silicio se están aproximando cada vez más a los seres vivos. Así, mientras que los biólogos sintéticos parecen haber comenzado la reescritura de la vida por los microorganismos, tratando de reproducirlos en laboratorio para ir ganando en complejidad si lo logran, los investigadores en IA tratan de hacer lo mismo, pero de arriba abajo, esto es, comenzando por la conciencia. Cabe inferir que algún día converjan o se imbriquen las entidades orgánicas y las inorgánicas (por ejemplo, una IA creada con los elementos químicos de los seres vivos) con resultados desasosegantes para cualquiera que se detenga a pensarlo.
Por si fuera poco, los neurólogos se han incorporado a los debates en bioética aportando sus turbadores experimentos, aunque sea con la mejor de las intenciones. Sin duda, la mejor forma de curar las enfermedades mentales es reproducir un cerebro humano e investigarlo in vivo . Dado que no es viable, ni técnica ni éticamente, por ahora se conforman con reproducir en laboratorio un modelo, esto es, un fragmento de cerebro humano (orgánulos cerebrales o minicerebros). Obviamente, se preguntan a partir de qué momento dichos orgánulos adquieren conciencia y comienzan a comunicarse con el exterior, ya sea de forma autónoma o conectando varios entre sí; el siguiente paso, tan inevitable como impredecible, ha consistido en transferir dichos orgánulos a determinados animales (monos y ratas), con resultados por ahora (casi) nulos, pero que nos permiten predecir el grado de inquietud que irá in crescendo a medida que estos experimentos se perfeccionen.