Introducción
“Un día, tal vez, el siglo será hegeliano”
En 2020 se celebra el 250 aniversario del nacimiento de Hegel. ¿Es Hegel sólo una curiosidad histórica o su pensamiento sigue dirigiéndose a nosotros? “Un jour peut-être, le siècle sera Deleuzien”, escribió hace décadas Michel Foucault en una reseña de uno de los libros de Gilles Deleuze. La hipótesis del presente libro es que, en cierto sentido, si el siglo XX no fue deleuziano, sino marxiano, el siglo XXI será hegeliano. Esta afirmación no puede sino parecer un alarde de locura: en nuestro universo de la física cuántica y la biología evolutiva, de las ciencias cognitivas y la digitalización, del capitalismo global y el totalitarismo, ¿Hegel no está simplemente fuera? Nuestro primer punto no es que Hegel viera de alguna manera todo esto o tuviera una premonición de ello ― no, no lo vio, y sabía que no podía verlo. El “Saber Absoluto” hegeliano no implica que Hegel “lo supiera todo”, sino que representa precisamente la realización de un límite insuperable. Recordemos el enfático rechazo de Hegel a “dar instrucciones sobre cómo debe ser el mundo” en el “Prólogo” de su Filosofía del Derecho:
Para añadir una palabra sobre enseñar cómo debe ser el mundo, digamos que de todos modos la filosofía siempre llega tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo tan sólo después de que la realidad ha completado y terminado su proceso de formación. […] Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, es que una figura de la vida ha envejecido y con gris sobre gris no se puede rejuvenecer, sino sólo conocer; la lechuza de Minerva tan sólo emprende su vuelo cuando comienza su crepúsculo.
Robert Pippin señaló la implicación obvia (aunque raramente extraída) de esta afirmación: tiene que aplicarse también al concepto de Estado desplegado en su propia obra Filosofía del Derecho ― el hecho de que Hegel fuera capaz de desplegar su concepto significa que el crepúsculo está cayendo sobre lo que los lectores de Hegel suelen percibir como una descripción normativa de un modelo de Estado racional. Por eso el pensamiento de Hegel representa una apertura radical hacia el futuro: no hay en Hegel ninguna escatología, ninguna imagen del futuro luminoso (u oscuro) hacia el que tiende nuestra época. Puede parecer no menos obvio que, por esta misma razón, Hegel es la peor elección posible para un pensador a través de cuya lente se debe leer nuestro presente: sí, estaba totalmente abierto hacia el futuro, pero ¿no era por esta misma razón incapaz de arrojar ninguna luz sobre él?
Nuestra apuesta es aquí exactamente lo contrario de esta perogrullada “obvia”: precisamente por estar totalmente “desfasado”, el pensamiento de Hegel proporciona unas lentes únicas para percibir las perspectivas y amenazas de nuestro tiempo. Ser hegeliano hoy no significa construir un nuevo ideal (de reconocimiento pleno, de Estado racional, de conocimiento científico), y luego analizar cómo y por qué no estamos todavía allí y cómo llegar. Lo que significa es actuar como un verdadero post-hegeliano: tomar a Hegel no como una conclusión sino como un punto de partida y preguntar: ¿cómo se vería nuestro estado actual de cosas desde este punto de partida? Una vez más, ¿qué pasa si Hegel nos permite una mejor comprensión (adecuada) precisamente de aquellos fenómenos que son claramente post-hegelianos, que representan lo que “Hegel no podía imaginar”?
Un enfoque hegeliano...
¿Pero a qué Hegel me refiero? ¿Desde dónde hablo? Para simplificar al máximo, la tríada que define mi postura filosófica es la de Spinoza, Kant y Hegel. Spinoza es posiblemente la cúspide de la ontología realista: hay una realidad sustancial ahí fuera, y podemos llegar a conocerla a través de nuestra razón, disipando el velo de las ilusiones. El giro trascendental de Kant introduce aquí una brecha radical: no podemos acceder nunca al modo en que las cosas son en sí mismas, nuestra razón está constreñida al dominio de los fenómenos, y si intentamos llegar más allá de los fenómenos a la totalidad del ser, nuestra mente queda atrapada en antinomias e inconsistencias necesarias. Lo que hace Hegel aquí es plantear que no hay una realidad en sí misma más allá de los fenómenos, lo que no significa que todo lo que hay sea la interacción de los fenómenos. El mundo fenoménico está marcado por la barra de la imposibilidad, pero más allá de esta barra no hay nada, ningún otro mundo, ninguna realidad positiva, por lo que no estamos volviendo al realismo prekantiano; es sólo que lo que para Kant es la limitación de nuestro conocimiento, la imposibilidad de alcanzar la cosa-en-sí, está inscrita en esta cosa en sí misma.
Pero, de nuevo, ¿puede Hegel seguir desempeñando este papel de horizonte insuperable de nuestro pensamiento? ¿La verdadera ruptura con el universo metafísico tradicional, la ruptura que define las coordenadas de nuestro pensamiento, no tiene lugar más tarde? El indicio más seguro de esta ruptura es la sensación visceral que nos invade cuando leemos algún texto metafísico clásico: algo nos dice que hoy, sencillamente, ya no podemos pensar así... ¿Y no nos invade también esa sensación visceral cuando leemos las especulaciones de Hegel sobre la Idea absoluta, etc.? Hay un par de candidatos para esta ruptura que hace que Hegel ya no sea nuestro contemporáneo, empezando por el giro post-hegeliano de Schelling, Kierkegaard y Marx, pero este giro puede explicarse fácilmente en los términos de una inversión inmanente del tema idealista alemán. Con respecto a los temas filosóficos que predominaron en las últimas décadas, un nuevo y más convincente caso para esta ruptura fue hecho por Paul Livingston, quien, en su The Politics of Logic, lo ubicó en el nuevo espacio simbolizado por los nombres “Cantor” y “Goedel”, donde, por supuesto, “Cantor” representa la teoría de conjuntos, a través de procedimientos autorrelacionados (conjunto vacío, conjunto de conjuntos), y nos obliga a admitir una infinidad de infinitos, y “Goedel” por sus dos teoremas de incompletitud que demuestran que ―para simplificar al máximo― un sistema axiomático no puede demostrar su propia consistencia ya que genera necesariamente enunciados que no pueden ser probados ni refutados por él.
Con esta ruptura, entramos en un nuevo universo que nos obliga a dejar atrás la noción de una visión consistente de (toda) la realidad. (Incluso el marxismo, al menos en su forma predominante, puede considerarse todavía como un modo de pensamiento que pertenece al viejo universo: elabora una visión bastante consistente de la totalidad social, en algunas versiones incluso de la totalidad de la realidad). Sin embargo, el nuevo universo no tiene nada que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosphie cuyo primer representante fue Schopenhauer, es decir, con la idea de que nuestra mente racional es sólo una fina superficie y que las verdaderas bases de la realidad son las pulsiones irracionales. Permanecemos dentro del dominio de la razón, y este dominio está privado de su consistencia desde dentro: las inconsistencias inmanentes de la razón no implican que haya alguna realidad más profunda que escape a la razón; estas inconsistencias son en cierto sentido “la cosa misma”. Nos encontramos así en un universo en el que las incoherencias no son un signo de nuestra confusión epistemológica, del hecho de que nos hemos perdido “la cosa misma” (que por definición no puede ser incoherente), sino, por el contrario, un signo de que hemos tocado lo real.
Las raíces de todas estas inconsistencias son, por supuesto, las paradojas de la autorrelatividad, de que un conjunto se convierta en uno de sus propios elementos, de que un conjunto incluya un conjunto vacío como uno de sus subconjuntos, como su propio sustituto entre sus subconjuntos. La perspectiva hegeliano-lacaniana concibe estas paradojas como un indicio de la presencia de la subjetividad: el sujeto sólo puede surgir en el desequilibrio entre un género y su especie, el vacío de la subjetividad es, en última instancia, el conjunto vacío como la especie en la que un género se encuentra a sí mismo en su determinación opuesta, como habría dicho Hegel. Pero, ¿cómo puede el mismo rasgo ser el signo de la subjetividad y simultáneamente el signo de que tocamos lo real? ¿Acaso no tocamos lo real precisamente cuando logramos borrar nuestro punto de vista subjetivo y percibimos las cosas “como son realmente”, independientemente de nuestro punto de vista subjetivo? La lección tanto de Hegel como de Lacan es exactamente la contraria: toda visión de la “realidad objetiva” está ya constituida a través de la subjetividad (trascendental), y sólo tocamos lo real cuando incluimos en el ámbito de nuestra visión el recorte en lo real de la propia subjetividad.