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Introducción
Desde Hegel sabemos que las figuras del sujeto se transforman con las formas de la comunidad, y que eso es cierto muy particularmente para el sujeto político. La filosofía política de Hegel no debe ser buscada únicamente en los Principios de la filosofía del derecho , sino también en la Fenomenología del espíritu , que es la primera gran obra política de Hegel (aunque no solo sea eso), sin cuyas lectura y comprensión las interpretaciones de la Filosofía del derecho siempre son reductoras. Porque el problema central del pensamiento político hegeliano no es la determinación de la relación entre el individuo y el Estado, como lo creyó la crítica liberal focalizada en la sacralización del Estado implicada, en su opinión, por la famosa proposición en la cual, en general, Hegel caracteriza al Estado como la «efectividad de la Idea ética». Para Hegel, el Estado nunca es otra cosa que el colectivo superior que, en las condiciones de las sociedades modernas, representa para el individuo el horizonte último de su participación en el mundo de las relaciones humanas. Antes que él hubo otros, algunos de los cuales, como la ciudad griega o el Imperio romano, están claramente identificados en la Fenomenología del espíritu . Y a su lado existen otros colectivos más, familias, corporaciones de la sociedad civil o, en particular, Iglesias que, aunque en una posición subordinada, según Hegel, contribuyen a determinar la identidad o más bien las identidades de los individuos. La cuestión central de la filosofía hegeliana es la del devenir-sujeto en sus variadas modalidades, y la manera en que trata esta cuestión descansa en el presupuesto de que ese devenir-sujeto está íntimamente ligado a las formas de los colectivos a los que pertenecen los individuos, en los cuales nacen, se desarrollan, viven y mueren. El sujeto adviene a sí mismo a través de una experiencia modelada por un mundo que es un mundo humano, no el de una humanidad abstracta que engloba a todos los hombres, vivos y muertos, sino un mundo histórico, una «figura del espíritu» que determina en profundidad su conciencia, en sus dimensiones cognitivas y prácticas a la vez. Hyppolite, que fue un gran hegeliano, captó admirablemente este punto central de la filosofía hegeliana; precisamente a esa verdad del hegelianismo aludía Michel Foucault, de manera ciertamente sesgada por la progresión personal que lo había conducido a redescubrirla, al concluir un curso consagrado a la «hermenéutica del sujeto» con esta observación, que debió de parecer enigmática a muchos de sus oyentes:
¿cómo lo que se da como objeto de saber articulado con el dominio de la tekhne puede ser al mismo tiempo el lugar donde se manifiesta, donde se experimenta y se cumple difícilmente la verdad del sujeto que somos? ¿Cómo el mundo, que se da como objeto de conocimiento a partir del dominio de la tekhne , puede ser al mismo tiempo el lugar donde se manifiesta y se experimenta el «sí mismo» como sujeto ético de la verdad? Y si ese es efectivamente el problema de la filosofía occidental —cómo puede el mundo ser objeto de conocimiento y al mismo tiempo lugar de prueba para el sujeto; cómo puede haber un sujeto de conocimiento que se dé el mundo como objeto a través de una tekhne y un sujeto de experiencia de sí, que se dé ese mismo mundo en la forma radicalmente diferente del lugar de prueba—, si es ese el desafío a la filosofía occidental, podrán comprender por qué la Fenomenología del espíritu es la cumbre de esa filosofía.
El objetivo de las páginas que siguen no es la interpretación de la filosofía hegeliana, y no intentaremos desplegar las dos dimensiones de la experiencia, la del saber y la de la ética, de las que, con justa razón, Foucault considera que, para Hegel, están indisolublemente ligadas. Solo el tema político retendrá nuestro interés. No obstante, si no es inapropiado dar comienzo a este libro refiriéndonos a Hegel, es a la vez porque, mejor que cualquier otro filósofo de la época moderna, él reflexionó en la historicidad de las figuras del sujeto, y porque refirió todas esas figuras a avatares sucesivos de la comunidad. Democracia es el nombre que damos hoy a la comunidad política ideal, de la que se admite que las sociedades occidentales contemporáneas constituyen formas aproximadas. La cuestión central de este libro es la identificación de la figura del sujeto político que corresponde a la democracia, entendida en su sentido moderno. En una continuidad aparente con Hegel, y aunque este no forme parte de los demócratas, se sostendrá que el Estado moderno es el colectivo que dio a este sujeto las características específicas que son las suyas. Las democracias liberales contemporáneas tienen más rasgos comunes con el Estado hegeliano de lo que quiere admitir la lectura liberal, y el ciudadano demócrata puede reconocer en la persona jurídica al sujeto de la acción moral, al hombre de la esfera económica de la sociedad civil o incluso al ciudadano del Estado, los diferentes aspectos solidarios de una identidad dividida que es siempre la suya. Sin embargo, aquí se detendrá la inspiración hegeliana del presente libro. Porque si Hegel vio en el Estado una forma todavía comunitaria de lo colectivo, la tesis aquí defendida es, por el contrario, que el sujeto político moderno escapa esencialmente a toda asignación comunitaria. Esta tesis va a contrapelo no solo del pensamiento de Hegel, sino también de todas las teorías que, en la actualidad, alaban los méritos de la «comunidad de los ciudadanos», como de aquellas que, porque no se satisfacen con la realidad social y política de las democracias liberales contemporáneas, se preocupan por la posibilidad, o la imposibilidad, de una forma inédita de comunidad que realizaría las promesas no mantenidas por esas democracias.
Tras haber soñado, como muchos de sus contemporáneos, con restaurar algo análogo a la «bella totalidad ética» de la Antigüedad griega, Hegel constató la índole irreversible de las transformaciones, ideológicas y socioeconómicas, que dieron forma al mundo moderno. El individuo ya no puede conceder a los colectivos a los que pertenece esa adhesión inmediata y total que Antígona le profesaba a la familia o que Creonte exigía del ciudadano con respecto a la ciudad. La complejidad de las sociedades modernas se manifiesta por la pluralidad de los colectivos en los que se socializa el individuo, cada uno de los cuales contribuye a determinar una parte de su identidad. Lo que no obstante permanece del ideal de su juventud en el Hegel de la madurez es el hecho de comprender esas diferentes inscripciones sociales del individuo en términos de pertenencia. La esfera jurídica no se presta mucho a esa interpretación, del mismo modo que las relaciones socioeconómicas fundadas en el trabajo y los intercambios (lo que Hegel llama el «sistema de las necesidades»), y eso es precisamente lo que constituye su insuficiencia a ojos de Hegel. El derecho en el sentido estricto del término (el de los juristas) es calificado de «abstracto» porque la identidad que confiere al individuo es puramente exclusiva ( FD , § 34), y las relaciones socioeconómicas constituyen el «sistema de la eticidad que se ha perdido en sus extremos» ( FD , § 184 [p. 304]), por lo cual Hegel entiende que el colectivo que ellas producen no aparece sino como un medio para individuos totalmente absorbidos por sus intereses privados. La subordinación última del conjunto de esas esferas de acción al Estado, sin embargo, permite recuperar en el interior de la modernidad un equivalente funcional de la «bella totalidad ética» de antaño, es decir, pensar la socialidad como una pertenencia, pese a la diferencia introducida por el desarrollo de las diversas dimensiones (jurídica, moral, económica) del «principio de la particularidad subjetiva»: el «supremo deber» del individuo es «ser miembro del Estado» ( FD , § 258 [p. 370]).