Este libro se ha elaborado como parte del Proyecto de Investigación «El Convenio de Oviedo cumple 20 años: propuestas para su adaptación a la nueva realidad social y científica» ( MINECO DER 2017-85174- P ).
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
1.EL APOGEO DEL HOMO OECONOMICUS
Hay cosas que pueden venderse y otras que no. En sociedades de mercado como las nuestras, lo que puede venderse es mucho y muy importante, y quizá la hegemonía contemporánea de eso que llamamos neoliberalismo contribuya a que sea todavía más, reduciendo así el ámbito de lo no comercial. Sin embargo, sería claramente falso afirmar que todo puede comprarse, porque muchas otras cosas, también muy importantes, siguen quedando al margen del mercado. Las hay de distintos tipos: unas se reparten igualitariamente entre todos (el acceso a los bienes públicos, como una carretera o un parque, y también el disfrute de las libertades y prestaciones que constituyen el contenido de los derechos fundamentales); a otras no se puede acceder lícitamente de ningún modo (como la pornografía infantil); un tercer tipo de cosas son de tal naturaleza que ni pueden conseguirse mediante un precio ni tampoco distribuirse por otros medios (como la amistad o el amor). Por decirlo de otro modo, hay cosas que podrían venderse, pero que no se venden porque así lo hemos decidido (o viceversa: hay cosas que podrían no venderse, pero que se venden), y hay otras que tampoco se venden, pero porque no podrían venderse aunque quisiéramos.
Es posible que haya por ahí algún extremista partidario de que todo pueda venderse, o de que no pueda venderse nada, pero a la gran mayoría de la gente, más moderada, le parece seguramente bien que unas cosas tengan precio y que otras no lo tengan, cosas que a su vez puedan conseguirse solo por medios no monetarios, o que no puedan conseguirse en modo alguno. Sin embargo, estar de acuerdo en esto no significa estarlo acerca de qué cosas han de caer en el ámbito de lo comercial y cuáles fuera de él. Las drogas, el sexo, la gestación humana o la educación son instancias muy diversas de una larga lista de cosas cuya comerciabilidad es controvertida.
Esta discrepancia no ha de extrañar, porque estamos convencidos de que el trazado de esa línea que demarca lo comercial afectará a valores importantes, y lo estamos tanto si nos inclinamos por un criterio general más mercantilista como si lo hacemos por uno que lo sea menos. Al igual que Michael Sandel (el autor de What Money Can’t Buy ), se puede estar preocupado al ver que cada vez más cosas engrosan la lista de lo que se puede comprar, porque se generará desigualdad social o degradación de lo valioso; o, como Brennan y Jaworski (los autores de Markets Without Limits ), se puede pensar que lo mejor es precisamente eso, que el ámbito de lo comercial sea lo más extenso posible para que la libertad sea más extensa y la eficiencia en la producción y la distribución de los bienes sea superior.
La relevancia política de esta querella es difícil de exagerar, porque es la que enfrenta a liberales y socialistas desde hace décadas (la invectiva marxista contra el capitalismo no es otra cosa que la denuncia de los males que derivan de que pueda comprarse el trabajo ajeno: la explotación del hombre por el hombre, la alienación individual y colectiva). Desde otra perspectiva, podemos concebir la historia de los derechos humanos, el máximo estándar normativo de nuestra época, como el empeño por reducir paulatinamente el ámbito de lo comercial y ampliar a cambio el de aquello a lo que se accede mediante la mera condición de persona o de ciudadano, y no mediante el dinero que cada uno pueda tener.
El cuerpo humano, ¿es posible venderlo? Y, si es posible, ¿debemos permitirlo? La pregunta puede sonar paradójica si la tomamos en sentido literal, puesto que vender el cuerpo parece equivalente a vendernos a nosotros mismos y ¿cómo podríamos? «Vender el cuerpo» ha sido tradicionalmente una expresión metafórica, acaso metonímica, con la que se ha designado la prostitución. Las prostitutas (aquí el femenino parece aconsejable, por ser muy mayoritario) lo que suelen hacer es mantener relaciones sexuales a cambio de dinero, de manera que tras la prestación de sus servicios siguen conservando su cuerpo, luego no es el cuerpo lo que venden, sino alguna otra cosa relacionada con él de manera estrecha. Quizá «alquilar el cuerpo» sea una expresión más ajustada para designar lo que hacen las prostitutas, aunque tampoco es muy precisa o específica, puesto que también otras actividades podrían ser calificadas así; en realidad cualquier actividad laboral: es difícil imaginar que alguien trabaje sin recurrir de uno u otro modo a su propio cuerpo. De todas formas, también es difícil negar que unas actividades son, digamos, más corporales que otras. Una de las que más es la maternidad subrogada; pero tampoco aquí se vende el cuerpo, sino que más bien se alquila; o, si la expresión no gusta, se implica de manera muy especial en una actividad laboral, la de gestar el hijo de otros.
En sentido estricto, si no el cuerpo entero, lo que sí puede hacerse es vender sus partes y sus productos. «Puede hacerse» significa que es fácticamente posible, no que lo sea jurídicamente. En efecto, el desarrollo de las biotecnologías ha convertido en cosas susceptibles de transmisión útil a un buen número de biomateriales humanos. Primero fue la sangre y después las células reproductivas y ciertos órganos y tejidos. En todos estos casos, uno puede desprenderse de un producto o parte de su cuerpo y transmitirlo a cambio de un precio. Es en este sentido en el que hablaré aquí de «vender el cuerpo». Se trata, por tanto, de ventas parciales, con el resultado de que uno sigue poseyendo su cuerpo (no podría ser de otro modo), bien tal cual era antes de la venta (si se trata de la venta de un producto corporal, como el esperma o la sangre), bien reducido de alguna manera (si se trata de la venta de un órgano no regenerable, como el riñón). Utilizada de este modo, la expresión «vender el cuerpo» se entiende bien y además es correcta, siempre y cuando se asuma que se trata de una venta parcial.
Podemos vender, pues, partes y productos de nuestro cuerpo, pero ¿debe permitirlo el derecho? La cuestión es más controvertida de lo que puede parecer a primera vista. Es muy posible que el sentimiento de repugnancia que genera la venta del cuerpo siga siendo mayoritario entre la gente, pero desde los campos de la filosofía, la economía o la bioética son muchos los que se muestran a favor de legalizar ese comercio, apuntando a la existencia de buenos argumentos e insistiendo en que ni la repugnancia ni cualquier otro sentimiento constituyen una base racional para prohibir nada. En el plano del derecho positivo, y dado que sigue rigiendo la regla general de la extracomercialidad, podríamos pensar que la cuestión es pacífica. Sin embargo, esa regla general ya no lo es tanto. En España, por ejemplo, la compraventa de sangre y plasma está prohibida internamente, pero es un hecho que el Estado español compra esos productos corporales en el extranjero. También está prohibida la compraventa de gametos (esperma y óvulos), pero tanto la donación de esperma como la de óvulos es recompensada con dinero, de 30 a 50 euros en el caso del esperma y en torno a 1 000 euros en el caso de los óvulos. Que esta cantidad sea calificada como «compensación» en vez de como «precio» no impide que nos preguntemos si realmente nos hallamos ante una compraventa en vez de ante una donación.