HUMANO, MÁS HUMANO
UNA ANTROPOLOGÍA DE LA HERIDA INFINITA
JOSEP MARIA ESQUIROL
ACANTILADO
BARCELONA 2021
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ACANTILADO
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ISBN: 978-84-18370-38-0
PRIMERA EDICIÓN DIGITAL
marzo de 2021
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A mi madre, que me cuidó desde el principio.
A mi padre, que me amparó hasta el final.
I
VÍVERES CONCEPTUALES
Se necesita poco para vivir. Pan y canto.
Cantamos para celebrar, y cantamos, también, para no tener miedo: para celebrar las cosas de la vida, y para no tener tanto miedo de la muerte. De ahí que la esencia de la palabra sea el canto y que en toda palabra valiosa palpite, o bien la celebración, o bien el amparo. O bien el susurro de palabras dulces que cuidan y amparan, o bien el canto de fiesta. Canto que cura y canto que enaltece la belleza del mundo.
El canto acompaña las palabras de los poetas, y también las de los grandes pensadores. Pero, nada tiene de elitista, pues resuena, tanto o más aun, en las palabras de la buena gente. Decir—y hacer—algo bien: he aquí la continuación del canto. A veces silencioso, y a veces bajo formas discretas imprevisibles, el canto—la palabra que vibra—nos hace de cobijo y de cielo.
Los cantos de ronda eran versiones de canciones populares que solían repetirse por las calles de los pueblos. Cuenta Nietzsche hacia el final de su magna obra que Zaratustra pide a los hombres superiores que entonen con él un canto de ronda; un canto que resume parte de su doctrina, de su buena nueva, de su evangelio. Se trata de la canción del noctámbulo, cuyo tema es la profundidad del mundo: «El mundo es profundo, | y más profundo de lo que el día ha pensado». Pocos años después, cuando Nietzsche ya había perdido la cabeza, Gustav Mahler, en su Tercera sinfonía, pondrá los versos de Zaratustra en la voz de una contralto, con unas notas patéticas y sobrecogedoras.
¡Cuán profundo es el mundo! Pero ¿cuál es el carácter de esta hondura?; ¿de veras se presiente en ella una especie de eterno retorno?
El mundo es muy profundo, sí, pero no sufre por nosotros. La profundidad de lo humano, en cambio, reside en el sufrimiento: por todo y por todos, y cuando más vivamente vibra no es por el eterno retorno, sino por el reencuentro.
El nietzscheano canto de ronda me hizo pensar en otra modalidad de palabra pública: la de los antiguos pregones, anunciados con el inconfundible sonido del cornetín. Antiguamente, en cada pueblo solía haber un pregonero encargado de comunicar a los vecinos diferentes tipos de noticias, algunas valiosas para la comunidad y otras sólo provechosas para el alcalde y los terratenientes de siempre. El pregón iba repitiéndose por las calles para que, desde los portales y las ventanas, todos los vecinos pudieran escucharlo. ¿Y si de los innumerables pregones pronunciados por aquí y por allá hubo uno que un día procuró resumir una filosofía? Casi puedo imaginar—porque algo hay de cierto—al pregonero de un pueblo en la región italiana del Véneto, hacia finales del siglo XIX; un pregonero que también trabajaba como hortelano, y de quien se decía que, al caer la tarde, solía leer libros. Sus pregones eran muy peculiares y casi nunca terminaban de entenderse del todo, pero, quién sabe si justamente éste era el motivo por el cual los vecinos tanto los esperaban. Sin extenderse demasiado, añadía a lo que le habían encargado que difundiera otras cosas de cosecha propia. De sobras sabía que, para que la gente atendiera y lo siguiese, convenía pronunciar en tono alto frases cortas separadas por largas pausas. Y también sabía que convenía repetir algunas partes, sobre todo las del principio, para la gente que, como los ancianos que caminan poco a poco, tarda un rato hasta poder asomarse. En letra minúscula, anotaba todos los pregones en una libreta, a veces con un título y a veces únicamente con la fecha. Las pausas, las indicaba con un guioncito, imitando los telegramas, frecuentes en aquel entonces. Una vez, pronunció un pregón todavía más extraño de lo habitual, con el que se refería a un pregonero como él. Llevaba por título: «Pregón filosófico de la mañana», y decía así:
nada era necesario - nada, debido - ni tú, ni cielo - ni yo, ni mundo - ni día, ni noche - pero despuntó el alba - y un día, tiempo después - el sereno cantó las seis - el farolero apagó las luces - y, a media mañana, el pregonero hizo saber - que la vida tiene forma de arco - como la bóveda del cielo azul - con una sábana y un nombre - una niña ha venido al mundo - cada día, sobre la tierra plana - se alzan cabañas con maderas de entoldado - y se curva la línea de las palabras - para bendecir el gusto de cada cosa - y consolar el dolor de cada mirada - nada era debido - ni tú, ni cielo - ni yo, ni mundo - ni día, ni noche
Del diálogo ininterrumpido con Nietzsche, también ha surgido el título de este libro; un título que expresa el horizonte filosófico merecedor de todos nuestros esfuerzos. Algo muy sencillo de expresar: ¡ojalá el humano fuera todavía más humano! Ser humano no significa ir más allá de lo humano, sino intensificar lo humano, profundizar en lo más humano: ahí está lo más valioso.
En cambio, Nietzsche considera que la anomalía humana debe ser superada; se queja y se entristece por la poca fuerza del hombre. Este motivo es, en realidad, un tópico muy antiguo, que recalca nuestra excesiva debilidad. Sin embargo, vale la pena preguntarse si la debilidad siempre es una manifestación de bajeza. ¿Y si, ya inmediatamente, Abraham se hubiera mostrado incapaz de aceptar la orden divina de matar a su hijo? ¿Poca fe, o demasiada humanidad? Me parecen muy expresivos los versos que Luigi Groto, dramaturgo italiano del Renacimiento, escribe en una versión teatral del drama bíblico. En ellos, Abraham se lamenta de su trágica situación y de la debilidad que siente de esta manera: «¡Ay!, demasiado afeminado; ¡ay! demasiado humano…». ¡Justo eso! Ser demasiado humano se hace coincidir aquí con ser demasiado débil, y demasiado afeminado—es decir, literalmente, con ser demasiado femenino—. Ante la terrible—¡e inhumana!—orden divina de sacrificar a su hijo, Abraham se pregunta, perplejo y angustiado, qué tiene que hacer. Se siente desolado, se compadece y, espontáneamente, atribuye su debilidad al hecho de ser humano, demasiado humano.
Tanto la idea como la literalidad de la frase de Groto habrían podido inspirar perfectamente—quién sabe si fue así—el título del libro de Nietzsche: Humano, demasiado humano, de la misma manera que también ahora han ayudado a inspirar el mío: humano, más humano, que ya no tiene nada de queja ni de desdén, sino todo lo contrario. ¿Qué puede haber de más humano que una debilidad semejante? He aquí la tesis de este libro.