JOSEP M. ESQUIROL
UNO MISMO Y LOS OTROS
De las experiencias existenciales a la interculturalidad
Herder
Diseño de la cubierta: Claudio Bado
Edición digital: José Toribio Barba
© 2005, Josep M. Esquirol
© 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1.ª edición digital, 2015
ISBN: 978-84-254-3359-7
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Con mi experiencia propia encuentro bastante
para hacerme sabio, si de ella fuera buen estudiante.
M ONTAIGNE , Ensayos , Libro III, XIII
¿Tiene algo que ver la experiencia de la extrañeza de uno mismo con el conocimiento de una cultura ajena?; ¿constituye la experiencia de la soledad y del vacío un «puente intercultural»?; ¿por qué el autoexamen y la actitud crítica pueden considerarse como la mejor ética intercultural? Éstos son algunos de los interrogantes que he planteado en este ensayo. Mi intuición es que muchas de las cosas que hoy día comentamos acerca de la interculturalidad pueden y deben ponerse en relación con algunas de las experiencias humanas más fundamentales. Si así se hace, no sólo evitamos caer en el error de descubrir mediterráneos, sino que damos a esas temáticas la profundidad que merecen.
Lo oportuno de este intento de profundización salta a la vista si se atiende a lo muy a menudo que se menciona hoy día la interculturalidad o se alude a ella (abundando, por ejemplo, en la bondad de las relaciones interculturales, en que es necesario abrirse a otras culturas y deshacernos de prejuicios occidentales, etc.), o si se advierte qué poco se ha hecho por justificar reflexivamente tantas afirmaciones, mientras sólo se procura que suenen bien y no desdigan de lo políticamente correcto. En otros términos: con demasiada frecuencia el discurso de la interculturalidad no pasa de ser muy superficial; un conglomerado de propuestas «generosas» que pretenden contrastar con actitudes cerradas, dogmáticas o «eurocentristas», pero que, a fin de cuentas, no abonan lo bastante como para llegar hasta lo más rico y a la vez problemático.
Mediante la filosofía, lo que podría llamarse «ética intercultural» puede ser abordado desde diversos flancos, abarcando niveles conexos entre sí pero sin dejar de ser distintos. Tendríamos así, por ejemplo, por un lado, la temática relativa al pluralismo, la democracia y la ciudadanía en una sociedad multicultural (temática tratada en las últimas décadas por autores como Taylor, Rawls, Habermas, Kymlicka, Parekh o Sartori) y, por otro lado, una exploración que, sin abandonar el horizonte de tales cuestiones sociopolíticas, versa sobre las experiencias fundamentales que subyacen y sostienen la mayoría de los discursos tocantes a interculturalidad y multiculturalismo. Me refiero a experiencias como la de la «identidad», el «reconocimiento», el «diálogo», el «encuentro», la «solidaridad», etc., las cuales tienen sin duda que ver con las normas ético-políticas de las sociedades pluralistas, pero que, incluso al margen de la finalidad normativa, pueden ser en sí mismas objeto de explanación filosófica. Precisamente este tipo de explanación es el que aquí voy a intentar.
Donde siempre podemos cavar más a fondo es en el interior de nuestras vidas concretas. Los mayores tesoros no habremos de ir a buscarlos en países lejanos, sino en lo más hondo de nosotros mismos y de nuestra relación con los demás. De ahí que ya en el título hable de «experiencias existenciales». Bien sé que con esta expresión podría hacerse referencia a las vivencias en que se nos descubre íntimamente de forma privilegiada el hecho desnudo del existir; experiencias que nos revelarían con patetismo nuestra propia existencia. Sin embargo, aquí, con la expresión «experiencias existenciales», quiero referirme simplemente a experiencias relevantes de nuestra condición humana, relativas a nuestra propia identidad, a nuestra relación con los demás, o a nuestra búsqueda de sentido, lo que no significa que no puedan ser, a la vez, «existenciales» en el sentido filosófico más habitual.
La investigación sobre estas experiencias se basará en lo que podríamos llamar un pluralismo metodológico, pues lo que aquí presento no procede de una sola corriente filosófica, ni sigue un único método. Por una parte, se hará patente la influencia del socratismo en tanto que símbolo de la filosofía misma; por otra, el influjo de la tradición personalista (así de la judía como de la cristiana); y, sobre todo, se revelará mi inestimable deuda con la corriente fenomenológica. A estas alturas, no hace falta explicar por qué este pluralismo filosófico y metodológico no es ni un mal sincretismo ni es tampoco la otra cara del relativismo, y menos todavía del escepticismo. El pluralismo metodológico se aviene perfectamente con una concepción del mundo como algo rico, complejo y sólo abordable en facetas y desde perspectivas complementarias que, enriqueciéndose unas a otras, nos amplíen el horizonte, siendo consustancial a esta postura el no llegar jamás a una síntesis total y definitiva.
La importancia de una cierta orientación fenomenológica y existencialista se traduce precisamente en la prioridad que doy a las experiencias y a las situaciones existenciales concretas, así como en la convicción de que, hoy más que nunca, debemos denunciar tantos y tantos discursos pretenciosos y huecos que abundan en las, así llamadas, ciencias humanas y sociales (filosofía incluida); discursos que, con numerosos conceptos abstractos y aparentemente específicos de una determinada disciplina, pretenden hacerse pasar por saber experto cuando en realidad son los pobres resultados de una forzada tecnificación del saber y de un grave caos cognoscitivo. Ante tal panorama se impone la necesidad de un retorno a la experiencia, para empezar de nuevo y construir mejores edificios teóricos. (Dicho sea de paso, en este retorno a la experiencia, la filosofía se parece al zen, el cual consiste precisamente en una especie de derivación del Budismo cifrada en el despojarse de ciertas abstracciones de éste para convertirse en una disciplina de la vida práctica; aprender el zen es fijarse en la vida del hombre corriente, es aprender la vida en medio de la vida.)
También en el tema de la interculturalidad tenemos en la experiencia el mejor de los puntos de partida. Los puentes interculturales han de sostenerse sobre nuestra experiencia, y sólo a partir de ella es legítimo edificar la abstracción y la construcción conceptual.
Pues bien, nuestro propósito de exploración de experiencias fundamentales se convierte no sólo en un ensayo de profundización, sino, a la vez, en cierta propuesta ética, pues de la aproximación a estas experiencias surge una serie de indicaciones en la dirección de una ética intercultural explícita. Por eso, se podrán ver, o al menos entrever, las posibilidades para un ulterior trabajo que quedan ya apuntadas. Así, en lo que atañe a la finalidad ética, el carácter abierto de estas reflexiones me parece oportuno, como mínimo, por tres motivos. En primer lugar, porque lo que más puede interesar es encontrar una orientación ética para una determinada realidad (la interculturalidad) y no tanto señalar un determinado sistema ético en la que subsumirla y clausurarla. En segundo lugar, porque, como ocurre con la ética aplicada, no se trata aquí de acabar nada, sino de mantener un planteamiento continuamente actualizable. Y, en tercer lugar, porque la creciente preocupación por esta realidad, tan vinculada a los procesos de mundialización-globalización que estamos viviendo, exige una gran disponibilidad para dejarse instruir por las cosas mismas, es decir, para adquirir experiencia, y está claro que para ello se requieren tiempo y esfuerzo. Y no se trata tan sólo de la experiencia que pueda adquirirse como observador del encuentro entre culturas distintas, sino como protagonista de la aventura consistente en interesarse de veras y a fondo por mundos culturales distintos del nuestro.
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