«CREE LO QUE YO CREO Y LO QUE NO PUEDES CREER, O PERECERÁS;
CREE O TE ABORREZCO; CREE O TE HARÉ TODO EL DAÑO QUE PUEDA.»
Ese era el dogma del fanatismo según Voltaire. Y, como los atentados contra Charlie Hebdo volvieron a demostrar, lo sigue siendo hoy, dos siglos y medio después. Así que no es casual que las obras del filósofo se hayan convertido en el fenómeno editorial del momento en Francia.
Voltaire fue, según Savater, el primer intelectual, un pensador que nunca se conformó con entender el mundo, sino que ansiaba transformarlo, y que comprendió como nadie antes que el texto era un poderoso instrumento de propaganda. De ahí su estilo directo, divertido y nunca frívolo, en el que prima siempre la voluntad pedagógica. Los paralelismos entre Savater y Voltaire son claros. En Savater reconocemos a Voltaire y por eso nadie mejor que él para exprimir su pensamiento y ofrecernos esta antología del gran ilustrado, llena de ironía y agudeza, además de estudiar su figura y acercarla a la lucha contra los fanatismos actuales. Se nos permite así conocer las reflexiones de un hombre genial, que dedicó su vida a combatir siglos de intolerancia, de rutinas dogmáticas, de autoridad mal entendida y peor ejercida. ¿Sus armas? Una aguda inteligencia y un espíritu sarcásticamente irreverente que impregnan toda su obra.
Fernando Savater
Voltaire contra los fanáticos
ePub r1.0
Titivillus 31.12.15
Fernando Savater, 2015
Editor digital: Titivillus
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FERNANDO SAVATER nació en 1947 en San Sebastián, Guipúzcoa. En la actualidad es catedrático de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudió su especialidad. Es autor de múltiples ensayos filosóficos, literarios, políticos, novelas y obras dramáticas, traducidos a varios idiomas. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo (1982), el X Premio Anagrama de Ensayo y fue finalista en el Premio Planeta (1993) con la novela El jardín de las dudas. Codirige la revista Claves de razón práctica y colabora habitualmente, entre otras publicaciones, en El País. Como conferenciante y profesor invitado, ha viajado por Europa, Asia y las tres Américas.
PRÓLOGO
EL REGRESO DE VOLTAIRE
EN LA GRAN MANIFESTACIÓN QUE SE CELEBRÓ en París después de los asesinatos de Charlie Hebdo, encabezada por jefes de Estado de numerosos países, se enarbolaron innumerables pancartas con el lema «Je suis Charlie». Bastantes de ellas llevaban también la silueta inconfundible de Voltaire. Y en los días posteriores se vendieron en Francia decenas de miles de ejemplares del Tratado sobre la tolerancia, una de las obras emblemáticas del príncipe de los ilustrados. Es curioso, algo semejante ocurrió cuando el ayatolá Jomeini lanzó su fatwa mortífera contra Salman Rushdie por su libro Versos satánicos. Yo estaba en Londres y recuerdo que en la manifestación de apoyo a Rushdie en Trafalgar Square vi una pancarta portada por un grupo de caballeros con aire de profesores oxonienses que decía: «¡Avisad a Voltaire!».
Maravilla esa persistencia de su figura como emblema de la lucha contra el fanatismo y en defensa de las libertades amenazadas, sobre todo la de conciencia y también la de expresión (sin la cual la otra queda mutilada). Antes que Zola y su «J’accuse!», mucho antes de que Bertrand Russell se manifestara en esa misma Trafalgar Square o Noam Chomsky lo hiciese en Berkeley, Voltaire escribió y luchó por que se devolviese su honor a Jean Calas, un protestante acusado injustamente por serlo de haber asesinado a su propio hijo. Pero sobre todo identificó la enfermedad cuya intransigencia más hace peligrar la convivencia en cualquier comunidad civilizada: el fanatismo. El fanático no es quien tiene una creencia (teológica, ideológica o la que fuere) y la sostiene con fervor, cosa perfectamente admisible porque tampoco el escepticismo o la tibieza son obligatorios (aunque algunos los tengamos por aconsejables…). El fanático es quien considera que su creencia no es simplemente un derecho suyo, sino una obligación para él y para todos los demás. Y sobre todo está convencido de que su deber es obligar a los otros a creer en lo que él cree o a comportarse como si creyeran en ello. Con demasiada frecuencia, el fanático no se conforma simplemente con vociferar o lanzar inocuos anatemas, sino que aplica medios terroristas para imponer sus dogmas, sea desde el poder o desde la clandestinidad homicida. La persona humanista y civilizada pide las cosas por favor, el terrorista las exige por pavor. Voltaire fue quien primero resumió esta peligrosa manía en una fórmula lapidaria: «¡Piensa como yo o muere!».
Allí donde está vigente este lema atroz, no hay posibilidad de pluralismo político, artístico, intelectual ni en los comportamientos personales. El fanatismo convierte en un erial el campo potencialmente feraz de las creaciones sociales. España es un ejemplo de ello en el terreno científico, porque el celo inquisitorial nos mantuvo en un atraso obligado durante los siglos en que la investigación experimental comenzaba a dar frutos en las más liberales naciones de Europa. Algo semejante ocurrió en el campo artístico y también en el científico (¡recordemos a Lysenko!) durante la larga dictadura comunista en la URSS. Y actualmente salta a la vista que las teocracias islámicas mantienen a los países que las padecen en situaciones de enanismo político, estético, científico y social. Nada tiene que ver esta constatación con la temida y voceada «islamofobia» que algunos esgrimen no siempre desinteresadamente como escudo protector contra argumentos bien razonados y difíciles de recusar. En la mayoría de las ocasiones, los fanatico-terroristas causan más víctimas entre quienes dicen defender que entre sus supuestos enemigos: Al Qaeda y el EI son peligrosos sobre todo para los musulmanes que no suscriben su radicalismo feroz, y los terroristas fanáticos de ETA cuentan la mayor parte de sus expoliados y asesinados entre los miembros de ese «pueblo vasco» por cuya libertad aseguran que matan y extorsionan. Luchar contra ellos no es «islamofobia» ni «vascofobia». Incluso los rasgos que en el propio Voltaire hoy pueden parecer antisemitas se deben a que reprochaba a los judíos el invento del monoteísmo, fuente de los peores fanatismos eclesiales. Creo que su mensaje definitivo consiste en asegurar que lo único a lo que tenemos que tener auténtica fobia razonada y democrática es al fanatismo, venga de la raíz teocrática o ideológica que fuera. Y mientras sigan apareciendo los fanáticos entre nosotros y hasta reclamando su derecho a serlo, tendremos que seguir recordándole y tomándole como ejemplo.
Este libro pretende a la vez ser un homenaje y un arma de combate contra el fanatismo terrorista actual. En primer lugar, incluye una laudatio de Voltaire y una antología de opiniones y flechazos que he espigado en su obra inmensa y ya publiqué por primera vez hace años. Como apéndice, cuatro ejercicios volterianos escritos con motivo de los atentados de Charlie Hebdo y de las opiniones proferidas a propósito de ellos, incluida la declaración pugilística del papa Bergoglio sobre el hipotético ofensor de su mamá. El conjunto va dedicado a Sara, mi mujer, de quién soy fanático pero sólo por las vías del amor.