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Hyeonseo Lee - La chica de los siete nombres

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Hyeonseo Lee La chica de los siete nombres
  • Libro:
    La chica de los siete nombres
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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La chica de los siete nombres: resumen, descripción y anotación

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AGRADECIMIENTOS

Este libro no habría sido posible sin el apoyo de muchas personas.

En primer lugar, quiero dar las gracias a mi familia por estar siempre a mi lado. Separarme de mi madre y mi hermano me rompió el corazón, por lo que les agradeceré eternamente que tuvieran el valor de arriesgar su vida y salir de su país para que pudiéramos reunirnos. Mi esposo, Brian, ha sido también una fuente constante de amor y de apoyo.

El entregado equipo de profesionales que me rodean han sido esenciales en la elaboración de estas memorias. He tenido la suerte de contar con la orientación de mi agente literaria, Kelly Falconer, mi agente conferenciante Oliver Stoldt, y los maravillosos integrantes de HarperCollins, que siempre han creído en mí y en la importancia de compartir mi historia.

Además, le quiero dar las gracias a mi coescritor, David John, por su esfuerzo y dedicación, así como a mi buen amigo Mike Breen, que enriqueció este libro compartiendo sus inestimables consideraciones sobre la península de Corea.

Por último, quiero agradecer a todo el personal de TED que se interesaran por mi historia y me convirtieran en la primera norcoreana que sube a su estrado. También tengo una gran deuda con todas las personas del mundo que me han animado con entusiasmo y continúan ayudándome a crear conciencia sobre los derechos humanos en Corea del Norte.

1

UN TREN A TRAVÉS DE LAS MONTAÑAS

Una mañana de finales de verano de 1977, una muchacha se despidió de sus padres en el andén de la estación de Hyesan y se subió al tren que iba a Pionyang, pues había obtenido permiso oficial para ir allí a visitar a su hermano. Los nervios no le habían permitido dormir demasiado: en su cabeza, la capital de la Revolución era un lugar mítico y futurista. Viajar allí no era poca cosa.

El aire todavía era fresco y olía a madera recién cortada de la cercana trituradora; la humedad aún no era demasiado intensa. Su asiento estaba junto a la ventanilla. El tren se puso en marcha, crujiendo despacio rumbo al sur por la vieja vía de Hyesan, a través de unas montañas empinadas cubiertas de pinos y por encima de sombríos barrancos. De vez en cuando, se distinguía un río de agua blanca allá abajo. Pero a medida que avanzaba, la muchacha encontró otras distracciones además de las vistas.

El vagón iba lleno de jóvenes militares que volvían a la capital muy animados. Al principio le resultaron molestos, pero pronto se descubrió sonriendo ante sus bromas, como los demás pasajeros. Los oficiales invitaron a todos los ocupantes del vagón a unirse a sus juegos de palabras y de dados, para pasar el rato. Cuando la muchacha perdió una mano, le pidieron como prenda que cantara.

El vagón guardó silencio. Ella bajó la vista al suelo, hizo acopio de coraje y se puso en pie, agarrándose a la rejilla portaequipajes para sostenerse. Tenía veintidós años. Se había recogido el reluciente cabello negro para el viaje y llevaba un vestido de algodón blanco con estampado de florecillas rojas. Cantó una tonada de una popular película norcoreana de aquel año, titulada Historia de un general, y lo hizo bien, con notas agudas y dulces. Al terminar, todo el vagón estalló en una salva de aplausos.

Se volvió a sentar. Una abuela iba en el asiento del pasillo, con su nieta sentada entre ellas dos. De repente, un joven oficial con uniforme gris y azul se plantó ante ellas. Con mucha educación, se le presentó a la abuela, cogió a la niña, se sentó al lado de la chica y se puso a la cría en el regazo.

—¿Cómo te llamas? —fue lo primero que dijo.

Así se conocieron mi madre y mi padre.

Parecía muy seguro de sí mismo, y hablaba con un acento de Pionyang que hizo que mi madre se sintiera inculta y vulgar con su cadencia norteña de Hyesan. Pero él la tranquilizó enseguida: también era originario de Hyesan, le explicó, aunque llevaba tantos años en Pionyang que debía reconocer, avergonzado, que había perdido todo su acento. Ella mantenía la vista baja, pero de vez en cuando le lanzaba veloces miradas. No era guapo en el sentido convencional: tenía gruesas cejas y unos pómulos fuertes y prominentes, pero a ella le llamaron la atención su porte marcial y su seguridad en sí mismo.

Le dijo que su vestido le parecía bonito y ella le sonrió con timidez; le gustaba vestir bien porque así creía compensar su aspecto sencillo y corriente. De hecho, era más bonita de lo que ella creía. El largo trayecto pasó con rapidez. Mientras hablaban, notó que él la miraba repetidamente con una sinceridad que nunca había visto en un hombre… y que le hizo subir los colores a la cara.

Él le preguntó por su edad y luego le dijo, con gran formalidad:

—¿Le parecería aceptable que le escribiera una carta?

Ella contestó que sí y le dio su dirección.

Más tarde, poco recordaría mi madre de su visita a su hermano en Pionyang, pues tenía la cabeza llena de imágenes del oficial del tren, y de la luz moteada del vagón por el sol que brillaba entre los pinos de las montañas.


No llegó ninguna carta. A medida que pasaban las semanas, mi madre intentó quitárselo de la cabeza, creyendo que tendría alguna novia en Pionyang. Al cabo de tres meses, ya había superado su decepción y dejado de pensar en él.

Una tarde, seis meses después, la familia se encontraba en casa, en Hyesan. Estaban a varios grados bajo cero, pero el cielo llevaba semanas despejado, por lo que fueron un otoño y un invierno preciosos. Estaban terminando de cenar cuando oyeron el repicar de unas botas con punta de acero acercándose a la casa, seguido de una firme llamada a la puerta. Todos se miraron con expresión de alarma: no esperaban a nadie a esas horas. Fue a abrir una hermana de mi madre, pero volvió para llamarla a ella:

—Tienes visita.

Puesto que la ciudad se había quedado sin electricidad, mi madre acudió sosteniendo una vela. En el umbral se encontraba mi padre, con su gabán de militar y la gorra debajo del brazo. Estaba temblando. Se inclinó y pidió disculpas, ya que, le explicó, había estado de ejercicios militares, donde no le permitían escribir. Sonrió con dulzura y hasta con ciertos nervios. A su espalda, las estrellas descendían hasta las montañas.

Ella le invitó a entrar para calentarse. Su noviazgo comenzó aquella noche.

Los siguientes doce meses fueron como un sueño para mi madre, que nunca antes había estado enamorada. Mi padre aún estaba destinado cerca de Pionyang, por lo que se escribían cada semana y acordaban citas. Ella le visitaba en su base militar y él tomaba el tren para ir a verla a Hyesan, donde le pudo conocer la familia de mi madre. Las semanas entre dos encuentros las pasaba soñando despierta con sus dulces planes.

En cierta ocasión me contó que, durante aquel tiempo, adquirió una especie de esplendor y de magia. Quienes la rodeaban parecían compartir su optimismo, y puede que no fueran imaginaciones suyas: aunque la Guerra Fría estaba en su apogeo, Corea del Norte disfrutaba de su mejor época. Varios años seguidos de buenas cosechas se tradujeron en abundancia de alimentos. El sector industrial era moderno en comparación con el resto del mundo comunista. Corea del Sur, nuestro enemigo mortal, estaba sumido en el caos político, y los odiados yanquis acababan de perder una guerra durísima contra las fuerzas comunistas de Vietnam. El mundo capitalista parecía estar en declive. El país entero tenía la seguridad de que la historia estaba de nuestro lado.

Cuando llegó la primavera y la nieve empezó a fundirse en las montañas, mi padre fue hasta Hyesan para pedirle a mi madre que se casara con él. Ella aceptó con lágrimas en los ojos, pues su felicidad era completa. Y, para colmo, tanto su familia como la de él tenían un buen songbun, lo que aseguraba su posición en la sociedad.

El songbun es el sistema de castas que impera en Corea del Norte. Cada familia se clasifica como leal, vacilante u hostil en función de qué hiciera la familia del padre justo antes, durante y después de la fundación del Estado en 1948. Si tu abuelo descendía de obreros y campesinos y luchó en el bando correcto en la Guerra de Corea, tu familia se clasificaba como leal. En cambio, si entre tus ancestros se contaban terratenientes o bien oficiales que trabajaron para los japoneses durante la ocupación colonial, o cualquiera que huyera a Corea del Sur durante la Guerra de Corea, tu familia se calificaba como hostil. Dentro de estas tres amplias categorías existen 51 niveles, que van desde la familia gobernante, los Kim, hasta los prisioneros políticos sin esperanza de liberación. Lo irónico fue que el nuevo Estado comunista creara una jerarquía social elaborada y estratificada como no se había visto nunca en tiempos de los emperadores feudales. Las personas de la clase hostil, que sumaba cerca del 40% de la población, aprendían a no tener sueños. Eran asignadas a granjas y minas y trabajos manuales. Las personas de la clase vacilante podían llegar a oficiales de bajo rango, maestros o grados militares apartados de los centros de poder. Solo la clase leal podía vivir en Pionyang, tenía la oportunidad de unirse al Partido Obrero y era libre de elegir una carrera. A nadie se le indicaba nunca su posición en el sistema

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