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Paolo Bacigalupi - La chica mecanica

Aquí puedes leer online Paolo Bacigalupi - La chica mecanica texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 2011, Editor: Plaza & Janes, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Paolo Bacigalupi La chica mecanica
  • Libro:
    La chica mecanica
  • Autor:
  • Editor:
    Plaza & Janes
  • Genre:
  • Año:
    2011
  • Ciudad:
    Barcelona
  • Índice:
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La chica mecanica - image 1

La chica mecánica

Paolo Bacigalupi

La chica mecanica - image 2

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Título: La chica mecánica

© 2011, Paolo Bacigalupi

Título original: The Windup Girl

Traducción de Manuel de los Reyes

Ilustración de cubierta: Raphael Lacoste

Editorial: Plaza & Janés

La chica mecanica - image 4
SIDERA VISUS
Archivo DOC: skaly
Edición ePUB: Valfeodir
Primera Versión de este ePUB: 24-06-2011
Versión Actual: 24-06-2011
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Reseña

Bienvenidos al siglo XXII.

Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko...

Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano... donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

Capítulo:

—¡No! No quiero el mangostán. —Anderson Lake se inclina hacia delante y señala con el dedo—. Quiero eso de ahí. Kaw pollamai nee khap. Lo que tiene la piel rojiza recubierta de pelos verdes.

La campesina sonríe, dejando al descubierto unos dientes ennegrecidos por culpa de la nuez de areca, e indica una pirámide de frutas apilada a su espalda.

—¿Un nee chai mai kha?

—Correcto. Esos. Khap. —Anderson asiente con la cabeza y se obliga a sonreír—. ¿Cómo se llaman?

Ngaw. —La mujer pronuncia la palabra despacio en atención a los oídos extranjeros de Anderson, y le ofrece una pieza que él acepta con el ceño fruncido.

—¿Son nuevos?

Kha. —La mujer asiente para subrayar su afirmación.

Anderson le da vueltas a la fruta que sostiene en la mano, estudiándola. Parece más bien una extravagante anémona de mar o un pez globo peludo que un fruto. Los ásperos filamentos verdes que sobresalen por toda su superficie le hacen cosquillas en la palma. La piel presenta el tono rojizo oxidado propio de la roya, pero al olisquearlo no percibe el tufo característico a fruta podrida. A pesar de su aspecto, parece en buen estado.

Ngaw —repite la campesina. A continuación, como si pudiera leerle el pensamiento, añade—: Nuevo. Sin roya.

Anderson asiente distraído. A su alrededor, el soi del mercado empieza a llenarse de vida con los compradores de Bangkok más madrugadores. El callejón está repleto de pestilentes montones de durios, y en los barreños chapotean peces con cabeza de serpiente y plaa de aletas rojas. Los toldos de polímero de aceite de palma se comban bajo los abrasadores embates del sol tropical y, con sus logotipos de navieras de clíperes y los retratos de la venerada Reina Niña, dan sombra al mercado. Un hombre se abre paso a empujones, sosteniendo en alto por las patas varias gallinas de cresta bermellón que aletean y cacarean ultrajadas de camino al matadero; las mujeres, vestidas con pha sin de colores vivos, regatean con los vendedores y sonríen mientras intentan rebajar el precio del arroz U-Tex pirateado y las nuevas variedades de tomates.

Anderson es ajeno a todo esto.

Ngaw —insiste la campesina, intentando establecer una conexión.

Los largos filamentos del fruto retan a Anderson para que adivine su origen mientras le hacen cosquillas en la palma de la mano. Otro éxito de la piratería genética tailandesa, igual que los tomates y las berenjenas y los pimientos que abundan en los puestos adyacentes. Es como si las profecías de la Biblia grahamita se estuvieran haciendo realidad. Como si el mismísimo san Francisco estuviera revolviéndose en su tumba, inquieto, preparándose para volver a pisar la tierra, cargado con el botín de las calorías perdidas de la historia.

«Y las trompetas anunciarán su llegada, y nos será devuelto el edén...»

Anderson vuelve a girar la extraña fruta peluda en su mano. No desprende el hedor propio de la cibiscosis. Ni rastro de pústulas de roya. Ningún graffiti del gorgojo pirata grabado en su piel. Aunque las flores, las hortalizas, los árboles y las frutas del mundo entero constituyen la geografía de la mente de Anderson Lake, sigue sin encontrar el letrero que podría ayudarle a identificar este fruto.

Ngaw. Un misterio.

Indica por señas que le gustaría probar la fruta y la campesina se la quita de las manos. Con el pulgar tostado rasga sin ninguna dificultad la corteza velluda y revela un corazón blanquecino. Translúcido y venoso, su parecido con las cebollitas en vinagre que acompañan a los vermuts en los clubes de investigación de Des Moines es asombroso.

La mujer se lo ofrece de nuevo. Anderson aspira con recelo y sus fosas nasales se inundan de una fragancia floral. Ngaw. No debería existir. Ayer no existía. Ayer, no había un solo puesto que vendiera esta fruta en todo Bangkok, y sin embargo ahora se amontonan en apretadas pirámides alrededor de esta mugrienta mujer acuclillada en el suelo bajo la sombra parcial de su lona. El mártir Phra Seub le guiña un ojo a Anderson desde el rutilante amuleto de oro que cuelga del cuello de la vendedora, un talismán frente a las plagas agrícolas de las fábricas de calorías.

Anderson desearía poder observar la fruta en su hábitat natural, colgando de un árbol o escondida tras las hojas de algún arbusto. Con algo más de información podría deducir el género y la familia, podría intuir algún eco del pasado genético que el reino de Tailandia se esfuerza por desenterrar, pero no dispone de más pistas. Se mete la viscosa pelota translúcida del ngaw en la boca.

Un puñetazo de sabor, preñado de azúcar y fecundidad. La pegajosa bomba floral le recubre la lengua. Es como si volviera a encontrarse en Iowa, en los campos de HiGro, donde un ingeniero agrónomo de Midwest Compact le ofreció su primer trocito de caramelo duro cuando él no era más que el hijo de un granjero, un crío descalzo entre los tallos de maíz. El impacto de una metralla de sabor, de auténtico sabor, tras toda una vida privado de él.

El sol cae a plomo. Los compradores se empujan y regatean, pero él permanece ajeno a todo. Con los ojos cerrados, deja que el ngaw ruede en su boca y paladea el pasado, saborea el momento en que esta fruta debió de haber florecido en todo su esplendor, antes de que la cibiscosis, el gorgojo pirata nipón, la roya y el hongo sarnoso asolaran los cultivos.

Bajo el calor aplastante del sol tropical, rodeado por los mugidos de los búfalos de agua y los chillidos de las gallinas sacrificadas, Anderson Lake es uno con el paraíso. Si creyera en las Escrituras grahamitas, caería de rodillas en ese mismo momento y daría gracias, extasiado por el sabor del regreso del edén.

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