Helena Janeczek - La chica de la Leica
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- Libro:La chica de la Leica
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2017
- Índice:4 / 5
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La chica de la Leica: resumen, descripción y anotación
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La primera persona a la que tengo que dar las gracias es a Irme Schaber.
Conocí a La chica con la Leica gracias a una exposición organizada por ella, me he basado en las biografías que le ha dedicado (la de 2013, la más actualizada, por desgracia solo está disponible en alemán). Por encima de todo, he podido disfrutar de un acceso realmente generoso a los materiales que ha reunido en el curso del trabajo que arrancó del olvido la vida y el corpus fotográfico de Gerda Taro.
Gracias muy cordiales a Mario Bernardo por sus respuestas y a Zenone Sovilla por haber restaurado el podcast en el que Bernardo relata su experiencia como partisano.
Gracias al profesor Giovanni Battimelli, de la Universidad de La Sapienza, y a la doctora Nicoletta Valente, que me abrieron el archivo de Vittorio Somenzi —nunca visitado hasta entonces— y me permitieron encontrar los volúmenes que necesitaba.
Gracias al profesor Peter Huber, de la Universidad de Basilea, y a Harald Wittstock, presidente de la asociación Kämpfer und Freunde der Spanischen Republik 1936-1939, por la información acerca de Georg Kuritzkes. Gracias al profesor Paul Mendes-Flohr por los datos sobre Ina Britschgi-Schimmer.
Gracias a Roberta Gado, que me acompañó por Leipzig y me ayudó a consultar el Staatsarchiv Sachsen.
Gracias a Giacomo Lunghini y a Sabrina Ragucci por sus explicaciones sobre cómo funcionan una Leica y una réflex analógica.
Gracias a los que intentaron poner freno a mis ansias de documentación, recordándome que estaba escribiendo una novela. Es cierto: pese a despegarse poco de las fuentes, el alma del libro es, forzosamente, fruto de mi imaginación.
Me he tomado la licencia de llamar a mi protagonista siempre «Gerda», aunque se llamara Gerta Pohorylle, porque ella misma prefería la versión más dulce y difundida de su nombre.
Gracias a los amigos y amigas que me han escuchado, animado, aguantado. Ellos saben a quiénes me refiero.
El doctor Chardack se ha despertado temprano. Se lava y se viste, se lleva a su despacho una taza de café instantáneo y el New York Times del fin de semana, hojea las páginas de política, que le gustaría seguir mejor ahora que la carrera hacia la Casa Blanca llega a su momento de mayor tensión. Luego coloca el periódico boca abajo, prepara papel y bolígrafo y se pone a trabajar.
Fuera no se oye ningún ruido, salvo las esporádicas voces de golondrinas y cuervos, y el lejano crujido de algún automóvil en busca de una gasolinera o en dirección hacia quién sabe dónde. Más tarde, también los vecinos empezarán a montar en sus coches para ir a la iglesia, a visitar a sus parientes o a los restaurantes que ofrecen los «Sunday’s Special Breakfast», pero ninguno de estos compromisos, afortunadamente, atañe al doctor Chardack.
No se sorprende cuando suena el teléfono después de que haya redactado el comienzo de un artículo, grita «¡Es para mí!» al resto de la casa, más por costumbre que para evitar que su esposa corra, adormilada, hacia el aparato.
—El doctor Chardack al aparato —responde, como siempre, sin saludo previo.
—Hold on, sir, call from Italy for you.
—Willy —dice una voz amortiguada por las telecomunicaciones intercontinentales—, no te habré despertado, ¿verdad?
—Nein: absolut nicht!
Ha sabido de inmediato quién lo llama. Los viejos amigos seguían grabados en él como la señal de una mala caída desde un árbol del parque Rosental, y quienes seguían vivos podían dar señales de vida.
—Georg, ¿ha pasado algo? ¿Algún problema?
En la época en la que era Willy, también fue el amigo a quien pedir una ayuda concreta: algo de dinero, básicamente, dado que siempre tuvo más que los demás. Por esa razón su interlocutor se echa a reír, con ganas, y le dice que no necesita nada, pero ha ocurrido algo, no cabe duda, y ese algo es obra suya, desde allí, desde América, y es tan enorme que le resultaba imposible resistirse al impulso de llamar por teléfono en lugar de escribirle una carta.
—¡Enhorabuena! Lo que has hecho es extraordinario, y hasta me atrevería a decir que hará historia.
—Gracias —responde con un tono y un tiempo de respuesta que suenan demasiado automáticos. No es un tipo de cumplidos, el doctor Chardack, más bien de ocurrencias ingeniosas, pero no le viene ninguna a la cabeza.
En otros tiempos fueron campeones de carcajadas. No, quizá sea una exageración, pero se les daba muy bien avivar a golpes de ironía la seriedad mortal de los debates, y Willy Chardack nunca les fue a la zaga a sus compañeros. Ahora también sus colegas aprecian su humor sobrio, más marcado por su acento alemán (el de los científicos locos), y a él le va bien no resultar demasiado arisco para los parámetros estadounidenses, un personaje.
El doctor Chardack, al escuchar la voz distante de Georg Kuritzkes, vuelve a verlo de nuevo en plein air con toda aquella alegre compañía, o no necesariamente al aire libre, sino en una atmósfera de película francesa, alegre y luminosa, aunque todavía no estuvieran en París. Pero el Rosental no temía la comparación con el Bois de Boulogne, y los passages de Leipzig eran famosos. Había industrias y comercio, música y editoriales que presumían de tradiciones centenarias, y esa solidez burguesa atraía como un imán a la gente del campo y del este, que hacían que la ciudad se pareciera cada vez más a una auténtica metrópoli, incluso en sus contrastes y conflictos. Hasta que se agudizaron los enfrentamientos y las huelgas, la crisis económica mundial que aceleraba la catástrofe alemana. Los rostros tensos que Willy se encontraba en su casa, cuando su padre se exasperaba ante la fila de los que le pedían un trabajo, cualquier trabajo, cuando a él le costaba aguantar con sus mozos y almaceneros, porque también se tambaleaba el mercado de pieles que prosperaba en Leipzig desde la Edad Media, o antes incluso.
Aunque provinieran de familias acomodadas, sus amigos y él, que no tenían que pugnar con clientes insolventes, estaban dispuestos a luchar contra todo. Eran libres de hacerlo, libres de irse de excursión y de dormir en tiendas bajo las estrellas, libres de cortejar a las chicas, y había chicas muy guapas e incluso extraordinarias (Ruth Cerf, que había pasado de larguirucha enjuta a rubia majestuosa, y además estaba Gerda, la persona más encantadora, más viva y divertida con la que se había topado nunca en el universo femenino), libres de reír. Las ganas de bromear no se les pasaron ni cuando Hitler estaba a punto de ganar y había que prepararse para hacer las maletas. Nadie podría expropiarlos de ese recurso que los hacía iguales, camaradas sobre todo en su forma de estar en el mundo desafiando a los nazis. Pero, desde luego, no eran iguales, Georg era el mejor ejemplo. Georg era brillante, pero como si derrochara un talento que le sobraba, casi el equivalente a la colección de camisas (¡camisas de algodón egipcio!) que languidecía en los armarios de la casa de los Chardack desde que Willy se había adaptado a los círculos de izquierdas. Georg Kuritzkes era inteligente, apuesto y deportista. Leal y digno de confianza. Con una excelente capacidad de agregar, instruir, organizar. Bailarín desenvuelto. Conocedor apasionado de las últimas tendencias musicales del extranjero. Valiente. Decidido. Y también ingenioso. ¿Cómo podía él, un Willy Chardack, ser la primera opción de las chicas? Lo llamaban «Teckel» desde mucho antes de que aquel apodo se le hiciera antipático después de adoptarlo al instante el ligero acento de Stuttgart de Gerda Pohorylle. No podía, desde luego. Pero que Georg encima fuera divertido alimentaba un afecto que circulaba fuera de los límites de esas jerarquías de chicos, aparentemente duradero, como demostraba su emoción al evocarlo. Efecto de una carcajada redescubierta después de un tiempo que parecía un siglo.
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